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12 de diciembre de 2035

Una isla del Caribe

Ingrid llevaba ocho días con pesadillas. Se despertaba en mitad de la noche con el corazón desbocado y un sudor frío empapándola. Las imágenes eran terroríficas y, por mucho que se empeñara en deshacerse de ellas, se pegaban a su mente durante las horas de vigilia.

Se levantó de la cama con la seguridad de que no iba a volver a conciliar el sueño. Desde que conocía el precario estado de salud de su hija, se sentía más vulnerable, como si la frialdad se calentara con las ascuas del amor materno. Recorrió la casa silenciosa con cuidado de no despertar a sus hombres, que dormían en las habitaciones contiguas.

La cocina era una estancia agradable, con muebles blanquecinos y una fresca fragancia a flores silvestres que se colaba por la ventana abierta. A Ingrid le encantaba elegir destinos tropicales para esconderse. Le gustaba el calor, la naturaleza, los sonidos nocturnos que profería la selva. Era como si entre ellos se sintiera protegida del mundo exterior. Pero esta vez nada podía apartarla de las imágenes que la visitaban cada noche sin tregua.

Su madre se erigía como la cabeza principal de una serpiente tricéfala que la llamaba con palabras silbantes. Los primeros días solo descifró siseos ininteligibles en los labios de su madre. A partir de la tercera noche, las palabras cobraron sentido y una de las otras cabezas adquirió sus rasgos. Lo que oía era la llamada de Apophis, un grito de guerra que unía a tres personas necesarias para vencer en la batalla. Pero no podía visualizar a quién pertenecía la tercera cabeza. Se representaba como una cara sin rasgos, blanca, fría, sin nombre. Y esa visión la aterraba, era como el presagio de que algo malo iba a ocurrir cuando lograra llenar la laguna de su identidad.

Sacudió la cabeza para deshacerse de las reminiscencias de la pesadilla y se sentó en la mesa con una infusión.

—¿Otra vez levantada a estas horas? —Isaac se apoyaba en el marco de la puerta con rastros de cansancio en la cara. Todavía se estaba recuperando del tiro que había recibido al neutralizar el ataque de los federales en Andalucía. Actuó como un profesional. Gracias a su rapidez mental y a su agilidad logró despistar al enemigo el tiempo necesario para que todos llegaran al helicóptero a tiempo, pero no logró esquivar la bala que se le insertó en el abdomen.

—¡Tú tampoco duermes! —se defendió ella con una voz irritada.

—Me tiran los puntos. ¡Suerte que contamos con un médico en el equipo! Si Carlos no llega a extraerme la bala a tiempo, ahora estaría muerto.

Caminó cojeando hasta una silla y se sirvió un vaso con la tisana relajante que Ingrid se había preparado.

—Deberíamos hablar de nuestros próximos movimientos —le dijo, tras beber un sorbo—. Tienen a Elena, ¿te has preguntado cuánto tardará en hablar? Si le inyectan algún suero de la verdad, podría rastrear nuestra posición sin problemas.

Ingrid repicó nerviosa con los dedos sobre la mesa.

—Todo se ha descontrolado. La verdad es que hay demasiados cabos sueltos de los que deshacernos y nos faltan recursos. Estamos aislados en esta isla caribeña sin libertad de movimientos.

—¡Eso no es cierto! Tenemos a Ron, podemos obligarlos a hacer lo que nos plazca.

—No son ellos los que me preocupan. —Bebió tres sorbos largos antes de decidirse a compartir lo que le quemaba por dentro—. Desde que he llegado a esta isla tengo unas pesadillas horribles. ¡Son tan reales! ¿Y si veo el futuro? Quizás las imágenes me llegan para avisarme de lo que pasará.

Isaac arqueó las cejas.

—No es tan descabellado pensar que puedas tener visiones. Al fin y al cabo tu padre era Mick, la reencarnación de Nostradamus.

—Sé que estamos en peligro. —Suspiró—. Y que debemos deshacernos de las otras dos cabezas de la serpiente.

—Ahora sí que no te sigo. —Isaac menó la cabeza con exasperación—. ¿De qué tres cabezas hablas?

—He visto a Apophis como la serpiente que llevo tatuada en la espalda. El problema es que se ha bifurcado en tres cabezas. Una soy yo, la otra mi madre y la tercera alguien a quien debemos temer. Es como si los tres avanzáramos hacia un mismo final y solo uno pudiera quedar en pie.

Se levantó y caminó hacia la ventana para recibir una bocanada de aire fresco sobre su rostro.

—La cabeza desconocida representa un gran peligro para mí —dijo en apenas un susurro—. Cuando la veo en las pesadillas se me hiela la sangre. Le tengo miedo. Un miedo irracional, si he de ser sincera, pero lo suficientemente fuerte como para representar una amenaza para nuestra misión.

Isaac se quedó un buen rato mirando a su jefa en silencio. Llevaba más de quince años trabajando para ella y jamás la había visto desencajarse de una manera tan contundente. Las ojeras apagaban el brillo de sus ojos y varias arrugas diseminadas por la cara denotaban el grado de nerviosismo al que estaba sometida. El cuerpo le temblaba de manera muy leve, casi imperceptible, pero a Isaac no le pasó desapercibido.

—Me voy a la cama. —Ingrid caminó hacia la puerta—. A la luz del día todo será menos terrorífico.

Un soplo de aire se coló por la oreja de Isaac y subió hacia su cabeza. Fue como si a través de la brisa la serpiente usurpara su cerebro. Se acercó a Ingrid por detrás con mucho sigilo, avanzando por el pasillo. Los ojos le cambiaron de expresión, denotaban que sus pensamientos ya no le pertenecían.

—¡Mátala! —le ordenaba una voz en su cabeza.

Aceleró la marcha hasta alcanzarla y le rodeó el cuello con las manos

—Isaac, suéltame —bramó ella.

Ingrid intentó defenderse del ataque sin éxito. Se asfixiaba, pero Isaac seguía apretando con fiereza, sin atender a las órdenes cada vez más ahogadas de Ingrid.

La cara de Isaac se contraía en un rictus extraño, como si estuviera en un trance inducido por alguien en la distancia.

—Suéltame —suplicó Ingrid con apenas un hilo de voz—. ¡Me estás matando!

El secreto de los cristales
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