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14 de enero de 2036
Montenegro
Rocío no era capaz de concentrarse en las explicaciones de su sobrina acerca de los análisis a los que sometieron al granito de los obeliscos. Era como si en su cabeza escuchara una alarma insistente que no cejaba en el empeño de aguijonearle los pensamientos. Todos los músculos, las articulaciones y los tendones de su cuerpo se contrajeron, como si estuvieran en tensión; la mandíbula se le agarrotó y los dientes empezaron a rechinarle mientras ella retorcía las manos de manera compulsiva y se mordía el labio inferior con saña.
—Tía, ¿estás bien? —repitió Inés por tercera vez.
No respondió. Su oído acababa de captar algo, unos murmullos preocupantes al otro lado de la calle. Fue como si Rocío experimentara una amplificación del sentido auditivo y percibiera con absoluta claridad los pasos del comando que cercaba la casa.
—¡Nos atacan! —Se levantó de un salto y corrió a grandes zancadas hasta el lavabo de la primera planta. Cerró la puerta tras de sí, ignorando las preguntas con las que la torpedeaba su sobrina.
Seguía escuchando los movimientos de su enemigo. Se acercaban. En pocos minutos rodearían la casa para entrar por sorpresa al interior.
Pero ella no lo permitiría.
—¡Emily! —inquirió con autoridad a través de la puerta—. Ordena una evacuación inmediata de la finca. Yo voy a ocuparme de los intrusos.
Inés, o Emily, se quedó petrificada ante la puerta cerrada unos segundos, sin atreverse a decir nada. Demasiados interrogantes la acosaban. La voz de su tía se moduló en un tono demasiado tajante como para oponerse, así que se tragó todos los peros y se dirigió a la sala de mandos para acatar las órdenes.
En el interior del lavabo, Rocío se agarró a la pila con las dos manos después de colocar sus cuatro cristales formando un rombo en el suelo. El espejo le devolvía su imagen tensa. Respiró profundamente dos veces antes de concentrarse en un punto fijo. Sus pupilas empezaron a teñirse de rojo intenso. De ellas emanó una potente energía carmesí que borraba los rasgos humanos del espejo hasta transformarlos en la cabeza de una serpiente. La lengua se movía sinuosa dentro de una gran boca que salmodiaba sin detenerse.
La serpiente reptó hacia el interior del espejo, convirtiéndose en un animal largo y viscoso que cada vez se alejaba más y más, como si el cristal se hubiera transformado en una superficie de tres dimensiones que enlazara con un punto lejano. Los pensamientos se Rocío se centraron en los cuatro intrusos que avanzaban posiciones en el exterior.
Poco a poco, la serpiente se convirtió en un animal diminuto en la lejanía, donde varios puntos parpadeantes delineaban la escena. Primero se dibujó la casa. Era una figura etérea en medio de la nada, como si flotara al otro lado del espejo. Después, los puntos luminosos, de un rojo intenso, empezaron a dar vueltas alrededor de cuatro siluetas que se formaron en unos lugares concretos de la casa, avanzando hacia su objetivo.
El dibujo era como una proyección en tres dimensiones enclavada en medio de la nada. Parecía que se pudiera introducir la mano en él. Rocío llevó a la serpiente hasta Isaac. El animal emitía unos destellos carmesí a través de sus ojos envueltos en llamas.
Cuando llegó a la altura de su presa, la víbora se enroscó alrededor del cuerpo de Isaac, estrujándolo, ahogándolo. Con la lengua acarició el pelo suelto antes de introducirse por su oreja y ocupar sus pensamientos.