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23 de diciembre de 2035

Londres

George era incapaz de pronunciar ni una sola palabra. Siguió las instrucciones de su hijo sin pestañear, absorto en las evocaciones de lo sucedido. Recordaba la serpiente entrando en su consciencia y obligándolo a dar rostro a una de las cabezas, el eco lejano de los salmos de Mick, el rayo lineal que unía a los cristales, la energía de Ángela mientras rescataba los rubíes enterrados en las entrañas del monolito. Y él en medio del rombo, sintiendo como si una descarga eléctrica sacudiera sus cimientos y lo partiera en dos.

—¡Papá! —lo increpó Mick—. ¡Ayúdame a llevar a mamá al coche!

El cantante actuó de manera mecánica, como si su consciencia todavía no le perteneciera por entero. Se agachó, recogió a Ángela del suelo y la llevó en brazos hasta el asiento trasero.

—¡Ahora vámonos! —le exhortó el chico aposentándose en el asiento del copiloto— ¡Salgamos de aquí lo antes posible!

El coche enfiló por una calle desconocida acompañado por el aullido del viento. La calefacción a toda potencia los reconfortó, aunque el frío se les quedó asido a los huesos durante unos largos minutos. Ángela estaba inconsciente en la parte de atrás, estirada, con la respiración reducida al mínimo y una expresión sombría en su cara pálida.

Se alejaron traqueteando entre la nieve del obelisco que había servido de receptáculo a dos cristales durante miles de años sin perder su porte soberbio. Los rubíes descansaban en el bolso de Ángela, envueltos en un paño de seda roja.

Mick se fijó en un hombre alto, moreno, con una cabellera rizada que se recortaba a ambos lados de la cara tostada por el sol hasta fundirse con el abrigo de borrego. Caminaba hacia el monolito con la mirada fija en el lugar. El chico se permitió una media sonrisa al perderlo de vista, ese hombre era el de su visión, estaba seguro, ¡suerte que había llegado a tiempo para cambiarla!

En las imágenes que recibiera la noche en la que Apophis intentó entrar en él descubrió la pérfida mirada de ese hombre al acercarse a su madre. Ángela estaba poseída por la serpiente y salmodiaba para utilizar sus poderes y recuperar los cristales del obelisco. El hombre moreno era el encargado de recibir los rubíes y llevarse a Ángela...

Estaba terriblemente cansado por el esfuerzo, pero sabía que acababa de salvarle la vida a su madre y de ayudar a su padre. Suspiró larga y profundamente antes de tragarse uno de los comprimidos que guardaba en el bolsillo del vaquero. Eran parte del alijo de medicamentos que se llevara del laboratorio de sus tíos al marcharse de la isla.

Desplazó la mirada desde la ventanilla hasta su padre, que conducía en silencio en dirección a Folkestone para recorrer el Eurotúnel. No reprimió una mueca de inseguridad al enfrentarse con la visión del hombre al que ahora no sabía si temer o admirar. En su visión George era la cabeza visible de Apophis.

El secreto de los cristales
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