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28 de enero de 2036

Colombia

Las últimas noticias sobre sus hombres no eran demasiado halagüeñas. El intento de recuperar los refugios controlados por Ingrid se quedó en eso, en un mero intento fallido que se cobró la vida de tres valiosos subordinados.

Rocío caminaba de un lado a otro de su habitación, con una creciente ira. ¡Maldecía su mala suerte! Últimamente todos sus planes se truncaban y los acontecimientos le eran altamente desfavorables: Ingrid quería matarla, George se acostaba con Ángela, su peor enemiga, Mick resultó ser su nieto y cada vez más adeptos a la causa se adherían a la escisión capitaneada por su hija.

Arrojó al suelo uno de los jarrones de porcelana que decoraba la cómoda donde cada noche se cepillaba el pelo antes de acostarse. El búcaro se rompió en mil pedazos que se distribuyeron por el suelo, pero los ojos de Rocío no disminuyeron ni un ápice su fiereza.

Necesitaba recuperar el control de la situación, encontrar a Ángela, a George y a Ingrid, reunir los cristales y activar los puntos de energía antes del 13 de abril. Era su destino, estaba escrito en alguna parte, lo sabía.

Dos días atrás Inés había localizado a Ángela y a George en Calella en una de las visitas rutinarias que sus hombres realizaban cada semana a la casa. Vieron a la pareja caminando tranquilamente por el paseo, abrazados. George ocultaba sus rasgos bajo un disfraz, pero reconocieron con facilidad a Ángela. Rocío ordenó mantenerlos vigilados, atesoraba la esperanza de cazar a todos los Noguera. Rocío contrajo los músculos de la cara al recordar lo sucedido después...

Asignó el seguimiento a Randolph, un croata muy preparado para la misión. Esa misma tarde la pareja salió de la casa cargada con maletas, subió al coche y enfiló rumbo a la autopista. Durante cerca de media hora el croata siguió al coche de Ángela y George por la autovía de la costa en dirección a Barcelona, hasta que se detuvieron a comer algo en una estación de servicio. Ambos estaban disfrazados para no despertar el interés de los clientes si reconocían al cantante. Ángela llevaba una peluca rubia, unas gafas de titanio granates y unas lentillas que escondían sus pupilas azules bajo unas nuevas de color marrón. George se había calzado un bigote postizo muy tupido, un traje que le hacía parecer más corpulento y una peluca de rizos morenos que se alargaban hasta los hombros.

Randolph observó desde el exterior cómo la pareja se sentaba en una mesa cercana al cristal que colindaba con la calle y le encargaba la comida a una camarera. Grabó la escena con una microcámara que llevaba instalada en las gafas de sol para que Rocío e Inés pudieran seguir los acontecimientos desde Colombia.

Media hora después, George pagó la cuenta. Regresaron los dos al coche caminando despacio, sonriendo, abrazándose acaramelados. Abrieron cada uno su puerta y, antes de introducirse en el vehículo, centraron su mirada en Randolph, como si supieran que estaba ahí. Fue exactamente en ese instante cuando Inés captó en las imágenes el cambio. ¡Los disfraces eran los mismos, pero las personas que los llevaban eran otras! Inés acercó la imagen de las caras para acabar de cerciorarse de que no eran Ángela y George. Su instinto no la engañaba, sus presas acababan de escapar.

A pesar de la orden de detener a la pareja de dobles para sonsacarles información, Randolph no logró llegar al coche. Un hombre armado lo colocó una pistola en la sien, le sacó las gafas, le desconectó el micro y las dejó sin imágenes. Era como si supieran de antemano sus intenciones, antes incluso que ellos mismos.

Los trocitos de porcelana se extendían por el suelo destellando los rayos de sol que se colaban por la ventana abierta de par en par. Rocío maldijo para sus adentros cuando se clavó una pieza en el pie. Un hilo de sangre brotó de la herida y manchó el suelo.

—¿Tía? —Escuchó dos golpecitos en la puerta, acompañados por la voz de su sobrina—. Necesito hablar contigo.

Rocío se acercó en dos zancadas, descorrió el cerrojo y abrió la puerta para permitirle la entrada a Inés.

—Hemos interceptado un mensaje de la red de tu hija —dijo Inés sin levantar los ojos del suelo.

Un bufido de exasperación se escapó de la boca de Rocío.

—¿Me lo cuentas de una vez? —la increpó con voz despótica.

Los puños de Inés se cerraron de manera imperceptible como muestra de su resentimiento. El comportamiento de su tía los últimos tiempos la enardecía en su contra. No podía aguantar que la tratara de esa manera, como si fuera una mota de polvo insignificante a la que humillar.

—Emily, o Ingrid, como prefieras llamarla, ordena a sus seguidores que no vayan a los refugios —dijo Inés con un tono neutro para esconder sus verdaderos sentimientos—. ¡Es muy extraño! Argumenta que estaba equivocada desde el principio, que todas nuestras ideas sobre un nuevo orden tras la llegada de Apophis no son más que un error de cálculo y que el asteroide no describe una órbita tan cercana como para impactar contra la Tierra.

Rocío levantó las manos y las agitó con fuerza sobre la cabeza.

—¿Acaso se ha vuelto loca? —Negó con la cabeza para enfatizar su enfado—. ¿Se ha aliado con su marido? ¿Es eso posible?

El arrebato de cólera de Rocío fue como la explosión de un volcán. A medida que soltaba improperios por la boca, derrumbaba en el suelo todo aquello que encontraba en su camino, como si esos actos pudieran devolverle la sensatez a su hija.

—Lo más probable es que se haya aliado con los Noguera —apuntó Inés que, no se movió ni un ápice del sitio—. Ha ordenado a los custodios de los refugios que no cejen en el empeño de protegerlos y ha enviado más efectivos.

Los ojos de Rocío parecían a punto de salirse de sus órbitas. Empezó a parpadear de manera compulsiva con el ojo derecho, como si el músculo se hubiera tornado espasmódico. La vena del cuello se le inflamó tanto que parecía a punto de explotar. El corazón bombeó el triple de sangre y los pulmones le aceleraron la respiración.

Sintió el acceso de calor de inmediato, como si su cuerpo acabara de entrar en combustión. Levantó las manos en dirección a los cofres que descansaban en su mesita de noche.

—Coloca las piedras a mi alrededor formando un rombo —le ordenó a su sobrina entre jadeos—. ¡Rápido!

Una retahíla de salmos llenó la habitación. Los labios de Rocío no dejaban de pronunciar palabras bisílabas, sus brazos ascendieron sobre su cabeza. Visualizó una serpiente que se enroscaba formando un círculo entre las manos alzadas mientras el flujo de energía rojiza se iba formando entre los dedos.

Los brazos bajaron lentamente hacia las cortinas que se movían vaporosas a ambos lados de la ventana, con el flujo carmesí creando una bola entre sus dedos. Lo lanzó de improviso contra la tela que prendió al instante, dejando escapar las llamas que la quemaban por dentro.

—¡Soy fuego! —dijo, y luego se desmayó.

El secreto de los cristales
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