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13 de abril de 988 d.C.
Península de Yucatán
Itzáe esperó a que la luna envolviera la noche con su luz mortecina. Varias nubes manchaban las estrellas como presagios de la lluvia necesaria para las cosechas. Provenía de una larga lista de mujeres con su mismo nombre, todas descendientes de una primera Itzáe que vino de un mundo muy lejano en busca de un punto energético escondido en algún lugar de la península. Cada dos generaciones nacía una nueva poseedora del poder, una niña a la que se le tatuaba la marca distintiva de su condición, una víbora emplumada que serpenteaba por su piel como signo inequívoco de quien era.
La muchacha conocía la historia de su estirpe gracias a las conversaciones con su abuela, una mujer que utilizó su don para ayudar al prójimo, en su lecho de muerte, donde la anciana le entregó su herencia: los cuatro rubíes en forma piramidal que constituían el legado de su clan y anunciaban su cometido.
Nadie sabía de dónde vino la primera Itzáe, una diosa del fuego que llevaba tatuada una serpiente en el lugar del nacimiento de la espalda, pero sus rasgos diferían de los lugareños... Fue ella la que vaticinó la llegada del dios del fuego, un hombre de otro continente que portaba el poder en sus entrañas.
Cuando los primeros Itzáes llegaron a Centroamérica desde los alrededores de la cuenca de Usumacinta en el año 432, la primera Itzáe se unió al grupo y ellos adoptaron su nombre. Justo en el emplazamiento de la ciudad de Chichén, en la península del Yucatán, encontró lo que estaba buscando: el punto de energía del elemento agua.
Allí se estableció su clan, en medio de dos cenotes que delimitaban el centro exacto de la energía. Los depósitos naturales de agua dulce, llamados cenotes, son grandes pozos naturales creados por la erosión de la piedra caliza. Normalmente tienen forma circular.
Cuando años después sus coetáneos abandonaron el lugar, la Itzáe que portaba la marca decidió quedarse a esperar la llegada del rey blanco que la visitaba en sueños, un hombre poderoso que despertaría el poder del fuego dormido en su interior y otorgaría a los cristales de su estirpe un lugar. Sus fieles seguidores la apoyaron con su presencia.
Trescientos años después de que los Itzáes abandonaron Chichén Itzá apareció por el horizonte un hombre barbudo de tez clara y con una nariz larga y truncada llamado Kukulcán. Acompañaba a un nuevo grupo de Itzáes que venían a reconstruir su ciudad y a erigir los edificios que perdurarían a lo largo de la historia.
La actual Itzáe reconoció de inmediato las señales del destino: ¡Era la afortunada que conquistaría el corazón del futuro dios y utilizaría su llegada para encender la hoguera que ardía en su interior! Según la profecía de su antepasada, la fuerza del fuego se encontraba en un hombre que tenía la marca de la serpiente en la espalda, un descendiente de Ruth, la creadora de su clan.
Itzáe se acercó a la casa donde vivía Kukulcán con pasos lentos y silenciosos, desafiando la soledad de la noche con su silueta alta y esbelta, ennegrecida tras el cruce genético de su antepasada con los aborígenes mexicanos. El único rasgo caucásico que conservaba eran los ojos verdosos que aparecían moteados por pequeñas llamas rojizas.
Él dormía apaciblemente, sin adivinar lo que estaba a punto de suceder. Era un hombre que atravesó la distancia por mar desde el oeste en busca de un lugar que se le aparecía constantemente en sus sueños, como una señal inequívoca de la llamada de su destino. Viajó en una única dirección, guiado por unos ojos verdes que lo llamaban y le mostraban el camino al amparo de las estrellas.
Itzáe colocó las gemas formando un rombo alrededor de él. Los salmos inundaron la pequeña habitación sin ventanas que se iluminó con cuatro rayos carmesí que formaban un rombo perfecto uniendo los cuatro cristales. Las manos de Itzáe permanecieron alzadas hacia el techo durante unos minutos, hasta que sintió el fuego en sus entrañas. Entonces las bajó hacia Kukulcán y absorbió su poder.
Fue un acto extraño, distinto, mágico. A medida que las palabras bisílabas brotaban de los labios de Itzáe, un aura rojiza se elevaba desde el cuerpo dormido de Kukulcán. La energía adoptó la forma de miles de llamas que se condensaron en un único fulgor justo a la altura del corazón del hombre. Itzáe sintió cómo sus entrañas se retorcían. La serpiente que tenía tatuada en la espalda adoptó una forma tridimensional, salió de su cuerpo flotando y se tragó la hoguera que emanaba de Kukulcán.
Cuando la víbora regresó a su lugar, Itzáe recibió una descarga que calentó toda la sangre que circulaba por sus venas. El rayo carmesí que unía a los rubíes en un rombo perfecto se apagó, dejando la habitación a oscuras. Kukulcán se removió en su lecho, abriendo los ojos a una realidad nueva. Descubrió dos enormes ojos verdes con manchas rojizas en la penumbra, los mismos que lo atraían en sueños a ese lugar encantado. Recibió los brazos abiertos de Itzáe, que ardía de placer y emoción, y se dejó seducir por sus besos y caricias, como una promesa de unión que les reportaría la fuerza eterna.
Tras unas horas apasionadas disfrutando del amor de su futuro compañero, Itzáe regresó al exterior, sintiendo la hoguera distribuirse por todos los rincones de su cuerpo.
Caminó hasta al centro energético. Toda la fiereza del fuego se concentraba entre sus manos, como si aquella esfera ardiente que encerraban alcanzara su cenit. Alzó los brazos hacia la luna que se destapó de las nubes y pendía sobre ella con su majestuosidad, indicando su supremacía sobre el cosmos nocturno.
Itzáe salmodió de nuevo, tras colocar las piedras a su alrededor formando un rombo, rompiendo la oscuridad que proporcionaba la noche, desafiando a los siglos venideros con su visión.
Lanzó la bola de fuego al aire. Cuando los rubíes se unieron en un rombo de luz rojiza, la esfera se desintegró en miles de pequeñas ascuas que trazaron el mapa de los futuros monumentos que se levantarían en aquella ciudad. Y, en medio de todo el espectáculo de luz y fuego, los dos cenotes brillaron con fuerza.