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21 de marzo de 2036

Arizona

Domingo tardó cuatro días en llegar a Arizona debido a los diferentes cambios de vehículo que ideó para esquivar los escáneres generales que podían delatarlo. Sabía por Ingrid que los federales estadounidenses conocían las identidades de los miembros activos de la organización y que las fuerzas armadas de todos los países estaban en alerta.

Salir de Colombia sin delatarse no fue fácil. Necesitó un cambio radical de imagen, un nuevo pasaporte y transporte terrestre combinado con trenes para no pasar por ninguna frontera demasiado concurrida. Sus colegas del mundo de la droga lo ayudaron a llegar sano y salvo al estado americano donde lo esperaba Ingrid, pero ningún favor de esa gente era gratuito.

Caminó por la avenida con una furia incontrolable. El tiempo se le escurría entre las manos y necesitaba urgentemente un plan de ataque para recuperar la hegemonía de su bando. Él era un ferviente fanático de las ideas de su mujer. En su fuero interno siempre creyó en la necesidad de erradicar de la madre Tierra a una humanidad que la maltrataba para dar cabida a un nuevo orden mundial, una nueva raza que surgiera de la mejora genética de la actual.

Su trabajo era una buena forma de demostrar que las sociedades que formaban los seres dominantes del planeta estaban enfermas. ¡Cuánta gente le compraba la droga para deshacerse de su realidad! ¡Cuántos incautos robaban, amenazaban, incluso mataban para hacerse con el elixir que podía llevarlos a una muerte en vida! Él sabía que los hombres estaban corruptos, enfermos, llenos de una rabia que los abocaba a guerras sin fin y a atentar contra su propio planeta. Él se limitaba a sacar provecho de la situación y así costear los gastos del proyecto que aseguraría un futuro a la Tierra.

Llamó al timbre con impaciencia. Sus hombres se apostaban a ambos lados de la calle sin llamar la atención, esperando la señal de Domingo para reunirse con él dentro de aquel bloque de cemento sin ningún distintivo ni decoración.

Le abrió un hombre de rasgos asiáticos que arrastraba su desespero por el descansillo mientras lo saludaba sin demasiada emoción.

—Dolly me dijo que vendrías. —Lo acompañó a un salón de decoración pasada de moda y le indicó que tomara asiento en uno de los dos sofás de chinilla marrón—. Llevo tres días esperándote.

Domingo le dirigió una mirada desdeñosa.

—Pensaba que me recibiría ella —le espetó en un tono áspero.

El hombre, que debía rondar la cuarentena, retorció las manos compulsivamente, sin atreverse a encarar la mirada glacial de su interlocutor.

—Ha pasado algo extraño —empezó a decir con voz pausada—. Fue hace dos días.

El nerviosismo de Domingo se hacía patente en un movimiento involuntario del párpado derecho.

—¡Suéltalo de una vez! —lo increpó.

Chow se miró los zapatos para esquivar los ojos acerados del hombre que tenía delante. A pesar de estar cercano a los setenta años se conservaba en una envidiable forma física. Sus anchas espaldas enfundadas en una camiseta de algodón beige se unían a un torso con pronunciados músculos que se tensaban al son de su ira.

—Es que tampoco sé muy bien qué pasó —se excusó Chow—. Dolly me pidió que le encontrara un cuenco lo más parecido al bol que utilizaba Marta Noguera para sus visiones. Debía medir veinte centímetros de diámetro y ser de metal oscuro. —Tragó saliva—. Me costó bastante dar con algo así, la verdad.

—¿Y no te dijo para qué lo quería?

Chow negó con la cabeza.

—Solo me dio instrucciones precisas de cómo proceder. Debía llevarle el cuenco lleno de agua y ocuparme de recibirte cuando llegaras para que te encargues de planear el asalto a la prisión donde están nuestros hombres. También me ordenó que no la molestáramos hasta nuevo aviso.

Domingo se levantó del sofá de un salto.

—Ahora mismo me vas a llevar a su habitación —dijo irritado—. ¡Se han acabado tantas gilipolleces! Quiero hablar con ella en persona.

Chow se irguió.

—Ese es el problema —inquirió—. Que no puede hablar ni moverse ni levantarse. Lleva días petrificada delante del bol, con los ojos fijos en el agua, sin ni siquiera parpadear.

El narcotraficante no esperó a que su anfitrión lo acompañara y empezó a caminar por el pasillo abriendo cada una de las puertas que se diseminaban en él.

—Es por aquí —le indicó Chow, resignado—. Esta es la habitación de Dolly, las otras están ocupadas por el resto de camaradas.

Domingo abrió la puerta de par en par. Los ojos se le agrandaron desmesuradamente al comprobar la realidad. Ingrid estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en el dosel y las piernas cruzadas alrededor del cuenco de agua que reflejaba su cara como en un espejo. Las manos reposaban abiertas sobre las paredes del bol, su cara estaba rígida, con los labios apretados y la mirada catatónica fija en su reflejo, como si se tratara de una roca inanimada.

La luz estaba apagada, así que la única iluminación interior procedía de la ventana, con la persiana medio cerrada, y del pasillo. Eso confería un toque fantasmagórico a aquella estampa que despertó una cólera mayor en Domingo. Caminó a grandes zancadas hasta situarse a la altura de su hijastra.

—Tiene pulso. —El dedo índice se detuvo en la yugular—. Es un poco lento, pero el corazón late. —Colocó el dedo bajo su nariz—. Y respira con normalidad. ¡Es como si estuviera aquí solo de cuerpo presente!

Chow se comió la distancia que los separaba con cuatro pisadas silenciosas.

—Mira en el bol atentamente —le dijo, indicándole la posición idónea para observar el agua donde se reflejaba el rostro pétreo de Ingrid—. Verás qué está haciendo. ¡Es increíble!

Domingo posó sus ojos en el líquido con escepticismo, negando con la cabeza y chasqueando la lengua para mostrar su rechazo a esa afirmación.

Al principio solo distinguió la imagen de ella. Pero, a los pocos segundos, el agua empezó a crear un sinfín de ondas que le traían instantáneas de una ciudad milenaria perdida en algún lugar del planeta. Se distinguían dos pozos de agua circulares con una pirámide escalonada en medio. Ingrid deambulaba por la explanada de césped que albergaba los monumentos, convertida en una joven indígena de unos veinte años de edad que se mezclaba con los turistas a la espera de alguien.

El secreto de los cristales
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