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20 de noviembre de 2035
Barcelona
Una bocanada de aire fresco inundó los pulmones de Ángela. Se incorporó en un espasmo y abrió los ojos a la realidad con la mirada turbia. La garganta le dolía mientras el tubo que la había ayudado a respirar durante los últimos trece días se retiraba de la tráquea. Cuando quedó libre, empezó a jadear, con unos jadeos roncos que apenas conseguían emitir las palabras que se atragantaban en su cerebro confuso.
Era noche cerrada. Se dio cuenta por la oscuridad de la ventana sin persianas que se abría al universo nocturno frente a la cama. ¿Dónde estaba? La mirada se le aclaró despacio, como si una ráfaga de viento disipara la bruma que la emborronaba. Las pupilas se adaptaron a la oscuridad rota por un gajo de luz que se colaba por la puerta entreabierta. Estaba en una habitación de hospital, una habitación blanca y solitaria.
Las imágenes de las últimas visiones se condensaron en su mente como puntos inconexos en una sucesión de sinsentidos.
Cuando la doctora de guardia entró y empezó a reconocerla, se dio cuenta de que no podía hablar. La garganta estaba dañada por tantos días invadida por el tubo y necesitaría unas horas de rehidratación para volver a funcionar a pleno rendimiento. La médica le explicó la situación: el pasado 7 de noviembre sufrió una extraña parada cardíaca que le ralentizó las pulsaciones. En la ambulancia la reanimaron, pero no impidieron que entrara en coma.
Mick se levantó de la cama con un insistente dolor de cabeza atenazándole. Las pastillas que crearan sus tíos para mitigar los síntomas del nanovirus le habían ayudado a recuperar un poco de movilidad en la mano izquierda, pero el insomnio prevalecía. No lograba dormir una noche entera desde que Ingrid lo infectó, y eso era lo que le provocaba las jaquecas.
Su padre dormía en la habitación de Ángela. Desde el incidente se instaló en la casa para acompañar a su hijo en esos momentos tan difíciles. La decisión no gustó a su manager ni a los de la discográfica, pero él insistió en la necesidad de abandonar momentáneamente su carrera musical para dedicarse exclusivamente a Mick y a Ángela.
Era un buen hombre, se dijo Mick mientras se duchaba. Además, resultó un buen pilar donde apoyar sus miedos y ansiedades. Porque, muy a su pesar, debía admitir que conocer la fecha de su muerte era un duro trance. Se sorprendía muchas veces pensando en ella como algo inevitable y las lágrimas resbalaban por unas mejillas demasiado jóvenes para admitir esa realidad.
Media hora después padre e hijo se dirigieron al hospital. Mick había encajado muy mal el coma de Ángela. Él deseaba pasar el máximo de tiempo posible con su madre antes de acatar el destino. Necesitaba llorar junto a ella y contar con su apoyo para superar lo insuperable.
Desde que Ángela se quedara con la cabeza inerte sobre la mesa trece días atrás, y a pesar de la presencia de su padre, la angustia lo acompañaba a todas horas.
Entraron en la habitación con resignación. Cada mañana hacían el mismo peregrinaje con la misma sensación de impotencia. Los médicos no se explicaban las causas de aquel paro cardíaco que redujo la actividad del corazón de Ángela a un leve latido cada dos segundos. Eso la mantenía con vida, pero sin consciencia.
Mick fue el primero en traspasar el umbral. Ángela estaba sentada en la cama, con los ojos abiertos, sin el tubo que la ayudaba a respirar. El chico se quedó unos segundos inmóvil, como si un movimiento suyo pudiera deshacer la visión tan esperada. Luego, corrió a los brazos de su madre y la arrulló. No podían hablar, las lágrimas se ocuparon de demostrar la emoción interna que los embargaba.
George sufrió el mismo impacto que su hijo al descubrirla consciente. En los últimos trece días se había convencido de sus sentimientos hacia Ángela, y perderla tras recuperarla lo destrozó. Caminó hasta la cama con un nudo oprimiéndole el estómago, sin deshacerse de las cosquillas que le producían tembleques involuntarios en todo el cuerpo.
—¿Han encontrado una cura? —le preguntó Ángela a su hijo, acariciándole la mano agarrotada.
El chico negó con la cabeza sin reprimir una mueca de disgusto. Ella lo abrazó para reconfortarlo.
—Tus hermanos no paran de investigar. —George se sentó en el otro lado de la cama y le dio un beso a Ángela—. Pero no encuentran ningún antídoto eficaz. Ya hemos probado varias opciones sin éxito, lo único que han conseguido es mitigar un poco los síntomas. —Suspiró—. Intentaron matarlos en Múnich, pero consiguieron escapar a tiempo.
George le contó los últimos acontecimientos.
—Sé adónde debemos ir. —Ángela hablaba con una voz ronca y ahogada.
Bebió cuatro sorbos de agua antes de contestar a las preguntas tácitas que flotaban en la atmósfera.
—El inicio de este año sideral, que acabará el 13 de abril, coincidió con el descubrimiento de los cristales por parte de una joven de la era paleolítica llamada Eva. —Necesitó hidratarse una vez más antes de proseguir con el relato de sus visiones—. Eva fue la primera vidente, una humana muy adelantada a su tiempo que jamás compartió las imágenes de un futuro que su mente arcaica no acababa de entender.
—¿Pero ya éramos humanos entonces? —preguntó Mick, intentando recuperar los datos de sus clases de Historia.
—En esa época empezaban a existir los homo sapiens sapiens —contestó George, frunciendo el ceño—. Si no recuerdo mal, formaban grupos nómadas y se alimentaban de la caza y la recolección de alimentos.
—Eva tuvo gemelas, Ruth y María, algo insólito en esa era. —Ángela prosiguió con su relato—. Y, siguiendo los designios de sus visiones, destinó a cada una de las niñas a ser la creadora de una de las dos estirpes enfrentadas que representan las dos fuerzas que mantienen el universo en equilibrio.
—Una es la rama de la serpiente y otra la del rombo —dedujo Mick—. ¡Ellas iniciaron toda esta locura!
—No. Ellas solo sembraron la semilla que se convertiría en esto. —Ángela se detuvo un instante a recuperar el aliento—. En la cueva donde Eva les otorgó sus nuevas identidades había una cavidad oculta con dieciséis rubíes. Si a estos les unimos los cuatro de los vértices, tenemos un total de veinte cristales originarios.
—¡Nosotros sólo tenemos cuatro! —exclamó Mick—. Y recuerdo que la abuela Marta me dijo que el abuelo Ángel utilizó cuatro más para despertar tus poderes.
—Cierto. —Ángela afirmó con la cabeza—. Ruth, la serpiente, se quedó con ocho cristales antes de escapar de la cueva. María consiguió los otros ocho, más los de los cuatro vértices.
—¡Así que mi madre nunca ha tenido más de ocho! —George se mordió el labio—. El resto los tiene tu familia.
—Las dos hermanas crearon dos clanes enfrentados que durante milenios intentaron robarse los cristales. —explicó Ángela—. La historia de Eva se fue repitiendo entre las generaciones y suscitando una rivalidad que mantenía el equilibrio necesario para el progreso. Cada dos generaciones nacía una mujer de cada grupo a la que se le otorgaba una de las dos marcas y era la elegida para trazar los planes contra el otro bando.
—¿Insinúas que durante miles de años no descubrieron su videncia? —Mick estaba confuso—. Siempre he creído que ese era el don de nuestra familia.
—Al principio la única vidente fue Eva. Sus hijas heredaron la historia, los cristales y las marcas. Ellas debían transmitir el origen de todo a los descendientes y velar por sus rubíes hasta el momento preciso.
Ángela bebió otro sorbo de agua, se aclaró la garganta y les dirigió a ambos una mirada circunspecta.
—Fue en la época egipcia cuando nació la primera mujer visionaria —añadió en un tono más bien opaco, como si quisiera guardarse las impresiones que despertaban esos recuerdos vívidos de sus sueños—. No tengo una explicación clara al porqué ni tampoco acabo de entender la importancia de los cristales, lo único que puedo afirmar con absoluta convicción es que la primera vidente desde la muerte de Eva apareció en la civilización egipcia.
Mick le dedicó una mirada intensa.
—¿Y quién fue la primera vidente?
—Se llamaba Huy y era la prima secreta de Maatkara Hatshepsut, una de las pocas mujeres que se había convertido en reina-faraón. —Ángela se trasladó al pasado con su mente mientras relataba parte de la historia que vivió en su último trance.
Con una voz asaltada por las emociones, desgranó la historia de Huy...
...Maatkara Hatshepsut nació en Tebas, en el seno de la familia real. Hija de Tutmosis I y la princesa Ahmose, vio cómo su padre sucedía a Amenhotep I en el trono cuando ella era pequeña.
A la edad de trece años conoció a la dama Huy, su prima secreta, quien llegó a convertirse en su amiga y aliada. Huy era una mujer importante que se encumbró hasta un lugar privilegiado en la corte gracias a las maquinaciones de su tía Ahmose. Desde su nacimiento, su tía abuela materna la instruyó en la historia de Eva, los cristales y la lucha iniciada en los albores de ese año sideral. Por eso, cuando a la edad de siete años Huy empezó a recibir visiones inconexas del futuro, las mujeres de su familia decidieron acercarla a la corte para ayudar a su prima a alcanzar el trono.
A la muerte de Tutmosis I, Maatkara Hatshepsut debía suceder a su padre, pero las maquinaciones del visir Ineni lograron que Tutmosis II, hijo de una segunda esposa del faraón muerto, se hiciera con el poder, y Maatkara Hatshepsut tuvo que conformarse con ser la Gran Esposa Real de su hermanastro.
Primas, amigas y confidentes, Huy y Maatkara Hatshepsut, siguiendo las visiones de Huy, se rodearon de un círculo de adeptos para neutralizar la oposición del visir Ineni en el momento preciso. El don de Huy les reveló que Tutmosis II moriría joven. Sabían que Ineni conspiraría otra vez para sentar al hijo de una simple concubina en el trono y decidieron no intervenir hasta que el muchacho, de una edad demasiado temprana para gobernar, llegara a erigirse faraón, para que Maatkara Hatshepsut asumiera las funciones de regente.
Así, con un golpe de estado que revolucionó a la tradicional sociedad egipcia, Maatkara Hatshepsut se convirtió en una de las pocas reinas-faraón de Egipto. Tanto ella como Huy supieron aprovecharse de las profecías. Gracias a las maquinaciones de la reina, Ineni fue apartado para siempre de la escena política. Maatkara Hatshepsut se sirvió de la ayuda de sus fieles seguidores durante los años previos a su alzamiento, y una vez se asentó en el poder los elevó a los más altos cargos: Hapusneb fue nombrado nuevo visir y sumo sacerdote de Amón, y Senemut gran arquitecto real.
Desde tiempos remotos, los cristales pasaron de una generación a otra con la historia completa de Eva. Las herederas utilizaban su fuerza para despertar el rombo en el inicio de la espalda de la elegida, de manera que la tradición no se perdiera. En el transcurso de sus visiones, Huy descubrió el peregrinaje de las primeras generaciones engendradas por María hasta llegar a la cuna de la civilización egipcia. Todas las elegidas fueron mujeres con gran carisma y fuerza interior, todas lucharon contra las adversidades sin cejar nunca en el empeño de conservar los cristales junto a ellas.
Huy recibió las premoniciones de su futuro, uno que debía cambiar sin que nadie lo supiera. Si no escondía los rubíes durante 3.500 años, la serpiente vencería y Apophis ganaría el duelo. Huy nunca compartió esa certeza con nadie, se limitó a trazar el camino para que la lucha acabara en el momento adecuado: el final del año sideral.
El clan de la serpiente se asentó en otro continente, donde rendían culto a sus cristales. Ellos no poseían el don de la profecía, pero eran capaces de bloquear el de Huy en algunos aspectos. Uno de sus secuaces era Ineni, un hombre con la serpiente tatuada en el inicio de la espalda, cuya misión consistía en robar los cristales de Huy. Con Maatkara Hatshepsut sentada en el trono, no tenían nada que temer.
Durante los veintidós años de mandato, la reina-faraón tuvo una única hija: Neuferura, fruto de la relación adúltera con Senemut, gran arquitecto real. Esa niña era la destinada a casarse con Tutmosis III, al igual que Hatshepsut Meritra, la hija de Huy. Las primas prepararon el escenario para que fuera Tutmosis III, alentado por sus esposas, el que realizara las obras que tenían que traspasar los milenios sin deteriorarse.
El romance de Maatkara Hatshepsut con Senemut fue fructífero a la hora de desarrollar el plan para esconder los rubíes. Los cristales debían permanecer perdidos durante mucho tiempo y debían encontrar el receptáculo perfecto. Senemut, como arquitecto del reino, mandó estudiar la resistencia de todos los materiales utilizados para la construcción y se decantó por el granito. Huy corroboró esa teoría con varias visiones sobre un futuro con cuatro obeliscos sembrados en cuatro ciudades distintas. Lo único difícil era introducir los cristales dentro de los obeliscos sin cortar la piedra ni dejar señales, y decidir cuáles eran los idóneos.
Siguiendo las premoniciones de Huy, Hatshepsut Meritra, su hija, fue la encargada de introducir los rubíes en los cuatro obeliscos elegidos durante el reinado de su marido Tutmosis III.
—¿Quieres decir que Huy preparó a su hija para esconder los cristales? —Mick no salía de su asombro ante la extraordinaria historia que contó su madre medio en trance.
—Hatshepsut Meritra heredó el don de la profecía y unos poderes que habían permanecido dormidos en las generaciones anteriores —contestó Ángela, sin dejar de mirar al infinito para procesar los recuerdos que se aglutinaban en su mente—. Ella era parecida a mí, podía domar la naturaleza.
George se levantó de la cama y empezó a andar por la habitación.
—Así que los rubíes están escondidos en cuatro obeliscos egipcios —razonó—. Pero, ¿cómo los metieron ahí? ¡Es imposible que los arqueólogos no hayan descubierto las hendiduras que se hicieron para introducirlos!
—Si los hubieran descubierto también tendrían los cristales. —Mick agrandó los ojos de manera considerable—. ¿Cómo lo hizo Hatshepsut Meritra para no dejar huellas?
La mente de Ángela volvió a funcionar como un proyector de imágenes que la llevaban al pasado...
...Apareció en una noche clara, cuando Hatshepsut Meritra se sentó al amparo de las estrellas en la ribera del Nilo, justo en el centro de un rombo que su madre y su tía Maatkara Hatshepsut dibujaron en la arena con polvo rojo. En los vértices situaron los cuatro cristales que se iban a transmitir a las futuras generaciones, los otros ocho permanecieron junto a Hatshepsut Meritra, preparados para desaparecer durante 3.500 años.
Los cánticos de las tres se elevaron en el silencio de la noche y envolvieron el tiempo en la inmovilidad. De las manos de Hatshepsut Meritra se escapó un flujo carmesí que rodeó los cristales que descansaban a sus pies. El cielo crujió ante el espectáculo, parecía que se iba a quebrar de un momento a otro. Mientras las nubes vencían la detención del tiempo, los rubíes se introdujeron en los bloques de granito sin necesidad de hendidura. Fue como si la piedra se convirtiera en una materia viscosa y fácil de atravesar.
—¿Se metieron ahí sin más? —Mick la miró de hito en hito—. ¡Y qué más! ¿También viste a unos extraterrestres?
Ángela acarició el mentón de su hijo mientras sentía cómo un flujo eléctrico recorriendo sus venas.
—Fue gracias a los poderes que tenemos —profirió en un susurro—. Hatshepsut Meritra era la destinada a heredar todos los dones y a traspasar el testigo...
Y la habitación de hospital se fundió de repente en un agujero negro que se tragó todo el ahora para llevarla atrás en el tiempo, al 13 de abril de 1430 a.C...