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9 de marzo de 2036

Barcelona

Una inhalación profunda llenó los pulmones de Ángela y le devolvió la consciencia del presente. Las últimas imágenes de la Gran Pirámide aún flotaban en la atmósfera negruzca que envolvía la habitación donde descansaba.

Se apoyó en los codos para enderezarse. Notaba la lengua pastosa dentro de la boca, como si llevara días sin hidratarse, sus tripas se encogían de hambre y el dolor de cabeza la golpeó. Tardó unos minutos en acostumbrar las retinas a la oscuridad que imperaba en la habitación. Las persianas estaban bajadas y la luz apagada.

Tras erguirse, se levantó tambaleándose, con un martilleo constante en las sienes que la obligó a volver a sentarse al borde de la cama. Estaba mareada, los oídos le zumbaban y la falta de alimento y agua la atizaba.

—¿George? —gritó mientras se arrastraba cerca de la mesita de noche y la palpaba en busca del interruptor—. ¿Estás ahí?

El silencio le contestó.

—¿George? —insistió con voz angustiada.

No lograba encontrar el interruptor, su mano se movía temblorosa por la pared que colindaba con el dosel de la cama del hotel Vela de Barcelona, mientras varios gemidos ahogados se le escapaban.

—¿George?

La ausencia de respuesta seguía impacientándola. Sintió unos espasmos gástricos que la obligaron a enojerse en posición fetal. La bilis escaló posiciones hasta llenar con su regusto amargo la boca. Respiró profundamente, primero con lentitud, colmando los pulmones con una bocanada de aire; luego con un poco más de brío, hasta que su respiración se acompasó con un ritmo cardíaco más estable.

Volvió a enderezarse despacio, como si funcionara a cámara lenta, hasta que se quedó de rodillas dirigida hacia el dosel. Controlando los nervios que luchaban por apresarla, palpó cada milímetro de la pared hasta que logró accionar el interruptor de la luz.

La escena la sacudió. Sus ojos se agrandaron al barrer la habitación, sin dejar espacio a una explicación racional. A pesar del mareo que le nublaba los sentidos, se apoyó en la pared y se levantó, sin dejar de preguntarse qué había pasado. Las piernas apenas la sostenían, varios espasmos la recorrían al ritmo de las lágrimas que brotaron como si sus ojos se hubieran convertido en un manantial.

—¡George! —musitó.

Él estaba tendido boca arriba en mitad de la habitación, con los ojos cerrados y una posición rígida agarrotando sus músculos. Ángela se arrodilló soltando la protección que le ofrecía la pared. La debilidad de su cuerpo la obligó a gatear hasta el cuerpo de George, con un nudo en la garganta atenazándola, sin saber si estaba vivo o muerto.

Los signos de una pelea se atisbaban en los muebles y los objetos tirados por el suelo de cualquier manera. La camisa de George estaba arrugada por encima de su cintura, dejando al descubierto un par de arañazos con sangre seca; los pantalones de algodón gris aparecían desgarrados por varios sitios donde las manchas rojizas evidenciaban la existencia de cortes y magulladuras.

Ángela le colocó la oreja sobre el pecho sin dejar de temblar. La piel estaba fría al tacto y empezaba a palidecer. Cerró los ojos y se limitó a buscar un latido que no oía.

—No puedes morirte ahora —gimió mientras se daba cuenta de que auscultaba el lado contrario al corazón.

Cuando el primer latido atravesó sus tímpanos para demostrar que George vivía, Ángela sintió una descarga de emoción recorrer su cuerpo.

—¡Estás vivo! —Lo abrazó una y otra vez derramando su alegría por los ojos.

Durante cerca de media hora intentó despertarlo, pero él parecía sumido en un coma profundo y no daba señales de querer recuperar la consciencia. Al fin, derrotada, hambrienta, sedienta y al límite de sus fuerzas, se estiró a su lado hecha un ovillo y dejó que la desesperación la embargara lentamente.

—Ángela —musitó George de repente.

Ella levantó la mirada. Los párpados de George se movían despacio, mostrando su regreso a la vida.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Ángela.

—Dolly —contestó George en un golpe de voz—. Se ha hecho fuerte y vino a por mí.

Los dos estaban tan débiles que no lograron más que arrastrarse a la cama y trepar hasta quedar estirados en el colchón.

—¡Tu hermana ha estado aquí! —Ángela se exasperó—. ¿Ha conseguido los cristales?

George respiró profundamente un par de veces antes de negar con la cabeza.

—Se ha convertido en la cabeza dominante de Apophis. —Cerró los ojos—. Necesitamos algo de comida, vendas y medicamentos. ¿Llamas al servicio de habitaciones?

Ángela apretó el botón del intercomunicador que substituía el teléfono de antaño y encargó lo necesario. La muchacha que la atendió le explicó que no se había atrevido a entrar en la habitación en los últimos tres días al ver el letrero de «no molesten» iluminado en el tablero.

—¡Las cuatro de la tarde del nueve de marzo! —exclamó George—. He estado tres días inconsciente. ¡Es increíble!

—En dos días debemos llegar a El Cairo. —Explicó Ángela sin dar más explicaciones—. El próximo destino es la Gran Pirámide de Giza.

En ese momento alguien llamó a la puerta antes de girar su llave en la cerradura.

—Buenas tardes. —Una camarera uniformada arrastró un carrito repleto de comida hasta ellos sin esconder la sorpresa al encontrarse con el cuarto patas arriba—. Aquí tienen su pedido y los útiles médicos. ¿Quieren que les mande a una limpiadora?

—Le estaríamos muy agradecidos —aceptó George.

Se levantaron lo máximo que les permitía su estado y dieron buena cuenta de la comida. El hambre se hizo patente en el silencio que reinó entre ambos.

—¡Así que nos vamos a Egipto! ¡Y nada menos que con esta pinta! —bromeó George mientras Ángela le curaba las heridas—. ¡Vamos apañados!

—¿Vas a contarme lo de tu hermana? —soltó ella, enfadada—. Creía que te estabas muerto. Cuando te he visto allí en el suelo,...

—Lo siento. —George la abrazó—. Solo intentaba relajar un poco la tensión. —Se apoyó en el dosel y la miró—. Lo cierto es que no sé si quiero recordar lo que pasó.

Ángela adoptó la misma posición de George.

—Necesito que me lo cuentes. —Lo alentó con un apretón de mano.

—Estaba estirado en esta misma cama, mirando la tele, cuando apareció la serpiente bicéfala en la habitación. —Suspiró—. Era de noche, por eso las persianas estaban bajadas y la luz apagada. —Calló un instante, como si le costara un gran esfuerzo hablar sobre ello.

—¿La serpiente tenía dos cabezas?

George asintió.

—Una era yo y la otra mi hermana Dolly, o Ingrid, ¡todavía no sé cómo llamarla! Ella era la que dominaba la situación. —Desvió la mirada hacia el infinito—. Sus ojos brillaban poseídos por la maldad mientras se arrastraba hacia mí. «Debes morir», me susurraba con una voz silbante, acercándose a las patas de la cama y reptando hasta mis pies. Me levanté de golpe para repeler su ataque y luché contra ella. Tenía miedo de que te hiciera daño a ti, así que me aparté lo máximo posible de la cama, tirándole todo lo que encontraba. Ella no dejaba de reírse, con unas risotadas frías e irónicas, mientras culebreaba por el suelo acercándose a mí. Me empezó a doler la cabeza, sus palabras resonaban en ella con un timbre constante, preguntándome sobre nuestro paradero, los lugares donde se escondían los puntos de energía y dónde teníamos los cristales. Durante unos segundos estuve inmóvil a su merced. No podía moverme, la veía acercarse a mi oreja, acariciarla con su lengua, pero mis músculos no me obedecían y no podía escapar.

George se cubrió los ojos con las manos.

—No sé de dónde saqué la fuerza para imponerme. Luché contra la parálisis que me invadía y obligué a mis piernas a moverse. Conseguí caminar bamboleándome de un lado a otro de la habitación, dándome golpes contra todos los muebles y derribándolos. La serpiente me seguía a corta distancia, quería llegar a mi oreja. A medida que lograba una mayor agilidad, un calor abrasador me calentaba la sangre, como si tuviera una fogata en el interior. —Se destapó los ojos y los fijó en Ángela—. ¡Te juro que fue increíble! Yo no sabía qué me estaba pasando. Mi hermana me perseguía con ahínco, la escuchaba lanzar una amenaza tras otra con su voz silbante y gélida. Y en mi interior se producía una combustión extraña. Empecé a formar una bola de fuego entre mis manos sin saber cómo. No me quemaba la piel, pero estaba allí. Dolly gritó: «¿Qué haces?». Distinguí una mueca de terror en su cara mientras ralentizaba su movimiento. Era como si el fuego que hervía dentro de mí la detuviera. —Cerró los ojos y los volvió a abrir. Una lágrima resbaló por su mejilla—. Cuando le lancé la bola de fuego escuché sus gritos de dolor y me desmayé.

Calló.

—No tenías más remedio que hacerlo. —Ángela intentó consolarlo, pero la desesperación de George era difícil de contener—. Si no te llegas a defender, estarías muerto.

—Soy fuego, un elemento maldito. ¿Cómo pude hacerle daño? Si hubieras escuchado sus gemidos... Se me rompió el corazón en mil pedazos.

Ángela lo amparó entre sus brazos protectores.

—El fuego no es un elemento maldito. —Le acarició el pelo—. Gracias a él nos calentamos y tenemos comida cocida y caliente. Si analizas su naturaleza, te darás cuenta de que fue el descubrimiento más importante de la prehistoria. ¿Nos hubiéramos convertido en lo que somos sin él? No puedes castigarte por ser fuego. Es Ingrid, o Dolly, como quieras llamarla, la que está utilizando su elemento de manera equivocada. ¿No lo ves? En el momento de unir los cuatro elementos lograremos restablecer el equilibrio natural de las cosas.

George deshizo el abrazo y la miró con horror.

—¡Le disparé una bola de fuego! —exclamó, agitando las manos en gesto de irritación—. Fue un acto consciente, yo quería deshacerme de ella.

George se levantó de la cama. Las heridas que tenía eran superficiales y los efectos de sus días de inconsciencia se mitigaron al alimentarse e hidratarse debidamente. Con un par de analgésicos anulando la jaqueca volvía a sentirse fuerte y vigoroso. Caminó hacia la ventana que reflejaba los rayos del sol a través de unas cortinas floreadas.

—Deberíamos pensar en irnos a Egipto —le dijo Ángela, ignorando las connotaciones de lo sucedido.

El secreto de los cristales
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