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22 de enero de 2036

Calella de Palafrugell

El mar estaba en calma. Los ojos de Ángela se perdieron en la inmensidad del Mediterráneo oscurecido por la noche. El silencio apenas se veía empañado por el rumor del oleaje al romper contra las rocas que le servían de cobijo.

Hacía frío. Ángela se apretó la bufanda con las manos enguantadas y se ciñó el abrigo para desafiar a la intemperie mientras seguía la luz del faro de Les Illes Formigues, la misma luz que inició la historia de su madre y que ahora le servía de guía para dirigirla.

Cristina se fue a Estocolmo a seguir una pista del doctor Orsson tras dejar a Mick en el Bass al cuidado de Ángel. Su estado se agravó en Barcelona de manera alarmante. Sucedió de repente, en el estudio de Marta. Mick se levantó de la silla donde estudiaba la documentación de su abuela y descubrió la flacidez de sus piernas al levantarse. No podía andar bien. Sin embargo, demostró una serenidad impropia de su edad. Aceptó el deterioro con dignidad y anunció su intención de irse al barco con sus tíos. Antes de marcharse habló con Ángela acerca de sus visiones y la instó a leer la historia manuscrita de Marta como hizo él un año atrás.

El manuscrito estaba escondido entre los cientos de libros que desafiaban el paso del tiempo en los anaqueles de la trastienda de la librería. Mick le contó a Ángela que Marta le enseñó el lugar exacto donde lo guardaba, encuadernado como si fuera un tratado religioso del siglo XVI: «El Mito de Adán y Eva»

Ángela se pasó los cuatro días siguientes enganchada a las páginas impresas. Al posar sus ojos en las letras, estas la envolvieron en la magia de su don, trasladándola atrás en el tiempo, descubriéndole quién fue madre, sintiendo sus miedos, sus anhelos, sus amores, sus sufrimientos. Se vio a ella misma de pequeña en manos de su padre, con los ojos vítreos, desatando hecatombes, luchando por ayudar a su madre, madurando antes de tiempo.

La lectura fue un trance difícil. En momentos puntuales de la narración se detenía, incapaz de proseguir, con los recuerdos acosándola y los traumas de la infancia escalando de nuevo posiciones en su interior. Sin embargo, cuando retomaba la historia tras esos lapsos, la fortaleza de su madre la envolvía y la ayudaba a superar lo insuperable. Descubría matices escondidos en las palabras, momentos no escritos en las frases, escenas importantes que Marta obvió a la hora de dejar un testimonio escrito de su periplo.

Al llegar al final de la historia, Ángela ya entendía parte del mensaje oculto en la narración. Aquella misma noche se fue a Calella acompañada por un silencioso George, quien se mostraba contrariado ante la tajante negativa de Ángela a dejarle leer el relato de Marta.

George dormía en la cama que ocuparon Marta y Mick durante sus años de matrimonio. Ángela se enfrentó a sus recuerdos en la roca de su madre, con la mirada perdida en el mar, y repasó mentalmente las impresiones de la lectura. Sabía que el sueño de la anciana que su madre dejó escrito contenía una pista para encontrar algo de importancia vital. Y, en aquel lugar, respirando la esencia de Marta, sintiendo la presencia de dos cuerpos etéreos envueltos en la bruma del pasado, supo dónde buscar.

Regresó a la casa caminando por las rocas, agarrándose a ellas con las manos para no tropezar. Cuando llegó al lugar donde sus abuelos perecieron casi esperaba encontrar sus cuerpos sin vida extendidos en el cemento, con dos números dibujados dentro del rombo que su abuelo estampó con su propia sangre.

La noche se estropeó de repente. Una ráfaga de viento seco la azotó mientras subía las escaleras a toda prisa. La tramontana enardecía el mar que se movía inquieto y formaba olas cada vez más grandes, con una resaca que se alejaba de la costa, como si quisiera llevarse el pasado.

Ángela entró en la casa con las reminiscencias del sueño premonitorio de Marta. Podía verla de mayor, el día en el que más tarde moriría a manos de Ingrid. Marta se detuvo un momento en la entrada a recuperar el resuello. Sus manos artríticas palparon la puerta de cristal que separaba el recibidor del salón antes de entrar en la habitación de sus padres. Marta se abrazó el cuerpo al sentir un frío repentino, Ángela la imitó. Siguió al espectro de su madre a un lado de la cama y palpó el suelo en busca del hueco escondido en el parqué. En la roca había entendido que su madre no rescató los papeles de ahí, sino que escondió lo que Ángela sujetaba ahora entre sus manos.

El pasado pareció fundirse con el presente. Con la caja que encontró en el escondite entre sus manos, Ángela se quedó mirando los movimientos etéreos del fantasma de su madre. Fue como si estuviera reviviendo la escena con absoluta nitidez. Marta la miró con dulzura, con aquellos ojos que parecían un pozo de esperanza. Ángela sintió la calidez de las lágrimas resbalando por las mejillas mientras se despedía de su madre...

—¿Qué haces? —La voz de George la despertó de su ensoñación.

Se lo quedó mirando un segundo antes de limpiarse los vestigios del llanto y levantarse. George se apoyaba en el marco de la puerta, con rastros de somnolencia en la cara contraída en un rictus de interrogación.

—Mi madre me dejó esta caja en herencia —contestó Ángela, levantándose del suelo—. Creo que es algo importante.

George cambió la expresión paulatinamente hasta que los ojos le brillaron con la expectación de conocer el contenido de la caja.

El secreto de los cristales
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