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13 de enero de 2036
Arizona
Ingrid y sus tres compañeros estaban a punto perder la cabeza. Llevaban dieciséis días de cautiverio en una especie de caja metálica. Era un espacio de unos treinta metros cuadrados con las paredes, el techo y el suelo construidos con un material parecido al acero que bloqueaba las ondas de cualquier aparato electrónico. Los móviles no funcionaban, los microordenadores portátiles no se encendían y los relojes que los comunicaban con el barco no daban ni la hora.
La habitación era cuadrada, con tres literas arrinconadas en fila en un lado, una mesa rectangular con bancos en el otro y dos enormes sofás de loneta gris colocados delante de una mesa de centro repleta de revistas, libros y pasatiempos, que se dirigían a una pared únicamente ocupada por una pantalla de plasma de dos metros de ancho por uno y medio de alto. La comida les llegaba regularmente por una pequeña abertura en un lateral cercano a las camas. En una esquina había dos tabiques que aislaban el baño del resto del recinto.
Sabían el día y la hora gracias a unos números en rojo que aparecían en la esquina de la pantalla donde se proyectaban geometrías de colores al ritmo de la música suave que inundaba la sala a todas horas. La temperatura era estable, ni fría ni cálida. La ropa aparecía extrañamente limpia cada mañana, siempre la misma: un mono blanco de arriba abajo, con una cremallera en la parte trasera. Estaba confeccionado con alguna clase de material dúctil que se ajustaba al cuerpo y se adaptaba a su elasticidad.
Ingrid miró en derredor por tercera vez aquella mañana. El reloj marcaba las 10:30 del día 13 de enero de 2036. Repasó de nuevo la secuencia de hechos que los había llevado a esa situación, en busca de alguna pista para entender la razón del encierro. Siguieron las indicaciones de Alice al pie de la letra. El plan era inmejorable y lo ejecutaron con absoluta precisión. ¿Qué falló? Sus últimos recuerdos se perdían en el momento de abrir la trampilla en el suelo de la caseta que encontraron en la isla... Al recuerdo siguiente despertó aturdida en la parte alta de una litera desconocida, vestida con una ropa que no era suya. Un agudo dolor de cabeza la atenazó durante las horas siguientes, eran un sinfín de pinchazos en la sien que se extendían hacia atrás como si fueran latigazos asestados en el cráneo. Su primer instinto fue escapar de allí. Despertó a sus compañeros zarandeándolos con saña. Rita, Jin y Carlos estaban completamente atontados. Mientras ella dedicaba un buen rato a recorrer con la vista el lugar, ellos se quedaron sentados en la cama, con una sensación de irrealidad acosándolos.
El primer día lo dedicaron por entero a palpar las paredes, los muebles, la pantalla, el techo y el suelo en busca de alguna muesca que accionara una puerta. Cuando el reloj de la pantalla se situó en la medianoche, se rindieron a la evidencia de que estaban atrapados. Entonces se sentaron en los sofás con las caras contraídas en una mueca entre el enojo y la desesperación. Ingrid señaló que todas sus pertenencias habían desaparecido, incluso los cuatro rubíes que llevaba siempre encima para no perderlos.
Los días se sumaban en su haber sin más incidentes. Solo la comida que aparecía puntual cada día a las diez, a las dos y a las ocho, la música y los dibujos en la pantalla los inducían a crear una rutina. Pero no cejaron en el empeño de intentar escapar.
Tras una semana de peleas, nervios y culpas mal repartidas, se sumieron en el silencio, como si pronunciar una sola palabra equivaliera a reconocer que no podían hacer nada para salir de allí y que, por mucho que se empeñaran en recriminarse lo que pudo haber sido, la realidad era demasiado clara para esquivarla sin más.