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18 de marzo de 2036

BASS

Hans Orsson se despertó en mitad de la noche con una revelación. Fue como si todos los experimentos que había realizado con el nanovirus eclosionaran de repente y una idea sobre el antídoto se le apareciera de golpe.

—No puede ser tan fácil —se dijo, sacudiendo la cabeza.

Se desperezó antes de consultar el reloj. Eran las cuatro de la mañana, el sol todavía no iniciaba su andadura hacia el amanecer. Salió del camarote sin vestir, con el pijama afelpado de rayas y el pelo alborotado tras las horas de sueño. No se permitió ni coger la bata en su camino acelerado hacia el laboratorio.

Una vez allí se en cerró durante tres horas entre probetas y tubos de ensayo, en busca de la confirmación de sus sospechas.

—Tienes un antídoto, ¿no es cierto?

Cuando escuchó la voz de Mick dio un respingo.

—Lo siento, estaba tan concentrado que no te he oído llegar.

Mick esgrimió media sonrisa con el lado de la cara que todavía podía mover.

—Esto se está convirtiendo en un clásico.

El doctor Orsson se permitió relajarse un momento. Se sentó en la silla ante el microscopio e invitó a Mick a que lo imitara.

—Creo que tengo la solución para pararlo definitivamente. —A Hans se le iluminaron los ojos—. Pero sigo sin resolver el problema de regeneración de los músculos dañados.

—Ayer soñé con esto —inquirió Mick—. Sabía que encontrarías el antídoto y que me dirías estas mismas palabras. —Torció el gesto—. Por desgracia también sé que este antídoto tiene efectos secundarios y que tardarás un par de semanas en solucionarlos...

Hans Orsson juntó dos dedos de la mano derecha adoptando el signo de la victoria.

—¡Eso es perfecto! —exclamó—. Quiere decir que podré curarte.

Mick negó con la cabeza.

—Eso significa que tenemos el tiempo justo y que cualquier fallo a la hora de ejecutar los experimentos no me dejará otra opción que renunciar por un bien mayor.

El doctor interiorizó las palabras del muchacho. No acababa de entender demasiado bien el funcionamiento de su mente. Era muy maduro para su edad y aceptaba la enfermedad que lo mataba lentamente con una entereza envidiable, pero seguía insistiendo en renunciar a curarse si el antídoto no estaba listo a tiempo.

—¿Qué puede fallar? —Lo animó—. Tú mismo me aseguraste que todos tus sueños se cumplen.

—Las profecías son susceptibles de ser cambiadas. —Mick repicó sobre la mesa con la mano—. Mi abuela fue la primera en evitar algunas de las de Nostradamus. Además, ¿quién me asegura que el tiempo estimado de mis sueños será el real? No puedo estar seguro de cuándo deberé irme ni de si podré esperar a que tu medicamento esté listo. El día trece de abril debo estar en esa cueva con mi madre, es parte de mi destino.

—¿Qué cueva? —preguntó Orsson suspicaz. Sabía que el chico era especial, que tenía premoniciones y entendía la amenaza de Apophis, pero necesitaba encajar el resto de piezas para componer el mapa claro de la realidad que envolvía a los Harris.

Mick suspiró. Antes de entrar en el laboratorio ya había tomado la decisión de compartir toda la información con el profesor. Esos últimos meses de trabajo conjunto los habían acercado tanto como para convertirlos en amigos.

—La cueva de la laguna —musitó Hans tras escuchar fascinado la historia de Eva y sus descendientes—. ¿Tienes idea de dónde está?

—Mi madre lo averiguará en el momento justo —contestó el chico—. Lo único que tengo claro es que el 13 de abril debo estar ahí con ella.

La media hora siguiente el doctor Orsson intentó por todos los medios convencer a Mick de la importancia de permanecer en el barco hasta que pudiera suministrarle el antídoto definitivo. Gracias a la solución que le inyectaba cada mañana evitaba el deterioro de más nervios y estaba seguro de que tarde o temprano conseguiría regenerar todos los músculos y curarlo por completo.

Mick no se dejó convencer. En su fuero interno comprendía la necesidad de ser parte implicada en el restablecimiento del equilibrio cósmico. La premonición sobre su tía Ingrid y el asesinato de su padre se repetía de manera constante en las últimas semanas. Y siempre ocurría del mismo modo, sin variación.

El secreto de los cristales
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