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13 de febrero de 2036

BASS

El doctor Hans Orsson entró en el laboratorio del Bass a las cinco de la mañana. Cada día se levantaba más temprano para estudiar con minuciosidad el nanovirus creado por Ingrid Stein, una científica brillante que utilizó sus conocimientos para atentar contra la vida de dos chicos demasiado jóvenes para morir.

La obsesión del médico era encontrar el antídoto antes de que la acción del nanovirus llegara al músculo que controla el corazón, pero, por mucho empeño que pusiera, su antigua alumna se le adelantaba en todas las soluciones que encontraba. Era como si aquel virus de microtamaño se hubiera revelado como un ente imposible de reducir.

Orsson evaluó la acción del nanovirus hasta la fecha. Los daños en los músculos que había infligido en sus dos víctimas eran irreversibles, solo aplicando una modificación de la misma técnica que él creó para regenerar la médula espinal podrían restablecerse, pero eso podría acarrear años de investigación hasta dar con la fórmula correcta.

La brisa marina le acarició la barba recién afeitada antes de cerrar la puerta y pasar por los rigurosos procesos de desinfección. Protegido por el traje aséptico, accedió a la zona restringida donde se encontraban los experimentos y los útiles de investigación. La nanotecnología, un campo de las ciencias aplicadas, se dedicaba al control y la manipulación de la materia a nivel de átomos y moléculas. Para estudiar correctamente un nanovirus eran necesarios unos microscopios que aumentaban la escala de las muestras de manera que se pudieran reconocer los microorganismos.

Orsson agitó el contenido del tubo de ensayo que contenía la última muestra de sangre de uno de los ratones-cobaya. Negó con la cabeza varias veces para alejar de él la desconfianza que sentía ante sus cada vez más fallidos intentos de encontrar el antídoto y preparó la sangre para estudiarla al microscopio.

Necesitó tres vistazos exhaustivos para cerciorarse de lo que veían sus ojos. Todos los sistemas de su cuerpo sintieron una descarga de adrenalina que le aumentó las pulsaciones, aceleró la respiración y empapó su cuerpo con las gotas que destilaron de sus poros. Se frotó la frente para secar el sudor y volvió a mirar por cuarta vez con excitación.

—Hola.

La voz de Mick le hizo pegar un brinco hacia atrás y tirar el contenido de una estantería al suelo causando un fuerte estrépito

—Siento haberte asustado— le dijo el chico mientras cojeaba hasta la silla vestido con uno de los trajes protectores.

El aspecto de Mick había desmejorado mucho las últimas semanas. Estaba casi cadavérico. Los huesos de la cara se marcaban tras su piel consumida por la enfermedad, la parálisis se había extendido a la parte derecha dejándole inservible la mitad del brazo y su piel se había vuelto pálida, casi amarillenta, como si anunciara la proximidad de su muerte.

—No te preocupes, estaba demasiado concentrado y no te he oído llegar —dijo Orsson, guardándose su descubrimiento hasta corroborarlo.

Mick jadeaba. Una capa de pequeñas gotas de sudor le humedecía la frente debajo del traje protector. Apenas conseguía fijar la vista en el doctor mientras recuperaba el aliento tras el esfuerzo de desinfectarse y vestirse sin casi movilidad en el cuerpo. Suspiró un par de veces y cerró los ojos para alejar las lucecitas blancas que parpadeaban ante ellos como pequeñas luciérnagas encendiéndose y apagándose.

—El contenido de ese tubo de ensayo demuestra que se puede frenar el avance del nanovirus, ¿no es cierto? —Mick hablaba casi en un susurro.

—¿Cómo lo has sabido? —Orsson se lo quedó mirando con las pupilas a punto de saltar de sus órbitas—. Hace apenas un minuto que lo he visto por el microscopio, ¡es imposible que lo supieras!

La respiración de Mick se calmó hasta normalizarse.

—No sé cuánto te ha contado Cristina sobre nuestra familia... —Mick apoyó la cabeza en el respaldo de la silla para mitigar la jaqueca que le acompañaba a todas horas.

Orsson tomó asiento delante del chico en otra de las sillas del laboratorio.

—No mucho, la verdad —dijo mientras le tomaba el pulso por encima del traje—. Solo me contó que estabais luchando contra Los Visionarios, unos locos que intentaron reclutarme a toda costa y que raptaron a tu madre de pequeña.

—La secuestraron para obligarla a desatar catástrofes naturales. —Orsson esgrimió un rictus de incredulidad—. Ella tiene unos poderes asombrosos, domina tres de los cuatro elementos: el agua, la tierra y el aire.

Hans Orsson negó con la cabeza.

—¡Eso es imposible!

—No, no lo es. —La voz de Mick adoptó un tono lo más serio posible mientras relataba la historia de su abuela y de todo lo acontecido hasta la fecha.

Cuando la última palabra se apagó en la boca del muchacho, el doctor no se movió ni un ápice de la silla. Fue como si la narración sacudiera los cimientos de sus creencias y los erosionara gradualmente.

Durante unos minutos reinó el silencio más absoluto entre los dos. Mick cerró los ojos e intentó recuperar el aliento perdido tras el esfuerzo. Hans interiorizó cada pormenor de lo que acababa de escuchar, analizándolo empíricamente, con la certeza de que era cierto, pero sin ser capaz de aceptarlo abiertamente.

—Sé que este descubrimiento me salvará la vida —dijo Mick de repente—. Va a detener el avance del virus, pero si no logramos detener a Apophis, no servirá de nada.

—¿Por qué me lo has contado? —El doctor reaccionó levantándose de un salto y acercándose a Mick con la mirada ensombrecida—. Soy un científico. He dedicado mi vida entera a estudiar aplicaciones médicas de la nanotecnología con el fin de curar a la gente. —Se retiró cuatro pasos hacia atrás, consciente de su gesto amenazador, y empezó a moverse por el laboratorio como un animal enjaulado—. No puedo creer en algo que no pruebe la ciencia. ¡Es imposible!

Mick esperó a que se frenara el acceso de ira del doctor sin decir nada.

—Mi madre se rebeló contra su don —explicó con voz suave cuando Orsson se detuvo, un poco más calmado—. Durante años bloqueó las visiones que ahora debe recuperar para salvar a la humanidad de unos locos. ¿Quieres saber cómo tengo yo esas visiones?

El doctor asintió con la cabeza regresando a la silla que dejara desocupada. Fue consciente del paulatino cambio de gesto de su cara desde el más puro escepticismo hasta la curiosidad que empezaba a embargarlo.

—Me asaltan mientras duermo —explicó el chico—. Eso agrava los efectos del nanovirus, pero no puedo hacer nada para evitarlo. —Suspiró—. Me despierto en mitad de la noche en un sobresalto, con el corazón a toda máquina. Respiro muy rápido y estoy empapado de sudor por todo el cuerpo. Al principio me desoriento. No sé dónde estoy ni qué me ha pasado. Cuando enciendo la luz, recuerdo las imágenes que me han despertado y las dicto a una grabadora. Son pequeños flashes de cosas que sucederán. Y, ¿sabes? Siempre se cumplen al pie de la letra. Aunque a veces he logrado variar el final...

El secreto de los cristales
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