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6 de marzo de 2036

BASS

Los últimos coletazos del invierno dejaban sus huellas frías sobre el Mediterráneo. El Bass llevaba cuatro días navegando por aquellas aguas gélidas que parecían no querer desprenderse de las bajas temperaturas para acariciar la suavidad de la primavera. A bordo del barco parecía que el tiempo se detuviera, como si las agujas del reloj se pararan en el mismo lugar durante los días y las semanas que se sucedieran hacia el inevitable desenlace de la situación, y todos los habitantes del barco estuvieran inmersos en el desasosiego de descubrir quién ganaría.

Mick se levantó despacio de la camilla donde cada mañana recibía su dosis de medicación. El suero del doctor Orsson lograba frenar el avance del nanovirus mediante un reactivo que debía inyectarse por vía intravenosa cada veinticuatro horas. Uno de los efectos secundarios del suero milagroso que mantenía su nanointruso a raya era un cansancio infinito que obligaba a Mick a permanecer en la cama muchas horas. Era como si aquel líquido penetrara por sus venas, se fundiera con el torrente sanguíneo, escalara hasta su cerebro y lo dejara sumido en una especie de letargo donde las imágenes proféticas se fundían con los sueños.

—Los resultados de mis últimos experimentos son bastante esperanzadores —le dijo Orsson, como cada mañana. Era un ritual secreto entre los dos, como si las palabras surgidas un día por casualidad llenaran ahora las múltiples preguntas que se les atragantaban a ambos—. Seguro que logro dar con un antídoto en pocos días.

—¡Genial! —respondió el chico con los ojos apagados.

En su fuero interno, Mick estaba destrozado. Dependía de aquella dosis diaria de suero que le alimentaba la esperanza fútil de curarse algún día. Él deseaba volver a sentir la vida fluir entre sus músculos atascados, ser otra vez un adolescente malcarado al que todavía no le llegaba la hora de madurar, y no luchar contra un microorganismo que le condenaba a subsistir entre tinieblas.

Empujó su pena hacia la puerta, como si la condena le espesara la sangre y lo obligara a caminar más impedido de lo normal. Arrastraba la pierna izquierda con parsimonia, sin el ímpetu que se había borrado de su interior como agua de borrajas. Tenía las dos manos agarrotadas y le era muy difícil alcanzar el pomo de la puerta con agilidad. Levantó el brazo derecho y lo colocó sobre el picaporte para apretarlo hacia abajo, pero en el último momento, se giró.

—Dime la verdad, Hans. —Por primera vez en muchos días sentía la necesidad de escucharla—. ¿Voy a depender de este suero toda la vida?

El doctor le dedicó una mirada larga y serena, como si quisiera transmitirle confianza.

—Voy encontrar un antídoto, Mick, te lo prometo. —Esbozó una leve sonrisa—. Lo que pasa es que necesito tiempo.

Mick regresó a la camilla con lentitud, con las preguntas resonando en su cabeza.

—¿Y lograrás regenerar los músculos dañados?

—Sí. —Orsson se sentó en la silla donde tenía el microscopio de amplio espectro y sus probetas—. La medicina ha avanzado mucho en estos últimos años. He logrado crear una nano molécula que repara la médula ósea y rehabilita a las personas con parálisis. —Aspiró una gran bocanada de aire—. También os curaré a ti y a tu prima, te lo prometo.

El chico levantó la cara y, con la mueca rígida a la que le obligaba la enfermedad, intentó mantener una expresión circunspecta.

—Sé que vas a lograrlo, lo he visto. Pero yo no estoy seguro de si podré quedarme aquí todo el tiempo, la vida de mis padres depende de mí.

—Ellos saben cuidarse solos —musitó el doctor con un nudo en el estómago—. No puedes dejar de recibir esta dosis diaria, si abandonas la medicación corres el riesgo de que el nanovirus llegue al músculo que controla el movimiento del corazón. Y, si eso sucede, morirás al instante.

—Lo sé. —Mick aguantó la presión de los ojos de Orsson, que le lanzaban súplicas calladas para que abandonara ese pensamiento—. Pero también sé que llegará el momento en el que será más importante la recompensa que el riesgo. Es lo mismo que te pasó cuando abandonaste a tu familia para protegerla, ¡renunciaste a su compañía para mantenerlos a salvo!

El doctor cerró los ojos para impedir que los recuerdos se colaran en sus pensamientos.

—Eso fue un acto de amor, Mick. —Parpadeó antes de volver a fijar las pupilas en el chico—. También corrí un riesgo enorme al venir aquí.

—Pero mi tía-abuela Mar se ocupó de traer a tu esposa y a tu hijo al barco para evitarles sorpresas. —Suspiró—. Y os habéis reencontrado después de quince años.

A Hans Orsson se le iluminó la mirada.

—Creía que los perdería para siempre —admitió—, y volver a verlos ha sido una experiencia maravillosa. —Asintió con la cabeza, entrecerrando los ojos—. Aun así, Mick, no puedes compararlo. Tú quieres renunciar a la medicación para seguir a tus padres por el mundo sin tener la certeza de que va a valer la pena. ¡El mejor regalo para ellos sería tu curación absoluta!

Mick se levantó.

—Está bien —aceptó, caminando hacia la puerta—. Voy a pensar seriamente en tus palabras.

—Te prometo que voy a invertir todos mis esfuerzos en encontrar la manera de vencer el nanovirus. Dame una oportunidad.

El chico se giró un instante antes de salir por la puerta.

—¡Ojala mis padres sean capaces de cumplir su destino sin mí! —Suspiró—. Porque si no detenemos ese asteroide no servirán de nada tus esfuerzos y la raza humana desaparecerá.

Se perdió en el pasillo dirección a su habitación. Después del chute necesitaba descansar un rato sobre la cama sin hacer. Se adormeció mecido por las olas que rompían contra el casco de la nave, escuchando el ronroneo del mar en el exterior, que se entremezclaba con el canto de las gaviotas.

La imagen se formó despacio, emborronada entre una bruma densa y compacta que humedecía las sábanas que lo cobijaban. Podía sentir el vaho adherirse a su cuerpo, que se perfilaba en medio de algún lugar, como si fuera la acumulación de miles de gotas que resbalaban por su piel expuesta. Estaba desnudo, con las dos marcas juntas en el lugar exacto del nacimiento de la espalda: una serpiente encerrada dentro de un rombo.

Varios puntos de luz parpadeaban en la niebla como las líneas inconexas de la cueva que se dibujaba ante sus ojos. Una ráfaga de viento impactó contra su torso y le levantó un escalofrío al helar la humedad que exudaban sus poros. El aire disipó la bruma despacio, mientras le mostraba la laguna donde colocar los cristales. Él avanzaba con su madre y su padre hacia el centro, los tres cogidos de la mano, como parte de un trío infalible. Una cuarta persona se recortaba a su lado sin rasgos ni sexo, solo era una silueta etérea que caminaba junto a ellos.

De repente, la aparición de la serpiente con dos cabezas borró todo el contorno para convertirlo en un infierno de llamas y humo que les impedía llegar a su destino. El cuerpo de la víbora reptó hacia las aguas claras de la laguna que se extendían tras la cortina de fuego. Llevaba los cuatro últimos cristales entre los dientes de una de las cabezas, la de mujer. La otra permanecía cabizbaja, con un hilillo de sangre resbalando por su cuello medio roto.

George emitió un quejido sordo. Mick no tardó en percatarse de que la mano de su padre se escurría entre la suya antes de caer al suelo con una herida mortal en el pecho.

La risa gutural de Ingrid le llegaba a través del crepitar de las llamas que envolvían el lugar. George yacía en el suelo, con su cuerpo enmarcado en un halo de sangre y su madre llorando desconsolada, arrodillada junto a él, entendiendo que llegaba el final de su lucha y que acababa de perder.

El secreto de los cristales
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