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30 de noviembre de 2035
Estambul
Era una noche oscura, con varias nubes emborronando las estrellas y la luna. Un turco caminaba por la acera solitaria, sus pasos resonaron en el silencio como si fueran el latido acelerado del corazón de Ángela, quien lo observaba en silencio junto a Mick.
—Mamá —se impacientó el chico—. ¿Me vas a decir qué está pasando? —Le preguntó con los brazos en jarras—. ¡Ya no aguanto más que no me expliques nada! Es de noche, papá está durmiendo en el hotel y no entiendo a qué viene irnos a hurtadillas. —Soltó un sonoro bufido—. Nos dijiste que debíamos volar a Estambul para encontrar dos de los cristales y solo hemos recorrido la ciudad varias veces sin motivo aparente. ¿Dónde hemos de buscar? Piensa que tía Ingrid ya envió a un hombre armado al Gran Hospital. Gracias a la intervención de Ray ellos siguen pensando que estoy muriéndome, pero tarde o temprano descubrirán la verdad y empezarán a buscarnos.
Ángela dio tres pasos hasta situarse a la altura de su hijo. Sabía que no podía dilatar más en el tiempo la explicación, pero temía la reacción de Mick. Aspiró una gran cantidad de aire y lo soltó despacio mientras buscaba la manera de encarar el reto. Luego dirigió sus ojos hacia las pupilas encendidas de su hijo y, sin dejar de retorcer las manos, se sinceró.
—No podemos confiar en tu padre.
—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso te has vuelto loca? Papá es un buen hombre que te quiere con locura. —Gesticuló de forma exagerada con los brazos—. No voy a consentir que lo apartes de mí otra vez. ¿Me oyes mamá? Ya es suficientemente duro conocer la fecha de mi muerte como para que ahora me arrebates a mi padre. —Resopló indignado—. Durante toda mi infancia deseé saber quién era, pero me negaste ese conocimiento. Ahora lo he encontrado y no le voy a abandonar.
Madre e hijo retrocedieron hasta un banco del parque. Estaban frente a Santa Sofía, en una zona ajardinada que llevaba hasta la Mezquita Azul.
—Mick, sé que esto no resulta sencillo de entender, pero tu padre pertenece al otro bando. —Desvió la mirada para no encontrarse con los ojos humedecidos del chico—. No es algo consciente ni que él desee, tan solo es una realidad que supera su decisión de permanecer a nuestro lado.
—¡Él nos quiere!
—Eso no basta. —Ángela suspiró—. El otro día, en el avión, sucedió algo muy extraño. Estaba dormida, pero sentí como si alguien me despertara de repente. Tu padre estaba de cara a la ventanilla, con los ojos en blanco. Estaba pálido y sudoroso, con las manos enganchadas al cristal, y susurraba los salmos, los mismos que mi padre en el pasado. Le hablé para intentar despertarlo del trance, pero no me contestó. A tocarlo en el hombro sentí un chispazo, como si acabara de enchufarme a la corriente. —Se tapó la cara con las manos—. Pude penetrar en su mente y ver a través de sus ojos. Él estaba con su hermana y con su madre en medio del espacio, enviando energía maligna a alguien.
—Pudo ser un sueño.
—Lo siento, Mick, pero fue real. A esa misma hora tu prima Carla empezó a comportarse de forma extraña. Tus tíos aseguran que se pasó un día entero pidiendo que le sacaran una serpiente que tenía en la cabeza.
—¡Es absurdo! —Mick negó tres veces seguidas—. Papá no puede tener nada que ver con eso.
—No podemos arriesgarnos, o tu sacrificio será en vano.
Se quedaron un buen rato en silencio, desafiando a las manecillas del reloj, que se acercaban a las doce de la noche. Al fin, Ángela se levantó obviando la lasitud que envolvía sus articulaciones y rodeó a su hijo con los brazos.
—Vamos, ha llegado la hora de recuperar esos cristales.
—¿Y qué haremos con papá?
Ángela empezó a caminar, negándose a responder la pregunta que Mick le formulaba una y otra vez. En realidad, no estaba preparada para contestar, porque eso equivaldría a abandonar a George o a traicionarlo o... ¡No quería ni pensar en las opciones!
Caminaron un buen rato hasta llegar al antiguo Hipódromo.
—Hatshepsut Meritra escondió dos de los cristales en este obelisco. —Ángela se paró frente al monolito que adornaba el centro de la plaza—. Ella sabía que este granito desafiaría el paso del tiempo sin inmutarse y que llegaría a nuestros días de una pieza. Incluso sabía que resultaría dañado en la base cuando el emperador romano Constancio II lo llevara a Alejandría el año 357d.C., junto al obelisco luterano, para conmemorar sus veinte años en el trono.
Ángela acarició el pedestal del obelisco. Se acercaba el momento de emplear sus poderes, aquellos de los que renegaba de pequeña y que se prometió no volver a usar jamás.
—Nuestra antepasada utilizó un extraño ritual para introducir los cristales en la piedra sin dejar marcas. —Se apartó cuatro pasos hacia atrás y empezó a buscar los cofres de los rubíes en una pequeña mochila que llevaba a la espalda—. Necesito recurrir a mis poderes para domar la naturaleza si he de recuperarlos.
Se quedó quieta con las gemas en las manos y la mirada fija en la columna.
—¡Empieza de una vez! —Mick la exhortó a iniciar el ritual.
Ángela entró en una especie de catarsis. Sentía cómo sus pensamientos se alejaban, los veía pasar ante sus ojos en blanco como si fueran una película proyectada en una gran pantalla que la envolvía. Sostenía los cofres abiertos frete a su pecho, con los rubíes centelleando en su interior.
—¡Mamá! ¿Qué te ocurre?
Mick la miraba consternado, sin entender muy bien su cometido, pero cuando su madre inició la retahíla de salmos, supo cómo actuar. Se acercó a los rubíes que empezaban a emanar un flujo rojizo y los colocó alrededor de su madre formando un rombo. Ángela levantó entonces los brazos hacia el cielo, mientras Mick salía del rombo que unía a los cristales mediante un rayo lineal.
El tiempo se detuvo. Ángela sintió cómo su mente vacía se llenaba de energía a través de la proyección de varios rombos que se dibujaban uno dentro de otro hasta formar una cadena que se alargaba hasta el infinito. Su boca no dejaba de silbar en aquel idioma extraño, formado por palabras bisílabas.
Todo el poder de domar la naturaleza eclosionó en su interior. Los años transcurridos desde su infancia se fusionaron con el ahora y empezó a reunir la fuerza para iniciar un huracán, romper las placas tectónicas o enardecer el mar. Se vio a ella misma de pequeña, en cada una de las situaciones que su padre la obligó a vivir, y llenó la cadena de rombos con una energía tan poderosa que se escapó de ella y perforó el obelisco sin proferirle hendidura alguna. Fue como si la piedra se volviera de arena fina. Y los dos rubíes salieron entre los granos diminutos mientras el granito se condensaba de nuevo.
Cuando el tiempo retomó su curso, Ángela cayó al suelo como si fuera un peso muerto. Los cristales que acababa de rescatar del monolito estaban enterrados entre sus manos cruzadas sobre el pecho.
—¡Mamá! —gritó Mick antes de notar cómo el nanovirus le atacaba y lo desplomaba fulminado en el suelo.