8

Terl se había sentido muy orgulloso de sí mismo hasta el momento en que fue convocado por el director planetario. Ahora estaba nervioso, esperando la cita.

Las semanas habían volado y el verano se desvanecía en el escalofrío del otoño. El animal-hombre lo estaba haciendo bien. Cada uno de sus momentos de vigilia parecía pasarlos con el lenguaje chinko y la máquina de instrucción técnica.

Todavía no había empezado a hablar, pero por supuesto era sólo un animal, y estúpido. Ni siquiera había comprendido el principio de la asociación cruzada progresivamente acelerada hasta que se lo mostró. Y ni siquiera tenía suficiente sentido común como para pararse justo enfrente del transmisor de conocimiento conceptual instantáneo. ¿No comprendía que era necesario recibir todo el impulso de la onda para que atravesara los huesos del cráneo? Estúpido. ¡A ese paso necesitaría meses para educarse! ¿Pero qué podía esperarse de un animal que vivía de ratas crudas?

Y sin embargo a veces, al entrar en la jaula, Terl había mirado esos extraños ojos azules y había visto peligro en ellos. No importaba. Terl había decidido que si el animal resultaba ser peligroso, podría sencillamente utilizarlo para iniciar las cosas y después, a la primera señal de que se estaba volviendo difícil de controlar, podría ser vaporizado velozmente. Un botón apretado en un explosivo manual. Bang, se terminó. Era muy sencillo.

Sí, las cosas habían ido muy bien hasta esta convocatoria. Esas cosas lo ponían a uno nervioso. Era imposible saber qué podía haber descubierto el director planetario, imposible saber qué cuentos podrían haberle contado. Habitualmente, no se consultaba mucho a un jefe de seguridad. De hecho, mediante una tortuosa cadena de mando, un jefe de seguridad no estaba en todos los puntos bajo las órdenes del director planetario. Eso hizo que Terl se sintiera mejor. En realidad, se habían dado casos en los que un jefe de seguridad había quitado de en medio a un director planetario… casos de corrupción. Sin embargo, el director planetario seguía siendo la cabeza administrativa y era el que enviaba los informes; informes que podían conseguir el traslado de uno o la continuidad en el puesto.

La convocatoria había llegado la noche anterior, tarde, y Terl no había dormido muy bien. Se había revuelto en la cama, imaginando conversaciones. En una ocasión, se había levantado y revisado los archivos de su oficina, preguntándose qué tendría contra el director planetario, por si acaso. Lo deprimió el hecho de no poder recordar ni encontrar nada. Terl sólo se sentía en forma si tenía una gran ventaja en términos de chantaje potencial.

Fue casi con alivio que vio llegar la hora de la cita y entró pesadamente en la oficina del psiclo más importante.

Numph, el director planetario de la Tierra, era viejo. Según los rumores, era un marginado del directorio central de la compañía. No por corrupción, sino por simple incompetencia. Y lo habían enviado tan lejos como fue posible. Un puesto sin importancia, una estrella marginal de una galaxia remota, el lugar perfecto para enviar a alguien y olvidarlo.

Numph estaba sentado frente a su tapizado escritorio, mirando a través de la cúpula de presión en dirección al distante centro transbordador. Roía con aire ausente la punta de una carpeta de archivo.

Terl se aproximó, alerta. El uniforme de ejecutivo de Numph estaba limpio. Su piel, que iba volviéndose azul, estaba impecablemente peinada y en su lugar. No parecía especialmente alterado, aunque sus ambarinos ojos eran impenetrables.

Numph no levantó la mirada.

—Siéntese —dijo, ausente.

—Vengo en respuesta a su convocatoria, su planetaridad.

El viejo psiclo se volvió hacia su escritorio. Miró con fatiga a Terl.

—Eso es evidente.

No le importaba mucho Terl, pero tampoco le desagradaba. Todos estos ejecutivos eran iguales; definitivamente, no de primera clase. No era como en los viejos tiempos: otros planetas, otros puestos, otros equipos.

—No hay beneficios —dijo Numph.

Arrojó la carpeta sobre el escritorio. Tintinearon dos platillos de kerbango, pero no le ofreció ninguno.

—Me parece que el planeta está quedando exhausto —dijo Terl.

—No es así. Hay bastante mineral profundo como para seguir trabajando durante siglos. Además, eso es problema de los ingenieros, no de seguridad.

A Terl no le importó sentirse reprendido.

—He oído decir que hay una depresión económica en muchos de los mercados de la compañía, que los precios están bajos.

—Podría ser. Pero eso es asunto del departamento económico en la oficina central, no de seguridad.

Este segundo rechazo inquietó a Terl. Su silla crujió de manera alarmante bajo su mole.

Numph empujó la carpeta hacia él y jugueteó con ella. Después miró con cansancio a Terl.

—Son los costos —dijo Numph.

—Los costos —dijo Terl, animándose un poco— tienen que ver con la contabilidad, no con seguridad.

Numph lo miró por espacio de varios segundos. No conseguía saber si Terl estaba mostrándose insolente. Decidió ignorarlo. Volvió a dejar caer la carpeta.

—Pero el amotinamiento lo es —dijo Numph.

Terl se puso rígido.

—¿Dónde está el motín?

No le había llegado el más mínimo rumor de eso. ¿Qué estaba pasando aquí? ¿Tenía Numph un sistema de inteligencia que superaba a Terl?

—Todavía no se ha producido —dijo Numph—. Pero cuando anuncie los recortes en los sueldos y elimine las primas, es probable que haya uno.

Terl se estremeció y se echó hacia adelante. Esto lo afectaba en más de una manera.

Numph le mostró la carpeta.

—Costos de personal. Tenemos en este planeta tres mil setecientos diecinueve empleados, distribuidos entre cinco minas activas y tres lugares de exploración. Esto incluye personal del campo de aterrizaje, tripulación de los cargueros y fuerza transbordadora. A un sueldo medio de treinta mil créditos galácticos al año, resulta una suma de C 111.570.000. Alimentación, vivienda y gas respiratorio para cada uno, da una media de quince mil créditos, lo que hace C 55.785.000. El total es de C 167.355.000. Agregue a eso las primas y transporte y casi habremos excedido el valor de la producción. Ahí no se incluye el desgaste y tampoco la expansión.

Terl había sido vagamente consciente de esto y de hecho lo había utilizado como argumento —falso— para continuar con su plan personal.

No creía que hubiera llegado el momento de poner en marcha su proyecto. Pero no había pensado que la poderosa y rica Compañía Intergaláctica iría tan lejos como para recortar los sueldos y eliminar las primas. Si bien esto lo afectaba directamente, estaba mucho más interesado en su plan de riqueza y poder personal.

¿Había llegado el momento de iniciar una nueva fase de su proyecto? En realidad, el animal lo estaba haciendo muy bien. Probablemente pudiera ser entrenado para la empresa de excavación elemental. Podría utilizarlo para reclutar otros animales. Estaba bastante convencido de que podría hacer el trabajo minero necesario, que era muy peligroso.

Trabajar en aquella veta del acantilado destrozado por la ventisca sería muy difícil y podía resultar fatal para alguno de los animales que intervinieran en la labor. ¿Pero a quién le importaba? Además, en el momento en que se descubriera el material, habría que vaporizar a los animales de modo que el secreto no se descubriese nunca.

—Podríamos aumentar nuestra producción —dijo Terl, tanteando el terreno hacia su objetivo.

—No, no, no —dijo Numph—. Eso es imposible —y suspiró—. Tenemos un personal limitado.

Eso fue como una dulce música para los huesos auditivos de Terl.

—Es verdad —dijo, atrayendo cada vez más a Numph hacia la trampa—. A menos que lo solucionemos, eso conducirá a un motín.

Numph asintió, taciturno.

—En un motín —dijo Terl—, los primeros a quienes los trabajadores vaporizan son los ejecutivos.

Numph volvió a asentir, pero esta vez había una chispa de miedo en las profundidades de sus ambarinos ojos.

—Estoy trabajando en ello —dijo Terl. Era prematuro y no había tenido intención de iniciarlo, pero ése era el momento—. Si pudiéramos darles la esperanza de que los recortes no serán permanentes y si no importáramos personal nuevo, se reduciría la amenaza de motín.

—Verdad, verdad —dijo Numph—. No vamos a traer personal adicional o nuevo. Pero al mismo tiempo nuestras instalaciones están trabajando duro y ya hay protestas.

—De acuerdo —dijo Terl. Y se aventuró—. Pero ¿qué diría usted si le dijera que en este mismo momento estoy trabajando en un proyecto para reducir a la mitad nuestra fuerza de trabajo dentro de dos años?

—Diría que es un milagro.

Eso era lo que Terl quería oír. Todavía conseguiría los aplausos de todos los que estaban en el planeta central.

Numph parecía casi ansioso.

—A ningún psiclo le gusta este planeta —dijo Terl—. No podemos salir sin usar máscaras…

—Lo que aumenta los costos de gas respiratorio —dijo Numph.

—… y lo que necesitamos es una fuerza de trabajo de respiradores de aire que puedan realizar operaciones mecánicas elementales.

Numph se echó hacia atrás, dubitativo.

—Si está pensando en los… cómo se llamaban… los chinkos, fueron eliminados hace muchísimo tiempo.

—Nada de chinkos. Y felicito a su planetaridad por su conocimiento de la historia de la compañía. Nada de chinkos. Hay personal potencial local.

—¿Dónde?

—Por ahora no voy a decir nada más, pero deseo informar que estoy haciendo progresos muy esperanzadores.

—¿Quiénes son esas gentes?

—Bueno, en realidad no es «gente», como dice usted. Pero en este planeta hay seres sensibles.

—¿Piensan? ¿Hablan?

—Son muy expertos manualmente.

Numph consideró esto.

—¿Hablan? ¿Puede comunicarse con ellos?

—Sí —dijo Terl, comprometiéndose a más de lo que creía—. Hablan.

—En el continente más bajo hay un pájaro que habla. Un director de minas de allá envió uno. Podía jurar en psiclo. Alguien olvidó reemplazar el cartucho de aire de su cúpula y murió. —Frunció el entrecejo—. Pero un pájaro no es manualmente…

—No, no, no —dijo Terl, interrumpiendo el parloteo—. Éstas son unas cositas bajas, con dos brazos, dos piernas…

—¡Monos! Terl, no hablará en serio…

—No, no son monos. Los monos nunca podrían manejar una máquina. Estoy hablando del hombre.

Numph lo miró durante unos instantes. Después dijo:

—Pero queda sólo un pequeño número, aun si pudieran hacer lo que usted dice.

—Verdad, verdad —dijo Terl—. Han sido registrados como especie en peligro.

—¿Qué?

—Una especie que está a punto de extinguirse.

—Pero esos pocos no resolverían nuestro…

—Su planetaridad, seré franco. No he contado cuántos quedan…

—Pero nadie ha visto ninguno durante siglos, Terl…

—Los vuelos de reconocimiento los han detectado. Había treinta y cuatro en aquellas montañas que se ven allí. Y en otros continentes los hay en mayor número. Tengo razones para creer que si se me dieran facilidades podría reclutar varios miles.

—Ah, bueno. Facilidades… gastos…

—No, no. Ningún gasto real. He estado ocupado en un programa de economías. He reducido incluso la cantidad de vuelos de reconocimiento. Si se les da una oportunidad, se reproducen rápidamente…

—Pero si nadie ha visto nunca ninguno… ¿qué funciones podrían desempeñar?

—Operadores de máquinas exteriores. Más del setenta y cinco por ciento de nuestro personal está dedicado a eso. Tractores, equipos de carga. No es trabajo especializado.

—Oh, no sé, Terl. Si nadie ha visto nunca ninguno…

—Yo tengo uno.

—¿Qué?

—Aquí. En las jaulas del zoo cercanas al recinto. Salí y capturé uno… me costó algún trabajo, pero lo hice. Tenía una puntería excelente en la escuela, ¿sabe?

Numph meditó, desconcertado.

—Sí… escuché rumores de que había un animal extraño en el zoo, como usted lo llama. Alguien creo que uno de los directores de la mina… sí, Char, se estaba riendo de eso.

—No es cosa de risa si afecta a la paga y los beneficios —dijo amablemente Terl.

—Cierto. Muy cierto. Char siempre ha sido un tonto. De modo que tiene a prueba un animal que puede reemplazar personal. Bien, bien. Notable.

—Ahora —dijo Terl—, si me da usted una requisitoria de transporte a todos los efectos…

—Oh, bueno. ¿Hay posibilidad de ver a ese animal? Ya sabe, de ver lo que puede hacer. Las cantidades que se emplean en pagar accidentes del equipo reducirían la escala de pérdidas, si no hubiera accidentes. O disminuyeran. También hay que considerar el daño potencial a las máquinas. Sí, a la oficina central no le gustan las máquinas dañadas.

—Sólo hace unas semanas que lo tengo y me llevará un poco de tiempo entrenarlo con una máquina. Pero sí, supongo que podría arreglar las cosas para que usted viera lo que puede hacer.

—Estupendo. Prepárelo y dígame algo. ¿Dice que lo está entrenando? Sabe que es ilegal enseñar metalurgia o tácticas de batalla a una raza inferior. No estará haciendo eso, ¿no?

—No, no, no. Sólo a manejar máquinas. Apretar botones y palancas, eso es todo. Tengo que enseñarle a hablar para poder darle órdenes. Cuando esté listo, prepararé una demostración. Ahora, si pudiera darme una requisitoria…

—Cuando haya visto las pruebas habrá tiempo —dijo Numph.

Terl se había levantado de la silla, con las hojas de pedido a medio sacar del bolsillo. Volvió a guardarlas. Tendría que pensar alguna otra forma… pero era bueno en eso. La reunión había resultado bastante bien. No se sentía demasiado mal. Y entonces Numph le echó el cubo de agua fría.

—Terl —dijo—, realmente aprecio este apoyo. Precisamente el otro día recibí un despacho de la oficina central sobre su gira de trabajo aquí. Planifican con anticipación, ya lo sabe. Pero en este caso necesitaban un jefe de seguridad con experiencia en el campo para el planeta central. Me alegro de haberlo desestimado. Lo recomendé para otros diez años de gira obligatoria.

—Sólo me faltaban dos años —balbuceó Terl.

—Lo sé, lo sé, pero los buenos jefes de seguridad son valiosos. No perjudicará a su dossier mostrar que se le requiere.

Terl llegó hasta la puerta. De pie en el pasillo, se sintió horriblemente mal. ¡Se había atrapado a sí mismo, atrapado aquí, en este maldito planeta!

La centelleante veta de oro yacía en las montañas. Sus planes iban bien en otro sentido. Tal vez necesitaría dos años para conseguir aquellas riquezas prohibidas, y entonces el final de su gira obligatoria hubiera sido un triunfo personal. Hasta la cosa humana tomaba forma. Todo había ido tan bien.

¡Y ahora, otros diez años! ¡Mierda, no podía soportarlo!

Ventaja. Tenía que llevarle ventaja a Numph. Una gran ventaja.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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