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En la mina trabajaban las veinticuatro horas, en tres turnos. Cada vez penetraban más en la estéril veta de cuarzo blanco.
Y entonces, en el día 60, la veta falló. Algún antiguo cataclismo la habría desviado hacia arriba o hacia abajo, a la derecha o la izquierda. De pronto, sólo tuvieron frente a ellos la roca pelada. No había más veta.
No habían dejado de tener en cuenta la posibilidad de perderla. Hacía ya semanas que enviaron exploradores a localizar cualquier oro almacenado en las cercanías.
Habían tenido la esperanza de encontrarlo a causa del descubrimiento hecho por Jonnie de una moneda de oro en la bóveda de un banco en Denver. Pero la mayor parte de las monedas que quedaban eran simples curiosidades, recuerdos sin valor: eran de cobre plateado. Sólo encontraron otras cinco monedas de oro en la bóveda y esas pocas onzas distaban mucho de la tonelada de oro que necesitaban.
Algunos restos de lo que habrían sido joyerías agregaron otras míseras dos onzas.
Los funcionarios de las compañías mineras de las viejas minas de las montañas no tenían oro en sus cajas, aunque encontraron allí los recibos. Todos decían: «Enviadas (tantas) onzas a la Casa de la Moneda de Estados Unidos, Denver», o «Enviada a fundición (tal) cantidad de concentrado».
Durante un peligroso viaje en avión, llevando mucho combustible de reserva, Dunneldeen, un copiloto y un artillero recorrieron de noche —para evitar el vuelo de reconocimiento— el camino hacia un lugar llamado otrora Nueva York. Encontraron la mayor parte de los edificios derruidos, y algunas bóvedas de oro, abiertas y vacías.
Visitaron también un lugar descubierto por el historiador, llamado Fort Knox, pero no era más que unas ruinas saqueadas.
Dunneldeen había acumulado un notable fondo de información e instantáneas de pictógrabador: puentes destruidos, escombros, caza, abundante ganado salvaje y bichos, nada de gente. Habían tenido algunas experiencias aterradoras. Pero no consiguieron oro.
Llegaron a la conclusión de que hacía mil años los psiclos vaciaron de oro el planeta. Debieron de cogerlo incluso de los cadáveres que había por las calles: los anillos de los dedos y los empastes de los dientes. Posiblemente eso, junto con el deporte psiclo de cazar seres humanos en sus días libres, explicara la completa aniquilación de la población. Había pruebas de que en los primeros días de la conquista incluso masacraron gente sólo por los anillos y los dientes. Comenzaron a comprender un poco mejor la arriesgada aventura de Terl para entrar en posesión exclusiva del metal amarillo. Para los seres humanos significaba muy poco; no tenían experiencia de su utilización comercial; era bonito, no se empañaba y se le daba forma con facilidad, pero el acero inoxidable les resultaba mucho más útil. Sus ideas del comercio y la economía tenían que ver con artículos útiles, que para ellos significaban una riqueza real.
Nada de eso los acercó más a la consecución de una tonelada de oro. Frenéticamente, hicieron perforaciones de prueba en busca de la veta perdida.
Volvieron a encontrarla el día 70. Había sido conducida por algún antiguo movimiento a doscientos treinta y un pies al norte, y a sólo treinta pies de la superficie.
Secaron sus sudorosos rostros que tendían a helarse con los fuertes vientos invernales de aquellas altitudes, volvieron a allanar un sector para el equipo, cavaron un nuevo pozo y recomenzaron la prospección a lo largo del cuarzo blanco. La veta se había adelgazado hasta tener unos tres pies de anchura. Siguieron su trabajo, llenando el aire de fragmentos blancos y humos de explosiones.
Jonnie volvió a estudiar los informes de combate. Debían conocer con toda precisión la táctica psiclo. Una vez más quedó sorprendido ante la rareza de aquel ataque a un «tanque» en Denver, donde no había ninguno. Precisó aún más el sitio en las borrosas fotos de satélite, que habían seguido saliendo de la máquina incluso después de la muerte del presidente. Sí, en aquel lugar había humo.
Habían explorado exhaustivamente Denver. Era típico de Terl que no tuviera intención de refinar el oro en la Casa de la Moneda; había instalado un lugar en el sótano de las ruinas de una fundición, a pocos minutos de distancia en coche. Utilizaría la Casa de la Moneda sólo como punto de recepción.
Pero todos los recibos por oro que encontraron en las minas decían «Casa de la Moneda de los Estados Unidos», y a Jonnie le pareció que donde hubo tanto oro tendrían que quedar restos, por si acaso no tuvieran suerte con el filón. Además, aquel tanque que para el ejército de los Estados Unidos no existió, hubiera podido estar guardando la Casa de la Moneda.
En una rápida incursión, él y Dunneldeen fueron hasta allí. Mientras llegaba el crepúsculo se aseguraron de que no había aviones o coches de superficie. Aterrizaron en un parque, ocultos por gigantescos árboles, y corrieron silenciosamente hacia el edificio.
El lugar estaba tranquilo. Ya había sido explorado, pero lo revisaron una vez más por si a los psiclos se les hubiera pasado algo por alto. Dentro no encontraron nada.
Salieron a la oscuridad. Dunneldeen se divertía examinando los bultos que habían sido coches alguna vez, preguntándose cómo serían en aquellos días en que podían correr. Jonnie pensaba en las fotografías que le había enseñado Terl. Dio una vuelta hacía la parte trasera y encendió una lámpara de minero, enfocándola hacia el suelo, de modo que produjera una luz tenue.
Un momento después, miraba el bulto mayor. Se le ocurrió que aquello debía de ser el tanque destruido por el avión de combate. El tanque inexistente.
Levantó una porción de césped, porque la arena suelta y el pasto lo habían cubierto. Cortó el césped con cuidado, de modo que pudiera volver a colocarse y no quedaran señales de alteración. Esa cosa no era un coche ordinario. Era de construcción tan sólida que había resistido la herrumbre del tiempo. En las partes en que había ardido, el metal estaba retorcido. Nunca había visto algo como eso. Tenía una hendidura por la que podía dispararse, pero ése era el único detalle por el que se parecía a un tanque. Las ventanas tenían barrotes, como una jaula. ¿Qué era? Con una palanca de minero apartó un trozo de metal y entró. El interior había quedado ennegrecido por el fuego y las planchas del suelo estaban curvadas. Levantó una.
Medio minuto más tarde Jonnie, sonriente, imitó el silbido de un pájaro para llamar a Dunneldeen. Hizo entrar al escocés.
Supusieron que al llegar el momento del ataque psiclo, la Casa de la Moneda de los Estados Unidos habría tratado de vaciar sus cámaras acorazadas.
¡Oro! ¿Cuánto?
Había quedado allí durante mil años, cuidadosamente dispuesto en lingotes muy pesados. Lo pasaron por alto porque todos pensaron que se trataba de un tanque.
Estimaron su peso, excitados; y la excitación desapareció poco después.
—Es menos de la décima parte de una tonelada —dijo Dunneldeen—. ¿Quedará Terl satisfecho con eso?
Jonnie no lo creía. De hecho, sabía que Terl no lo estaría. También era mucho menos de lo que convenía a sus propios proyectos.
—La décima parte de una barra de pan es mejor que nada —dijo Dunneldeen.
Cargaron en el avión las doscientas libras de oro, volvieron a montar el «tanque» y esparcieron nieve por encima y a su alrededor para cubrir las huellas.
Tenían unas trescientas libras de oro. Necesitaban una tonelada.
Cuando regresaron, el historiador dijo que era bastante para emprender la tarea alquímica, la mítica conversión del plomo en oro. Y pasó aquella noche estudiando infructuosamente eso.
El pastor hizo una visita a la aldea de Jonnie para preparar a la gente ante la posibilidad de una retirada a la vieja base. Dijo a Jonnie que su tía Ellen le enviaba su amor y le rogaba que fuese bien cuidadoso en los terribles lugares a los que iba. Jonnie percibió que al pastor le gustaba la tía Ellen, y en privado le deseó suerte.
Se sentía mal a causa de que no podían avisar a otras gentes del planeta. Si fracasaban, realmente, el hombre podría extinguirse.