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26 de noviembre de 2035
Montenegro
Domingo Ortiz era un hombre práctico. Desde que se casó con Rocío supo que llegaría el momento de esconderse del mundo, por eso compró una propiedad en Montenegro, un pequeño estado europeo situado en la costa del Mar Adriático.
Los años al lado de la líder de Los Visionarios le sirvieron para escalar posiciones en la organización y mantener su pequeño imperio construido a base de traficar con drogas, pero también para acercarse a la mujer de la que llevaba toda la vida secretamente enamorado. No se engañaba, sabía que ella aceptó el matrimonio por conveniencia, al escapar de la prisión dejó a Nicole Cooper muerta y enterrada y Domingo le ofreció un nuevo nombre y una nueva vida. Sin embargo, él nunca perdió la esperanza de despertar algún sentimiento en el corazón de su mujer.
Rocío estaba en la habitación que Domingo había adaptado a sus necesidades médicas en una gran casa cerca del río, llena de aparatos de última generación para recuperar su corazón enfermo. Inés velaba por la seguridad de la pareja a través de varios aparatos de vigilancia instalados en los límites de la propiedad donde hombres armados custodiaban las entradas. Tres semanas atrás tomó la decisión de sacar a su tía del hospital y trasladarla a ese lugar antes de que su prima Ingrid llevara a cabo el intento de asesinato. Su prima desconocía el paradero de su madre entonces, pero ingresada en un hospital era más fácil de rastrear. El bando de la serpiente se quebró en dos, era como si la espina dorsal que sustentaba la víbora se hubiera bifurcado en dos cabezas distintas que se dirigían a la misma meta. Y una de ellas permanecía inconsciente.
Toda precaución parecía poca para evitar otro atentado contra su vida. Ingrid ya había intentado matar a su madre una vez y no se iba a detener ahora. La lucha por el poder era demasiado cruel para atender a parentescos.
Durante los años que las primas adoptaron las personalidades de Ingrid Stein e Inés Canals, la amistad entre ellas se había afianzado. Pero, cuando llegó la hora de militar en una de las escisiones de Los Visionarios, Inés decidió quedarse al lado de su tía Rocío, a la que consideraba la única capacitada para llevar a cabo el plan final.
Rocío llevaba en coma desde que sufrió el ataque cardíaco, y sus seguidores permanecían a la espera de que despertara.
Eran las cuatro de la tarde. Domingo jugaba su habitual partido de tenis para mantenerse activo en el cautiverio autoimpuesto por la situación. Inés estaba pegada al monitor donde movía los satélites en busca de pistas de Ingrid; desconocía por completo cuál era el aspecto actual de su prima y dónde estaba.
Rocío movió los párpados despacio, como si fueran de cartón y se hubieran quedado enganchados a los ojos. Los dedos de la mano derecha se agitaron al son de los espasmos que reiniciaban sus sistemas cerebrales. Exhaló una bocanada de aire y emitió una serie de jadeos descontrolados que la devolvían a la vida consciente.
Fue la enfermera la que primero atendió a la realidad de los monitores.
—¡Llama al doctor! —le ordenó a la asistente mientras se levantaba de un salto de la sala de control y corría a inspeccionar el estado de la paciente—. Avisa al señor Domingo y a la señora Inés. ¡Corre! ¡No te quedes ahí parada!
Cuando entró en la habitación, se encontró a Rocío incorporada en la cama, con los ojos abiertos y una mueca de aturdimiento. La auscultó sin contestar a las preguntas que la paciente le lanzaba con tartamudeos ininteligibles.
—¡Cálmese! —profirió en tono seco—. Ha estado tres semanas en coma tras sufrir un infarto de miocardio. Su marido y su sobrina la trasladaron a un lugar seguro. Su hija intentó matarla en México. —Le tomó la presión—. El corazón parece totalmente recuperado, pero esperaremos al diagnóstico del doctor.
—¿Dónde... dónde... dónde... estoy?
—En Montenegro —contestó Domingo, apoyándose en el marco de la puerta—. ¡Creía que no te despertarías nunca! —Se acercó a su esposa torciendo el gesto en un rictus de profunda emoción—. ¿Estás bien?
Rocío se dejó abrazar, se dejó examinar, se dejó mimar.
¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Quién quería matarla? ¿Su hija? ¿Tenía ella una hija? Eran demasiadas preguntas sin respuesta que se aglutinaban en su confuso cerebro. No lograba componer el puzzle de su existencia, nadaba entre las tinieblas de la confusión, donde los retazos de su vida se desperdigaban por la mente como puntos inconexos en un universo denso y en constante expansión.
Cuando se quedó sola, a eso de las diez de la noche, con las lagunas del pasado todavía vacías, Rocío se levantó de la cama y se dirigió al baño arrastrando los pies. Tantos días de inactividad habían dejado su huella en los músculos ajados por la edad. Las articulaciones crujieron al acercar la mano al picaporte de la puerta del baño, agarrotadas por la artritis que empezaba a aquejarla.
Se situó frente a la pila, con la mirada clavada en aquel rostro que la saludaba desde el espejo con una mueca de desconcierto, sin reconocer a la anciana que se reflejaba al otro lado. Se mojó la cara con abundante agua fría en un claro intento de despertar las memorias perdidas, aquellas que se le secaron con tantos días de inconsciencia.