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2 de noviembre de 2035

Librería Noguera, Barcelona

Mar se sentó en el suelo agotada. Estaba exhausta. Llevaba una hora rastreando cada milímetro del estudio secreto junto a sus sobrinos y su marido. Entre los cuatro recogieron todos los libros y papeles y los apilaron en una esquina sin atender a su contenido; lo prioritario era encontrar una explicación racional a la desaparición de su sobrina y de Mick.

Sus muchos años de servicio en el FBI le habían enseñado a investigar todas las opciones posibles, por muy descabelladas que parecieran a primera vista, pero en ese caso no existía ningún hilo del que tirar para esclarecer los acontecimientos. La sangre de Ángela terminaba de golpe, sin explicación posible. ¿Se la llevó el agresor o agresores y por eso no encontraban más gotas de sangre? ¿Estaría muerta? ¿Y Mick? ¿También estaba muerto?

Fijó la mirada en los anclajes de la mesa en el centro exacto de la estancia, unos anclajes que la mantenían en pie. Había algo extraño en aquella mesa, algo que no había visto en la hora que llevaba buscando salidas secretas en la pared y en el suelo, pero que ahora su ojo interno empezaba a mostrarle, como si varias piezas de un puzzle acabaran de colocarse en un lugar de su cerebro para revelar una imagen nítida.

Se levantó de un salto, sin atender a las preguntas de su marido y de sus sobrinos, caminó hacia la mesa y la examinó con otros ojos.

—¡Esta mesa forma un rombo perfecto! ¡Un rombo como la marca que Marta y Ángela tienen en la espalda! —dijo, mientras se dedicaba a inspeccionar las cuatro patas que salían de cada uno de los ángulos y la clavaban al suelo—. Es demasiada coincidencia, y yo no creo en las casualidades...

Empezó a palpar la madera rojiza que conformaba el escritorio, atenta a cualquier irregularidad. Ron, Agustí y Ángel la imitaron sin proferir sonido alguno, con la certeza de que Mar tenía razón. El rombo había sido una forma geométrica presente en la aventura del pasado, una constante que no podían obviar. Abrieron todos los cajones y registraron el interior, igual que había hecho la sombra la madrugada anterior.

—¡Aquí no hay nada! —soltó Agustí con un gesto de contrariedad—. Es solo una mesa llena de papeles.

—Todavía no hemos encontrado nada —puntualizó Mar sin apartar la vista del escritorio—. Estoy convencida de que si buscamos bien encontraremos una explicación a la desaparición de Ángela y de Mick. ¡Ha de estar aquí! La mesa forma un rombo por alguna razón. Además, la sangre de Ángela se detiene debajo sin formar un charco demasiado grande para pensar que se quedó mucho rato. Hemos pasado algo por alto. Seguro.

Ángel levantó las manos mientras negaba con la cabeza.

—Quizás deberíamos irnos a casa. La policía ya lo ha registrado todo. ¿Qué esperas encontrar que no hayan detectado las máquinas más sofisticadas?

Mar no contestó. Se metió debajo de la mesa con la mirada fija en el lugar exacto en el que las patas se unían a la tabla de madera.

—Ron, ¿me acercas la linterna?

Su marido sacó el kit de supervivencia que llevaba siempre encima y se agachó a su lado.

—Ilumina ahí —le dijo Mar, señalando con el índice—. Justo en el lugar en el que la pata se une a la mesa.

—¡Hay unos surcos en la madera! —exclamó Ron, mientras comprobaba el mismo fenómeno en las cuatro patas—. Es como si alguien las hubiera girado.

—Prueba con esa —le pidió Mar—. Dale una vuelta, a ver qué pasa.

Pero no sucedió nada.

—¿Y si las giramos las cuatro a la vez? —Ángel y Agustí se apretujaron con ellos debajo de la mesa.

—¡A la de tres! —indicó Ángela—. Una, dos y tres.

Un chirrido sordo precedió al movimiento del suelo. Cuarto losas se desprendieron y los hundieron junto con la mesa unos tres metros bajo el suelo.

—¡No volváis a girar las patas! —El grito de Mick los cogió desprevenidos.

Ron iluminó desde una altura de un metro sobre el suelo el reducido agujero en el que se encontraba el chico. Era una cavidad de unos cinco metros cuadrados escarbada entre muros de piedra. Desprendía un acre olor a humedad y estaba completamente envuelta en mugre.

Mick les hablaba desde una esquina, sentado en el suelo, con su madre sobre el regazo.

—No giréis las patas, por favor —les suplicó otra vez con la voz empañada por el llanto—. Es la única salida y mamá está muy mal. Lleva mucho rato sin hablarme y ha perdido mucha sangre.

Ángel se descolgó de la plataforma que los había hundido junto a la mesa y corrió a examinar la herida de bala que Ángela mostraba en el hombro derecho. El torniquete que se había hecho con un jirón de la camiseta consiguió reducir la hemorragia pero, a juzgar por el charco que empapaba los pantalones de Mick y el suelo, Ángela había perdido demasiada sangre.

Ron bajó para iluminarlo de cerca.

—Traedme mi maletín —pidió Ángel a su tía y a su hermano, que todavía estaban bajo la mesa—. Y conseguid más luz, necesito extraerle la bala y coser la herida cuanto antes.

—¿Aquí? —gritó Mick fuera de sí— ¡Estás loco! ¡Tienes las manos sucias! ¡La vas a matar!

—Cálmate, Mick. —Ron se agachó y lo abrazó con la mano libre mientras alumbraba a Ángel con la otra—. Tu tío sabe lo que hace, confía en él.

—¿Cuánto rato lleva sin sentido? —Ángel estaba sacándole la camiseta del pijama a su hermana.

—No lo sé —masculló Mick entre sollozos—. Me estaba diciendo que no pasaría nada, que aquel animal no nos encontraría aquí abajo, cuando ha empezado a temblar de una manera impresionante. Yo también tenía frío, pero mi cuerpo no temblaba de aquella manera. Luego me ha dado ese dibujo de ahí. —Señaló al suelo—. Me ha pedido que lo guardara en un lugar seguro, junto a varios papeles que ha encontrado en esa mesa, y se ha desmayado sin más.

Agustí y Mar regresaron con los útiles médicos que Ángel se había dejado en el estudio secreto. Cogieron también una potente linterna que descansaba en uno de los cajones de la mesa.

Ángel se puso unos guantes de látex y sostuvo el bisturí entre sus manos sudorosas. Él era un médico de familia, no un cirujano y, a pesar de saber cómo proceder, hacía muchos años que no operaba.

El pulso le tembló cuando practicó una incisión en el hombro y metió los dedos para extraer la bala.

—¡La tengo! —exclamó triunfal. Se frotó la frente con la manga para desprender las gotas de sudor y procedió a coser la herida—. Ahora deberíamos llevarla a un hospital.

El secreto de los cristales
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