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El muchachito corrió a toda velocidad por los pasajes subterráneos de las mazmorras del castillo. Estaba empapado a causa de la lluvia que caía afuera. Tenía la gorra torcida. Sus ojos resplandecían con la urgencia de un mensaje que había llevado a lo largo de una carrera de dos millas, a la luz del crepúsculo matutino.
Identificó una habitación que tenía delante y golpeó la puerta, gritando:
—¡Príncipe Dunneldeen, príncipe Dunneldeen! ¡Despierte! ¡Despierte!
Dunneldeen acababa de instalarse en su habitación, sobre la manta, para hacer una agradable y cómoda siesta, la primera desde hacía mucho tiempo.
El muchachito luchaba con manos temblorosas por encender un trocito de vela con un pedernal.
De modo que ahora era «príncipe» Dunneldeen. Sólo lo llamaban así en los días de fiesta o cuando iban a pedirle un favor. Su tío, jefe del clan Fearghus, era el último de los Stewart y tenía derecho a ser llamado rey, pero nunca lo había hecho valer.
Ahora brillaba la luz. Brillaba sobre los pocos muebles de la habitación de muros de piedra. Mostraba al empapado y excitado Bittie Mac Leod.
—¡Su caballero Dwight, su caballero Dwight ha enviado un mensaje que dice que es muy urgente!
Ah, esto era otra cosa. Dunneldeen se levantó y buscó sus ropas. «Caballero» Dwight. Probablemente Dwight había usado esa palabra porque «copiloto» hubiera sonado extraño a los oídos del chiquillo.
—Sus ayudantes están ensillando una montura. ¡Su caballero ha dicho que es muy urgente!
Dunneldeen echó una mirada al reloj. Eso quería decir que habían terminado las doce horas de silencio radial, eso era todo. Probablemente un montón de noticias. Dunneldeen no tenía idea de que las cosas no hubieran ido bien en las otras minas y no dudaba de que en el recinto habrían tenido éxito. Se vistió sus ropas de vuelo. No había prisa. Se tomó su tiempo.
Qué noche tan ajetreada habían tenido. Su plan y el de Dwight había sido hacer atravesar el mar al jefe para celebrar la victoria. Habían aterrizado con ambos aviones en una meseta a dos millas de distancia para no asustar a la gente, y él había cogido prestado un caballo de un sorprendido granjero que conocía, cabalgando hasta allí.
Había sacado de la cama a su tío, el jefe del clan Fearghus, y los ayudantes habían corrido a encender los fuegos en las colinas para reunir a los clanes y comunicarles la noticia. La mina de Cornwall ya no existía. ¡Serían libres para vagar por toda Inglaterra!
El jefe quería mucho a su sobrino Dunneldeen, que era su heredero. Le gustaba el estilo de Dunneldeen. Un verdadero escocés. Había escuchado entusiasmado mientras Dunneldeen le daba un recuento mínimo pero torrencial de todo lo que habían hecho. Y aunque Dunneldeen era un poco imprudente, el jefe le prestó atención, asegurándose al mismo tiempo de reservarse el juicio y la posibilidad de actuar sabiamente una vez enterado de la situación general, sin interrumpir la exhibición de Dunneldeen. De modo que había ordenado que se encendieran los fuegos. Estaba cautelosamente excitado.
Después, Dunneldeen había ido a ver a una muchacha, proponiéndole matrimonio, y ella había dicho: «¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Oh, sí, Dunneldeen!».
Habiéndose ocupado también de esto, se había retirado a su casa a echar un sueñecito.
Bittie parecía estar tratando de recordar algo más. Saltaba de un pie desnudo a otro, bizqueando, limpiándose la nariz. Después el muchacho pareció abandonar el esfuerzo. Dunneldeen estaba casi vestido.
Los ojos del muchacho advirtieron la espada en la pared. Era un claymore utilizado en las batallas y en las ceremonias. Era un verdadero claid heamh mor de cinco pies de largo, no simplemente un sable. Bittie lo señalaba, indicando que el príncipe debía llevarlo. Dunneldeen sacudió la cabeza para decir que no, que esta vez no iba a llevarlo.
Cuando vio apagarse la excitación en los ojos de Bittie, cedió. Lo descolgó y se lo tendió.
—¡Muy bien, pero lo llevas tú!
La espada tenía un pie de altura más que el niño. La adoración, el temor y la alegría volvieron a reflejarse en su cara mientras se pasaba la correa en torno al cuello.
Dunneldeen revisó su equipo y salió. Los corredores y vestíbulos del castillo estaban atestados de ayudantes. Tenían hachas en sus cinturones y daban vueltas, dedicados a las múltiples tareas previas a una reunión de los clanes. Realmente, Dunneldeen había animado la escena. A nadie se le había dicho nada. No sabían qué sucedía. Dunneldeen había venido a casa. Se habían dado órdenes. Algunos decían que la mina psiclo ya no existía. Había muchísimas cosas que hacer.
Las antiguas ruinas habían seguido siendo ruinas en la superficie, para no atraer la atención de los bombarderos que habían estado pasando durante siglos. Algunos decían que el lugar había sido alguna vez la morada de los reyes escoceses. Habían ampliado sus mazmorras y era en sí mismo una fortaleza.
Dos ayudantes tenían ensillado el caballo de Dunneldeen, que brincaba por los alrededores. Los ayudantes dedicaban a Dunneldeen amplias sonrisas de bienvenida.
Montó y, a una señal suya, pusieron al chico detrás de él, con claid heamh mor y todo.
Estaba lloviendo. Aparentemente había llegado una tormenta. El tiempo era claro cuando aterrizaron, pero el amanecer estaba totalmente cubierto.
Fue en aquel momento cuando Bittie Mac Leod recordó el resto del mensaje.
—Su caballero —anunció a la espalda de Dunneldeen— también dijo que «tapara».
El acento del chico era gutural, no el de un escocés educado.
—¿Qué? —preguntó Dunneldeen.
—No me acuerdo bien, no puedo recordar la palabra —se disculpó el chico—. Pero sonaba como «tapara».
—¿Trepara? —preguntó Dunneldeen.
Era la palabra que habían convenido para transmitir un despegue de emergencia.
—¡Ah, sí, eso era, eso era!
Dunneldeen partió como un tiro y nunca un caballo recorrió dos millas a mayor velocidad que el suyo.
Se detuvieron bruscamente sobre la lona achatada. Dunneldeen miró con desesperación en torno. Sólo estaba allí el avión de pasajeros. Se bajó del caballo y le entregó las riendas al niño. Abrió la puerta y saltó al interior del avión, buscando la radio.
Y en aquel momento aterrizó Dwight a su lado, sobresaltando al caballo, que comenzó a saltar frenéticamente y arrojó al suelo al muchacho y la espada.
Dunneldeen corrió hacia Dwight.
—No se oye nada —dijo Dwight.
No habían mensajes radiales del recinto. Tal como habían convenido, Dwight había permanecido fielmente a la escucha, esperando cualquier interrupción del silencio radial y luego el final del propio silencio. El período había terminado, pero los pilotos, al no tener noticias de Roberto el Zorro, no habían conectado las radios. Pero había sucedido otra cosa curiosa. Dwight había captado una conversación en psiclo en la banda planetaria del avión, muy alta y clara. Parecía lo bastante fuerte como para haberse desarrollado dentro de las mil millas o así, tal vez más, era difícil decirlo.
—¿Qué dijeron? —preguntó Dunneldeen.
—Lo tengo todo en un disco —dijo Dwight, y lo puso. Decía: «¡Nup, cabeza de chorlito! ¡Despierte!». Dwight explicó que había enviado inmediatamente al niño para decirle a Dunneldeen que «trepara», y que él mismo había despegado en seguida. Sí, el súbito rugido de los motores de Dwight también estaba en el disco. El disco siguió girando.
—¿Bombardero? —dijo Dunneldeen—. ¿Zzt? Había un jefe de transportes llamado Zzt.
—¡Bueno, estaba por ahí, en alguna parte, en un bombardero! —dijo Dwight.
Había subido tanto como pudo. Unos doscientos mil pies. Tan rápido como le fue posible.
—Casi me destrocé el corazón y los pulmones con la gravedad —dijo Dwight.
Después escuchó completas instrucciones en psiclo sobre la aproximación de un avión frente a una puerta, para que Zzt pudiera salir de allí.
—No hay ningún bombardero tan grande —dijo Dunneldeen—. No que yo conozca.
Dwight había conectado todos los instrumentos de búsqueda que tenía. La transmisión llegaba desde el noroeste. Había volado en esa dirección. Lo había localizado en la pantalla. Viajaba a trescientas dos millas por hora. En el lugar donde estaba la cosa, el tiempo estaba muy claro; las nubes y la lluvia estaban delante.
Pasó otra parte de la transmisión. Alguien llamado «Snit» estaba todavía en el bombardero, pero no se explicaba por qué. Eso era absurdo porque los bombarderos no llevaban pilotos. ¿Pero cómo podía alguien sacar a otro de un bombardero? Y después alguien estaba sacando combustible del bombardero en una canasta de metal y el otro psiclo decía que iba a abandonar el aparato.
—¿Entonces por qué estás aquí? —preguntó Dunneldeen, volviéndose hacia el avión de pasajeros—. ¿Por qué no lo atacaste?
—Estalló —dijo Dwight—. Lo vi clarísimo, con mis ojos. ¡Parecían veinte tormentas de relámpagos! Se fue hacia abajo, probablemente cayó al mar. Revisé toda la zona. Sólo persistía un pitido; probablemente, al hundirse quedaron deshechos. Y después enmudeció. Sencillamente ya no aparece en ninguna pantalla. De modo que regresé.
Dunneldeen volvió a escuchar el disco, sacó los grabadores de los instrumentos. Todos contaban la misma historia. Calor y luego nada.
Dunneldeen miró el cielo.
—Es mejor que vuelvas y patrulles en esa dirección.
—No escucharemos nada —dijo Dwight—. Y las nubes son altas. La cosa volaba a unos cinco mil pies, y así no se puede ver directamente nada. La capa de nubes sube hasta por lo menos diez mil. No hay pitido —terminó diciendo Dwight.
Dunneldeen se volvió y miró las ruinas del castillo, lúgubres y muy antiguas en la lluvia y la neblina matinales. Estaban a dos millas y aparecían y desaparecían.
¿Qué pasaba? ¿Se habría perdido la batalla del recinto? ¿Qué bombardero? ¿Y por qué había estallado? Los jefes de clanes debían de estar reuniéndose y él tenía muchas cosas que hacer.