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23 de diciembre de 2035

Londres

El taxi ronroneaba en medio de la copiosa nevada que caía sobre Londres. Avanzaba despacio, sorteando los montoncitos de nieve que se acumulaban en la calzada. El taxista se resistió al principio a llevar a aquel hombre de apariencia amenazadora desde la estación de tren hasta la orilla del Támesis, al embarcadero Victoria, pero cuando extrajo un fajo de billetes como compensación, el taxista aceptó la carrera.

No era fácil recorrer las calles anegadas en copos de nieve cada vez más persistentes. No había gente por las aceras, los niños habían desaparecido del exterior para admirar el milagro de la tempestad a través de las ventanas de sus casas.

Isaac recordó un instante su infancia en Alaska, pero pronto se sacudió la nostalgia. Debía concentrarse en la misión actual y dejar los sentimentalismos a un lado. Su padre estaba muerto y enterrado, y las navidades blancas quedaban relegadas a un pasado lejano al que nunca regresaría. En el momento en que Ingrid estableció la conexión de los viajes de Ángela con los obeliscos, Isaac voló a Londres con la corazonada de que sería el destino elegido por la astrofísica antes de abandonar Europa.

El embarcadero Victoria estaba prácticamente vacío. La nieve se ocupó de convencer a los pocos transeúntes que quedaban en la calle para que se refugiaran.

Isaac pagó la carrera y se apeó. El reloj marcaba las 16:00. Se abrigaba con unas botas de piel de búfalo y un abrigo forrado de borrego. Las manos se calentaban gracias a los guantes de gacela que había comprado en su última visita a la cabaña de Alaska, en la tienda de Edith.

Caminó hacia el obelisco que se erigía recto hacia el cielo borrascoso, como si con su porte erguido desafiara la tormenta que caía sobre la capital británica. Un coche solitario traqueteó sobre la calzada llena de baches, lanzando humo por el tubo de escape. Pasó a dos metros de distancia de Isaac. Él se giró un momento para seguir su trayectoria con la mirada antes de dar otro paso. «Es un valiente. Pocas personas se atreven a salir con semejante tiempo» pensó.

Otro coche apareció por la esquina en dirección al obelisco. Un sexto sentido lo obligó a retroceder deprisa hasta encontrar un lugar apartado donde pasar desapercibido. Era un jeep alquilado que se acercó temerariamente al monolito. Isaac observó desde la distancia a Inés descender del vehículo, cerrar la puerta y montar un dispositivo extraño en el suelo. Se abrigaba con una parka de nylon marrón larga hasta los pies calzados con unas botas de cuero. Las manos estaban encerradas en los guantes del nuevo material térmico que revolucionó la industria unos años atrás y que permitía protegerse de las bajas temperaturas sin perder la sensibilidad en los dedos.

Isaac se quedó quieto en el escondite mientras Inés escaneaba con su aparato el interior del obelisco. Por su expresión, Isaac supo de inmediato que Ángela había escapado con los cristales.

El secreto de los cristales
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