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9 de abril de 2036

BASS

Unas olas de inmenso tamaño amenazaban el casco del Bass, que las desafiaba con su porte erguido. Los últimos dos días el barco había estado navegando entre las turbulencias de un mar agitado por las sucesivas tormentas que arreciaban en todo el planeta. Los meteorólogos no acababan de encontrar una explicación coherente al revuelo atmosférico que se producía en todos los países ni entendían la procedencia de esos cataclismos.

Mick se levantó de la cama con un dolor agudo en la cabeza que se iniciaba en el cogote y reflectaba descargas hacia la frente y la columna vertebral. Las últimas visiones habían despertado su inquietud al descubrirle cuál sería su participación en los sucesos venideros.

El pijama de rayas azules y blancas se le enganchaba al cuerpo consumido por largas noches en vela; tenía los rizos revueltos y enmarañados sin gracia sobre la frente y su cara se contraía en un rictus de espanto y determinación. No se molestó en vestirse, la urgencia por compartir las imágenes del trance lo impulsó a salir rápidamente de la habitación y a avanzar por el pasillo arrastrando la pierna izquierda.

Se infundió valor para traspasar la puerta del laboratorio, repitiéndose que vencerían, como si fuera un mantra que lo ayudaba a dejar a un lado los recelos que le despertaba la situación.

Hans Orsson llevaba tres días encerrado en el laboratorio. Apenas se ausentaba unos minutos para asearse y comer algo. Un par de semanas atrás sintetizó la base del antídoto que en poco tiempo daría los resultados esperados. Hans trabajaba a contrarreloj para contrastar los posibles efectos secundarios del suero y analizar las interacciones en el cuerpo humano, y las horas del día se consumían entre pruebas, analíticas, dudas y esperanzas.

—Necesito que me escuches, Hans. —Mick caminó hacia él.

El doctor levantó los ojos del microscopio cuando escuchó la voz de Mick.

—Estoy a tu entera disposición. —Torció el gesto en su intento de perfilar una sonrisa. La barba de tres días denotaba la poca atención que se prestaba últimamente a sí mismo.

El chico titubeó unos segundos, como si le costara formular la petición.

—De aquí a cuatro días toda esta locura habrá terminado. —Se adelantó hasta alcanzar la silla contigua a la de Orsson—. Para bien o para mal, habrá terminado. —Se sentó con la mirada perdida en la mesa, dibujando círculos sobre la superficie de metal—. Van a atacarnos cuando tomemos tierra, y es importante que te dejes capturar.

La expresión del doctor cambió desde la afabilidad hasta adoptar un rictus airado.

—¿Quieres que los ayude a crear una nueva raza?

—He visto a mi tía Inés presa en uno de los refugios. —El chico encaró la mirada de Orsson con entereza—. Está infectada con una cepa del nanovirus más agresiva, una que la matará en un par de meses si no la rescatamos.

—¡Que se muera! ¡Es una arpía!

—Has encontrado el antídoto, —replicó Mick—. Uno que no te atreves a inyectarme, pero que es efectivo. —Suspiró—. Necesito que se lo inocules a Inés.

El doctor se levantó agitando las manos en un gesto de exasperación.

—¿Por qué vamos a salvar a una traidora? —Caminó rabioso, sin dejar de gesticular con los brazos—. El antídoto no está listo, necesito hacer pruebas, contrastar sus contraindicaciones, asegurarme de que funciona.

El chico apartó los recelos que le despertaba su petición y se levantó para interceptar los pasos del doctor.

—Hans —le dijo—. Ha llegado la hora de que me inyectes ese antídoto. —Orsson negó con la cabeza en un movimiento contundente—. Está listo y no me va a causar ningún daño, te lo prometo.

—No. —El doctor volvió a sacudir la cabeza violentamente—. No lo haré.

—Debes suministrármelo. Y a Inés también.

Entonces Mick le confió sus últimas visiones, las que acababan con un final borroso, sumergido entre las tinieblas del libre albedrío. Le contó la historia completa de las dos ramas de la familia formadas por Eva y el odio que llevó a la rama de Ruth a cambiar el curso de la historia. Y, al final, le confesó los motivos por los que debía salvar a Inés.

Las dudas de Hans Orsson respecto al suero no se mitigaron cuando se decidió a llenar la jeringuilla con el líquido amarillento. El científico que llevaba dentro deseaba contrastar de manera fidedigna la estabilidad del antídoto, pero las palabras de Mick lo convencieron de la necesidad de actuar. Se acercó al chico, le pasó un algodón empapado en alcohol por la piel del antebrazo y le clavó la aguja.

Cuando el líquido penetró por sus venas, Mick sintió cómo se propagaba por las venas y regaba todos los sistemas de su cuerpo para agolparse en el cerebro.

El secreto de los cristales
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