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1 de diciembre de 2035
Selva africana
No recordaba cómo había llegado a esa habitación de decoración sobria en algún lugar con mucha luz que se colaba por una ventana abierta. Las cortinas recibían las ráfagas de aire cálido con movimientos vaporosos; eran de algodón blanco, con pequeños puntitos malvas diseminados en toda su extensión.
Cristina abrió los ojos con un dolor palpitante en las sienes. La chica buscó a su madre con la mirada para cerciorarse de que estaba bien. Desde que Mar y Ron fueron víctimas de una explosión todo se había descontrolado. Cristina se acomodó de pequeña a la profesión de sus padres, creció con el miedo a perderlos en alguna misión, siempre atenta a las noticias y a las llamadas a horas intempestivas, por eso cuando la llamaron a Denver para anunciar lo sucedido en Estocolmo cogió el primer avión para estar a su lado.
Era una joven de veintiocho años con un físico envidiable: lacia cabellera morena, ojos negros de mirada intensa, largas piernas y un busto proporcionado a su metro setenta de estatura. A los once años descubrió que sus preferencias sexuales eran diferentes a la mayoría de sus amigas. A ella le gustaban las mujeres, y nunca se sintió amilanada por ello. Sin embargo, tras años de relaciones esporádicas, no encontró a ninguna a la que entregarle su corazón. Su vida era el trabajo en la Ryan Technologics, la empresa de su abuelo Ray. Se pasaba día y noche en la oficina, sin importarle perder la vida social tras del análisis de un nuevo proyecto.
Acostumbrada a tratar con datos desde que se licenció en ingeniería en Princeton, odiaba la acción y el trabajo de campo de sus padres, aunque en numerosas ocasiones la contrataba la agencia federal para ayudar en algún caso complicado, ser hija de agentes era una ventaja en ese sentido. Era la única de la familia que se había decantado por un pasarse la jornada laboral en un despacho, Mar y Ron dedicaban sus vidas a investigar sobre el terreno y su hermano Daniel se había convertido en un arqueólogo que recorría el mundo en busca de vestigios del pasado.
Se incorporó sobre los codos y sintió enseguida un pinchazo en el hombro izquierdo. Un flash le trajo los recuerdos como si fueran una sucesión de escenas terroríficas. Se vio de nuevo en el suelo de la habitación del hospital de Estocolmo, con su madre medio desmayada al lado y el celador apuntándola con la pistola. Rememoró la pérfida sonrisa del muchacho y el miedo que le constriñó el corazón mientras se enfrentaba a la muerte. Evocó el instante en el que el celador disparó una bala. La vio acercarse a cámara lenta, amenazante, fría, letal. Gritó y cerró los ojos un instante, esperando la muerte, pero en vez de oscuridad sintió una descarga en el hombro mientras el pistolero se desplomaba en el suelo...
Era como si la memoria se detuviera ahí.
La habitación estaba silenciosa. Era grande, luminosa, fresca. Las paredes blancas exhalaban un aroma a nuevo que se enredaba con la fragancia de flores procedente del exterior. ¿Dónde estaba? Cristina aspiró una gran bocanada de aire antes de retar a su cuerpo a levantarse. No pudo reprimir un gruñido de dolor. Consiguió enderezarse con dificultad y caminó hacia la puerta tambaleándose; se sentía como si algún medicamento le espesara la sangre.
—¿Qué hace levantada? —le dijo una joven que caminaba por el pasillo con un montón de toallas en las manos—. Debería volver a la cama y descansar, necesita reposo para curar ese disparo —añadió, señalando la herida que Cristina llevaba vendada en el hombro.
—¿Dónde estoy? —preguntó ella, aguantándose en la pared. La cabeza le daba vueltas—. ¿Y mi madre? ¿Qué hago aquí?
La joven soltó las toallas y le pasó el brazo por la cintura a Cristina para sujetarla.
—Un hombre intentó matarlas en Estocolmo, pero yo las salvé —le explicó de regreso a la habitación—. ¡Suerte que desconfié de él en cuanto lo vi entrar! Soy la agente que custodiaba la puerta de su madre en el hospital. ¿Me recuerda?
—Sí —contestó Cristina, estirándose en la cama—. Hacía el turno de tarde, si no recuerdo mal.
La muchacha asintió con la cabeza en un gesto un tanto ausente.
—De siete a tres, pero ese día en concreto doblé turno. Mi compañera no podía venir a su hora y me pidió que la cubriera.
—¿Cuántas horas estuvo sin dormir?
—Muchas, la verdad.
—O sea, estaba agotada cuando apareció el asesino. —Cristina analizó los datos con la mente todavía embotada por la medicación. Su preparación y su propia experiencia laboral la ayudaron a encontrar conexiones y lagunas—. No pudo ser una coincidencia —sentenció—. Su compañera está implicada.
La agente desvió la mirada hacia la ventana.
—Eso me temo. Pero no consiguió su propósito; a pesar de estar cansada, les salvé la vida a las dos.
—¡Ha visto mi hombro! Quizás los turnos son de ocho horas por algo. —Cristina no escondió su indignación—. La próxima vez alguien puede morir.
Durante unos breves instantes se mantuvieron en silencio. La agente estaba demasiado afectada por la posible implicación de su compañera en el complot y se negaba a admitir que se había enamorado de una enemiga.
Cristina acabó de despejar sus pensamientos mientras se calmaba; la ira estaba contraindicada para analizar la situación con perspectiva.
—Siéntese —dijo al fin Cristina, modulando la voz para adquirir un tono suave y amistoso—. Me gustaría saber qué pasó exactamente, cómo he llegado hasta aquí y dónde están mis padres. ¿Le importaría explicármelo todo,...? —Hizo una pausa—. ¿Cómo se llama?
—Alice, me llamo Alice Montgomery —contestó la federal, recuperando el aplomo.
—Muy bien, Alice, vamos por partes. ¿Qué sucedió en Estocolmo? Mi último recuerdo termina en un desmayo del celador, justo después de que yo recibiera el disparo en el brazo.
—El falso celador entró en la habitación a eso de las 10:30, solo me faltaba media hora para acabar mi segundo turno e irme al hotel a descansar. A pesar del cansancio comprobé sus credenciales. Había algo en él que no me gustaba, pero no podía retenerlo por un pálpito, así que lo dejé pasar achacando el recelo a la falta de sueño. —Se humedeció los labios con la lengua antes de continuar—. Cuando escuché los ruidos procedentes de la habitación enseguida me di cuenta de que algo no iba bien. Intenté abrir la puerta, pero él la cerró por dentro al entrar y no tenía la llave. Como no era una puerta fácil de forzar llamé a recepción para que me trajeran una copia lo antes posible. Las oía gritar a usted y a su madre y me puse más tensa a cada minuto. Al fin, un empleado del hospital me trajo la llave maestra y conseguí entrar. El asesino estaba de pie ante ustedes, con el dedo en el gatillo. Disparé demasiado tarde para impedir que la bala la alcanzara, pero conseguí desviarla para que no resultara mortal.
—¡Así que está muerto! —Cristina torció el gesto con desagrado—. ¡Y no nos puede dar ninguna respuesta para localizar a Ingrid!
—No murió. —Se apresuró a contestar Alice—. Disparé al hombro para evitar que les hiciera daño y el impacto lo lanzó al suelo.
Cristina se colocó una almohada detrás de la espalda.
—Bueno, como mínimo sus compañeros podrán sonsacarlo.
—No, no podrán. —Alice carraspeó—. Se escapó de la habitación donde lo ingresaron tras extraerle la bala.
—¡Seréis inútiles! Es alucinante que uno de los cuerpos de la ley mejor entrenado del mundo no sea capaz de retener a un sospechoso.
Mar entró por la puerta en ese mismo instante.
—Se escapó por culpa de la agente asignada al caso —le explicó a Cristina mientras se sentaba en la cama y la abrazaba—. ¡Cómo íbamos a imaginarnos que era un topo! Era descabellado, sería como desconfiar de todo el departamento.
—Quizás sería lo adecuado —apuntó Cristina—. Los Visionarios llevan años infiltrando a gente en todas partes. ¡Incluso han metido a Ingrid y a Inés en la familia! ¿Quién te asegura que estamos a salvo?
Mar se rascó la cabeza en un gesto pensativo.
—No pueden encontrarnos aquí —contestó—. Estamos en medio de la selva africana, en un caserón que pertenece a una corporación internacional. ¡Es imposible que nos localicen!
—Mamá, no seas tan confiada. —Suspiró—. Me pregunto si pueden rastrear el transporte hasta aquí o si son capaces de hacer daño a algún miembro de nuestra familia para obligarnos a delatar nuestra posición.