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3 de marzo de 2036

Arizona

No podía precisar el tiempo transcurrido desde que presenció el asesinato de su madre en medio de las tinieblas de sus pesadillas. Fue como si se desplazara en el espacio con la consciencia y contemplara la bala surcando el aire, entrando por el cráneo de Rocío y estallando en mil pedazos. El cuerpo de su madre cayó al suelo como si se moviera a cámara lenta. De la sien brotaba un hilo de sangre que manchaba la baldosa gris de algún lugar indeterminado. Tenía los ojos abiertos, la boca semicerrada y una expresión de incredulidad asida a sus facciones sin vida.

A partir de ese momento, Ingrid se sitio más viva, como si la fogata que ardía en su interior pudiera desterrar todos los miedos y angustias de los últimos tiempos. Entre sedantes, fuego y noches eternas, ella repasaba las dos vidas que vivió, los engaños, las muertes, los celos. Era como si su cerebro repitiera su historia una y otra vez, separando sus dos yos para crear uno nuevo.

Los párpados eran dos pesadas losas que se le cerraban a pesar de desear mantenerlos abiertos. Era como si se hubieran solidificado sobre sus ojos sedientos de despertar a la realidad y no pudiera deshacer el cemento por mucho empeño que pusiera.

Ingrid llevaba demasiados días y demasiadas noches inmersa en pesadillas. La lucha constante por mantener la consciencia se diluía entre los medicamentos que le administraban. Si en los pocos instantes que el efecto de los sedantes se aplacaba lograba concentrarse era capaz de ordenar sus pensamientos y notar el fuego que la apresaba.

En ese momento estaba consciente. El fuego se dispersaba por su organismo a una velocidad vertiginosa; calentaba su sangre y se precipitaba directamente al corazón. Los deseos de despertar fueron más fuertes, sus ansias de regresar a la vida se intensificaron y su cerebro inició una campaña activa contra los calmantes que la privaban de movimiento.

Poco a poco fluyó una energía carmesí de sus manos inertes. Logró mover un dedo, luego otro y, al final, el brazo entero. Guiada por las llamas que la revitalizaban, alargó la mano derecha por encima de su cuerpo estirado boca arriba en la cama y se arrancó el catéter con furia. La sangre dejó un reguero en las sábanas mientras Ingrid era consciente del dolor por primera vez en semanas.

Respiró hondo para desentumecer los pulmones ralentizados tras días de baja actividad y probó a abrir los ojos una vez más. Levantó las cejas hasta casi tocarse el inicio del cabello, que le caía sobre la frente, abrió la boca y estiró hacia abajo para obligar a los párpados a obedecer sus órdenes, pero fue inútil.

Se relajó, inspiró una gran bocanada de aire por la nariz y la soltó lentamente por la boca.

Lo intentó una vez más. Varias lucecitas blancas titilaron frente a sus ojos soñolientos cuando al fin logró su propósito. Sentía la fiereza del fuego hirviendo en sus venas, como si las llenara con un flujo de llamas.

Se levantó tambaleándose y se acercó a la ventana que pendía sobre la mesilla de noche. Era lo suficientemente grande como para permitirle salir por ella y, según pudo comprobar, estaba en un primer piso. A pesar del entumecimiento de sus articulaciones, que la condenaban a movimientos torpes y lentos, Ingrid se encaramó a la mesilla para comprobar la resistencia de los barrotes que la obligaban a buscar otra vía de escape.

Cuando sus manos agarraron la reja metálica, sintió cómo el fuego interno se condensaba en dos pequeñas bolas ardientes que centelleaban entre sus dedos y calentaron las barras hasta derretirlas por completo.

Ingrid luchó contra el sopor que la apresaba. Se arrastró hasta la ventana, saltó al exterior y cayó al suelo. Sabía que si se desprendía de todo el fuego se quedaría inconsciente, así que obligó a su cuerpo a fabricar más llamas. Reptó medio impedida por una explanada de cemento que se alargaba hacia el infinito. Era como si estuviera en medio de la nada.

Hasta donde alcanzaba su vista, todo era una llanura sin árboles ni naturaleza de la que sobresalía la isla de asfalto donde ella se encontraba.

Se pegó a la pared en un intento de no ser descubierta por posibles cámaras de seguridad que vigilaran el recinto vallado con rejas electrificadas.

Una lágrima se le escapó rebelde por uno de sus ojos humedecidos, con su cuerpo al límite de sus fuerzas, necesitaba encontrar una salida con urgencia. Barrió la soledad con la mirada furiosa, como si con la ira que la empezaba a dominar pudiera encontrar una solución a su desespero. Y, como si el destino la escuchara, el motor de un camión rugió desde las profundidades del recinto.

Distinguió el camino de salida de vehículos a cuatro metros a la derecha de su posición. Si se quedaba enganchada contra la pared y avanzaba con rapidez, llegaría a la primera garita de seguridad en unos minutos. Con un gruñido gutural, se impulsó y logró levantarse. Al principio se bamboleó al aguantarse erguida contra la pared, pero luego logró dar un paso, otro y otro más.

El camión frigorífico se detuvo frente a un guardia que inspeccionó con aparatos de última generación cada recoveco de su interior. Mientras el agente registraba al conductor del vehículo, Ingrid dobló la esquina que la separaba de la parte trasera del camión, abrió las portezuelas y se introdujo en él.

Hacía frío. Un frío glacial para su cuerpo apenas tapado con un camisón de algodón largo hasta los pies y con tirantes demasiado finos. Se abrazó con fuerza mientras luchaba contra la somnolencia que la mecía lentamente. Cuando sintió el calor que emanaba de sus manos ardientes, unió las dos bolas de fuego que emitían y las lanzó contra las placas que mantenían el frío.

Entonces se desmayó.

El secreto de los cristales
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