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30 de octubre de 2035
Barcelona
Una bala surcaba el aire a una velocidad vertiginosa hasta impactar contra el torso de un hombre. Entraba a través de la ropa, penetraba en la piel y se clavaba en el corazón. El hombre se desplomaba en el suelo con un charco de sangre atestiguando el fin de sus días, y en la distancia la silueta negra aguantaba la pistola en el aire, con una risa maléfica dirigida al espectro de Ángela, quien la miraba desde la acera.
Ángela se levantó de un salto, se secó las lágrimas e inició una carrera contrarreloj para salvar la vida al hombre cuyo rostro se le había revelado en el trance. Sentía la presencia maligna de la silueta que llevaba años atormentándola en sueños, podía escuchar el latido de su corazón como un anunciador de su cercanía y no sabía si iba a llegar a tiempo.
Mick la seguía a corta distancia sin parar de preguntarle qué sucedía, pero Ángela era incapaz de explicarle lo que acababa de ver sin desatar una tormenta en su interior. Necesitaba conservar un halo de frialdad para llegar a tiempo.
La mañana se estropeó con la aparición de unas nubes borrascosas en el cielo. Una retahíla de truenos anunció la inminencia de la tempestad que no tardaría en desatarse sobre las calles de Barcelona. Cuando las primeras gotas empezaron a caer impunes sobre el asfalto, Ángela apretó el paso, sabía que la bala se dispararía justo en el instante en el que la llovizna se convirtiera en una tromba de agua.
Cinco rayos iluminaron la oscuridad que encerraba el cielo mientras Ángela, seguida de su hijo, giraba por la última bocacalle que la separaba del despacho de Mauricio Riera.
Ángel y Agustí caminaban juntos hacia ellos, ambos levantaron la mano en señal de saludo. Las piernas de Ángela estaban poseídas por la velocidad mientras se precipitaban a la carrera para llegar a tiempo. Escuchó cómo la silueta sacaba el seguro del arma; fue un ruido metálico muy cercano.
—¡Al suelo! —les gritó a sus hermanos en un desesperado intento de ser escuchada, pero las palabras no llegaron a salir de su boca a causa de los jadeos. La carrera la dejó exhausta y le secó las palabras.
Sus hermanos no tardaron en descubrir la alarma en el rostro de Ángela. Ella acababa de escuchar el gatillo del arma accionarse y luego cómo la bala friccionaba el aire en dirección a Ángel. Con un esfuerzo sobrehumano se arrojó hacia su hermano, que estaba a veinte centímetros de ella, y logró tirarlo al suelo.
- ¡Los Noguera están muertos! ¿Me has oído bien, Ángela? Mataré a toda tu familia si no me entregas los cristales que faltan para accionar los puntos de energía. ¡Los mataré de uno en uno hasta que te quedes sola en tu desesperación!
Ángela escuchó la voz de la silueta mientras caía al suelo y recibía en el brazo el tiro dirigido a su hermano.
Abrió los ojos lentamente. Mick y Agustí no paraban de moverse a su alrededor sin saber muy bien qué hacer. Ángel se incorporó e intentó detener la hemorragia del brazo derecho de su hermana, la bala le había alcanzado una arteria y se desangraba. A Ángela le dolía como si un cuchillo la hurgara, pero el dolor más intenso era el de la angustia de conocer la amenaza que se cernía sobre su familia.
—Está perdiendo demasiada sangre —dijo Ángel—. Agustí, aprieta en la herida mientras le hago un torniquete con el cinturón. Mick, llama a una ambulancia.
—Quiere... quiere... matarnos a todos —tableteó Ángela, nadando todavía en la inconsciencia—. ¡Debemos escapar!
La lluvia le impactaba contra la cara con una fuerza inusitada, sentía cómo la vitalidad se le escapaba lentamente. Estaba empapada, temblaba y el dolor la atenazaba. No podía detener el miedo que la apresaba como un veneno. Ángela carecía de la fuerza con la que su madre se enfrentó al destino, ella sentía un miedo ancestral hacia los sucesos que se empecinaban en ocurrirle desde la infancia; era una mujer débil, sin la coraza necesaria para luchar contra aquella silueta que serpenteaba entre sus pesadillas.
Escuchó los gritos de angustia de sus hermanos y de Mick en medio del desvanecimiento. La increpaban para que permaneciera despierta, la pérdida de sangre la debilitaba y era ella la que no debía sucumbir a la inconsciencia.
Ángela, a pesar de todos sus miedos y angustias, deseaba vivir, porque en medio del último trance, cuando aquella silueta inmunda sentenció a muerte a todos los miembros de la familia Noguera, ella descubrió un conato de vigor adormecido en su interior. La única persona capaz de detener al mal era ella, en su fuero interno siempre lo había sabido.
La ambulancia tardó diez minutos. Ángel controló la hemorragia, pero su hermana continuaba inconsciente. Durante la espera aparecieron dos policías que los sometieron a un breve interrogatorio bajo la lluvia, como si sus preguntas pudieran descubrir por sí solas a la persona que acababa de atentar contra la vida de Ángel.
Ángela vivió la media hora siguiente en una especie de letargo. Escuchó las instrucciones del médico, sintió cómo la subían a la ambulancia y el tacto le devolvió la presencia de la mano de su hijo encerrando la suya mientras la sirena ululaba en el techo.
¿De qué cristales hablaba la silueta? ¡Su madre sólo le legó cuatro! ¿Por qué le estaba pidiendo más? ¿Dónde estaban esos cristales? ¿Cómo iba a entregar algo que no tenía?