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7 de marzo de 2036

Bogotá

La vida en la calle empezaba a pesarle. Inés llevaba más de tres semanas malviviendo en los suburbios de Bogotá, escondiéndose de los sicarios de Domingo, que estaban tras su pista. Se sentía sucia, hambrienta, sedienta y con pensamientos contradictorios respecto a su futuro.

¿Qué la había impulsado a disparar? Todavía se recordaba acariciando el metal, con la consciencia del tacto frío y del peso del arma entre sus manos, como si la misma pistola la hubiera advertido del acto inhumano que estaba a punto de cometer.

A pesar de sus muchos años al servicio de su tía, ese fue su primer asesinato, el primero que cometía con sus manos, y no se reponía de la visión de la sangre desplazándose sobre la baldosa y creando un charco que encuadraba la cabeza sin vida de su víctima. Se despertaba en mitad de la noche, estirada en un callejón sin nombre, con la imagen de las gotas que le mancharon el vestido y los ojos abiertos de su tía Nicole, unos ojos que pregonaban a gritos su muerte.

Le cerró los párpados con las manos temblorosas y las lágrimas resbalando por su piel hasta el hombro. Recogió los rubíes, los envolvió en un paño y se los guardó en el bolsillo. Luego trasladó el cuerpo a la cama, taponando la herida con una toalla para borrar el crimen. En ese instante, la sangre fría que la caracterizaba barrió la extraña consciencia que la había impulsado a disparar. Fue como si ella misma se desdoblara en dos y su parte oscura se deshiciera de la blanda. Su mente volvió a realizar acrobacias intelectuales en busca de una solución para conservar su vida intacta.

Guiada por un plan que esbozó en una milésima de segundo, limpió todo el baño, colocó a Rocío en la cama, en la posición que adoptaba tras utilizar sus poderes, y corrió a su habitación a cambiarse de ropa, recoger todo el dinero en efectivo que guardaba en la caja fuerte y algunos objetos personales. Sabía que el silenciador del arma había ocultado el disparo, así que juntó las toallas y el vestido ensangrentado en un hatillo y lo escondió al fondo del armario para disponer del tiempo necesario para ponerse a salvo.

Antes de salir por la puerta, le comunicó a Domingo que Rocío estaba en cama para reponerse de su última visita al espejo. Luego se perdió por la carretera rumbo a las calles de Bogotá. En unas tres horas como máximo su tío descubriría la verdad y mandaría a un ejército a vengarse.

Se subió a un autobús tras otro, cambiando de aspecto en las estaciones de descanso con útiles que compraba en las tiendas que carecían de cámaras de seguridad, borrando sus huellas para desaparecer.

Desde que llegó a los suburbios de la capital se mantuvo escondida, sin destacar entre la jauría de vagabundos que poblaban las calles exhibiendo su pobreza con ropajes raídos, tristezas calladas, hambrunas extremas y mal convivir entre ellos. Era como si se encontrara en otro mundo donde no importaba nada más que la supervivencia diaria, y las comodidades a las que estaba acostumbrada se diluyeran en el deseo de comer, beber, dormir a cobijo y no ser atacada por sus semejantes.

Inés nadaba entre las dos personalidades que convivían en ella y no la dejaban respirar. Era como si la vida ficticia que su tía le creó se superpusiera a su verdadera realidad en muchos momentos. Vivió durante tantos años bajo una falsa identidad, convertida en esposa y madre, espiando en la sombra a su familia política para contentar a Rocío, que ya no sabía dónde estaba la línea divisoria entre Inés Canals y Emily Cooper.

Se levantó de la esquina en la que había pasado la mañana mendigando, dominada por la ternura de Inés, y se perdió entre las sombras de la tarde en busca de alimentos con los que saciar sus tripas, que no dejaban de estremecerse.

El secreto de los cristales
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