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4 de abril de 2036

Arizona

Se sentía embotada, como si un regimiento de gusanos deambulara libremente por su mente y reptara por encima de sus neuronas, aturdiéndolas. Inés abrió los ojos lentamente, como si su mirada se resintiera al recibir luz por primera vez en los últimos cuatro días. Estaba encerrada dentro de algún vehículo terrestre que avanzaba por un paraje no urbano, lo sabía por la nitidez del cielo que sus ojos enrojecidos enfocaron a través del cristal. No se escuchaban ruidos de tránsito ni de la muchedumbre que inundaba las ciudades, solo el canto armonioso de los pájaros y el ronroneo amortiguado del motor.

Cuando levantó la mano izquierda descubrió que la tenía agarrotada, igual que la pierna y la mitad de la cara. Sentía un dolor agudo en el bajo vientre, justo en el punto donde la bala se le incrustó antes de desmayarse en el almacén. Recordó entonces fragmentos sueltos de su cautiverio.

¡Heraldo la había traicionado! Al descubrir la magnitud de la historia que le contó, las ansias de poder se desataron en su mente perversa, que no se reveló en todo su potencial hasta el momento en el que sus dedos surcaron el teclado para unirse a Los Visionarios y ser parte de la herencia de la futura raza que poblaría la Tierra.

Ingrid, tras despertar de su duelo de fuego en Chichén Itzá, encontrándose sola en la casa, recibió el mensaje cifrado que Heraldo le transmitió a una cuenta de correo que solo utilizaban ella e Inés cuando eran parte de la familia Noguera. Así, durante la hora de espera hasta que llegó el grupo de asalto con las malas noticias sobre el intento de rescate de sus compañeros de la prisión, se fraguó el plan que culminaría con la destrucción de la humanidad y el resurgir de una etnia liderada por ella.

A pesar de estar mermados en grupo, consiguieron controlar secretamente uno de los refugios, el más importante para ellos, el que contenía el laboratorio para crear la nueva raza de humanos. Su estrategia fue tan sutil que ninguna de las fuerzas armadas que cada día comprobaban el recinto mediante las cámaras instaladas en ellos se percató de que los guardias estaban bajo los efectos de una droga que les obligaba a acatar las órdenes de Los Visionarios. Y así llenaron el interior con mercenarios dispuestos a ser los donantes genéticos de la nueva raza.

Heraldo resultó un pozo insondable de recursos. No tardó ni un día en reunir un grupo de hombres y mujeres fuertes que serían el receptáculo perfecto de la nueva genética.

Solo les quedaba un cabo suelto, un fracaso que los salpicó con rabia e indignación. Al enviar una tropa de fieles seguidores de Heraldo a asaltar el Bass para secuestrar al doctor Orsson y deshacerse de los malditos Noguera, los estaban esperando. Sus hombres cayeron en una trampa, pero ellos no estaban dispuestos a desistir en su empeño, así que trazaron un nuevo plan de ataque.

Lo que a Inés le costó entender fue por qué la bala no la mató. En el almacén, justo antes de agarrarla por los brazos e inocularle el nanovirus de Ingrid, modificado para acelerar el proceso, Domingo le aclaró esa duda. Con una voz cargada de odio le explicó su plan magnífico. Deseaba verla sufrir, morir como un perro mientras gritaba de dolor y se desgañitaba pidiendo que acabaran con su vida. No podía consentir que la asesina de su mujer pereciera rápidamente.

Antes de caer en la inconsciencia, Inés escuchó cómo se dividían el trabajo. Una facción de los hombres que sobrevivió al asalto a la prisión iba a dedicar todos sus esfuerzos a apresar al científico y al hijo de Ingrid. De los Noguera ya se encargaría Apophis. El resto de efectivos asegurarían la presencia de Ingrid en la cueva.

Inés miró una vez más por la ventana abierta al cielo azul. El sopor volvía a invadirla despacio, como si una nana la meciera entre sus brazos y no pudiera escapar al sueño que apresaba sus sentidos. El último recuerdo que logró retener fue la sentencia a muerte que le dedicó Domingo antes de arrastrarla por el suelo del almacén:

—Te voy a llevar conmigo al refugio para verte morir como un animal. —De su boca salía una cantidad anómala de saliva y una vena le latía furiosa bajo el ojo derecho.

El secreto de los cristales
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