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31 de marzo de 2036
Estados Unidos
El 27 de marzo volaron de incógnito desde Colombia a Estados Unidos en un jet privado de la compañía de Heraldo. Esa noche durmieron noche en un motel de carretera a las afueras de San Francisco y, a la mañana siguiente, se subieron a la parte trasera de una furgoneta, tal como indicaban las instrucciones de la hija de Ray.
Inés no tenía consciencia de lo sucedido desde entonces, acababa de despertarse en la furgoneta, junto a Heraldo. Ambos estaban aturdidos, como si los hubieran drogado para impedirles saber a dónde se dirigían.
El colombiano ayudó a Inés a enderezarse mientras se deshacía de la bruma que enturbiaba sus sentidos y, al abrir las puertas, se encontró con un enorme almacén medio oscuro, lleno de cajas de cartón apiladas que solo dejaban un diminuto pasadizo entre ellas.
—¿Estás seguro de que no nos han tendido una trampa? —inquirió Inés con voz temblorosa—. Esto está muy oscuro, hace frío y me da muy mala espina.
—No tengas miedo —la tranquilizó Heraldo—. Hemos seguido las instrucciones de tu familia al pie de la letra.
Caminaron por el almacén abandonado con una cierta inquietud. Inés le lanzó varias miradas fugaces a Heraldo, quien avanzaba junto a ella con paso seguro. En ningún momento descubrió el mismo nerviosismo que la invadía a ella en la mirada encendida del colombiano, más bien su expresión facial denotaba una fuerte emoción interna.
Inés se detuvo a medio camino, sin poder contener por más tiempo las dudas que le provocaba la situación.
—¿Y por qué nos hacen pasar por todo esto? —Elevó el tono de voz, enfurecida—. No tiene sentido. Ya nos han drogado para traernos hasta aquí, así que si lleváramos armas o cualquier otro artefacto ya nos lo hubieran encontrado. ¿A qué viene esto ahora?
Heraldo la agarró del brazo con suavidad y la obligó a ponerse de nuevo en marcha.
—Quizás solo quieran intimidarnos un poco —razonó—. Vamos, Inés, no hemos llegado hasta aquí para que te amedrentes ahora.
—Todo esto me da mala espina —insistió ella—. Me han quitado los cristales en la furgoneta, ya no nos queda nada con lo que negociar. ¿Y si intentan vengarse de mí?
Una sonrisa iluminó el rostro del colombiano.
—Eso es ridículo. —Gesticuló exageradamente con las manos—. Según tu historia, los Noguera representan el bien, ¿no es así? —Ella asintió con la cabeza—. Entonces no hay nada que temer, no van a ser capaces de matar a nadie.
Avanzaron hasta que el sendero entre las cajas giró a la derecha. Al final de ese nuevo pasillo se distinguía una oficina con las paredes de cristal biselado que estaba iluminada en el interior.
—Mira, mujer de poca fe —dijo Heraldo con un gesto teatral—. Nos esperan allí.
Se acercaron a grandes zancadas, ya sin hablar. Ella seguía indecisa, como si algo le indicara que no debería seguir avanzando, pero la confianza ciega que exhalaba la presencia de ánimo de Heraldo la convenció de que estaba viendo demasiadas cosas en la situación. Así que dio un paso, luego otro, y otro, y alcanzó la puerta.
—Un segundo. —Heraldo se agachó—. Se me ha soltado un nudo del zapato.
Inés dejó la mano apoyada en el pomo de la puerta y se giró. Fue como si acabara de encender un botón que reproducía la escena a cámara lenta. La bala surcó el aire dejando pequeñas chispas al friccionarlo. Avanzaba desde un rincón estratégico sobre las cajas. Antes de que se incrustara en su cuerpo, Inés descubrió la cara de Domingo escondida detrás del arma que le disparó.