3

Fue una noche que los empleados que se hallaban en la zona recreativa de la mina recordarían mucho tiempo.

No era extraño ver a Terl borracho, pero esa noche… ¡bueno! El asistente le dio cazo tras cazo de kerbango y él los cogió todos.

Terl había iniciado la velada con aspecto deprimido, y eso era comprensible porque últimamente no era muy popular… si alguna vez lo había sido. Char había estado observándolo un rato con los ojos entrecerrados; era evidente que Terl se sentía inclinado a emborracharse. Por fin, Terl pareció animarse y había medido su fuerza en un juego cuyo objeto era ver cuál de los jugadores se daba antes por vencido, con algunos de los directores de la mina. Terl había perdido con todos; estaba cada vez más borracho.

Y ahora invitaba al menor de los hermanos Chamco a un juego de anillos. Era un juego de envite. El jugador cogía un anillo, lo ponía en el dorso de la pata y después, con la otra pata, lo hacía saltar y caer en la mesa. Ésta tenía pegatinas con números y los más altos estaban en los bordes, Ganaba el que golpeaba el número mayor. Después se volvía a apostar y se hacía otra ronda.

El menor de los Chamco no había querido jugar con él. Por lo general, Terl era muy bueno con los anillos. Pero después su embriaguez resultó incitante y Chamco se dejó convencer.

Comenzaron haciendo apuestas de diez créditos… bastante altas para la zona recreativa. Chamco consiguió un noventa y Terl un dieciséis.

Terl insistió en elevar las apuestas y Chamco no pudo rehusar, por supuesto.

El anillo arrojado por Chamco silbó atravesando la atmósfera y golpeó un cuatro. Chamco gimió. Cualquiera podría mejorar eso. Y últimamente había estado ahorrando. Cuando volviera a casa —faltaban pocos meses ya— iba a comprarse una esposa. ¡Y la apuesta era de treinta créditos!

Terl comenzó a hacer contorsiones, puso el anillo en el dorso de su pata, miró a través de él y después, con la otra pata, lo envió como un rayo explosivo hacia la mesa. ¡Un tres! Terl había perdido.

Como ganador, el menor de los hermanos Chamco no podía retirarse. Y Terl había tomado otro cazo de kerbango, sonriendo a la interesada galería, y había elevado las apuestas.

Los mirones hicieron apuestas por su cuenta. Terl estaba totalmente borracho. Tenía buena reputación en este juego, lo que hacía que las posibilidades fueran menores, pero estaba tan evidentemente borracho que incluso se había puesto enfrentando la dirección equivocada y tuvieron que colocarlo bien.

El menor de los Chamco consiguió un cincuenta; Terl, un dos.

—Ah, no, no te irás ahora —dijo Terl—. El ganador no puede abandonar. —Y sus palabras eran confusas—. Apuesto… apuesto cien… cien créditos.

Con el sueldo disminuido a la mitad y sin primas nadie iba a poner objeciones a ganar dinero fácil, y Chamco siguió.

La audiencia rugía de risa ante las chapucerías de Terl, que perdía una y otra vez. Y el joven Chamco se encontró con cuatrocientos cincuenta créditos.

Terl giró hacia el asistente y consiguió otro cazo de kerbango. Mientras bebía registró sus bolsillos, dándoles vuelta uno por uno. Finalmente encontró un solo billete, algo arrugado y muy garabateado.

—Mi dinero de la buena suerte —balbuceó Terl.

Se acercó a la posición de tiro frente al tablero.

—Chamco segundo, una apuestita más. ¿Ves este billete?

El menor de los Chamco miró el billete. Era un billete de buena suerte. Los empleados de las minas que se iban a lugares lejanos intercambiaban a veces esos billetes, después de la fiesta de despedida. Todos firmaban el billete de cada uno. Y éste tenía una docena de firmas.

—Voy a apostar mi billete de la buena suerte —dijo Terl—. Pero tienes que prometer que no lo gastarás y me lo cambiarás el día de paga si… si lo pierdo.

Para entonces, Chamco tenía hambre de dinero. Estaba ganando casi dos semanas de sueldo y el recorte de salarios había dolido. Si, prometió hacerlo.

Como ganador, el joven Chamco empezó. Nunca había sido muy bueno con los anillos. Tiró y, ¡ay! Sacó un uno. Cualquier cosa, absolutamente cualquiera, sería mejor que eso.

Terl lo miró. Se adelantó vacilante y lo miró de cerca. Retrocedió a tropezones hasta la línea de tiro, se colocó mal, tuvieron que orientarlo y después, ¡zip!, disparó con un chisporroteo.

Le dio a la pared.

Después de eso, Terl se durmió. El asistente, ayudado por los Chamco, Char y otros dos, colocó a Terl en un carrito con ruedas que crujió y se dobló. Lo llevaron en desfile triunfal a sus habitaciones, sacaron la llave de su bolsillo, entraron y lo volcaron en el suelo. También estaban borrachos y se fueron entonando cánticos funerarios de los psiclos con mucho sentimiento.

Cuando se hubieron ido, Terl fue a cuatro patas hacia la puerta, la cerró y echó la llave.

Después de la cena había tomado píldoras para combatir el kerbango y todo lo que tuvo que hacer entonces fue librarse del exceso, cosa que hizo cosquilleando en su garganta con una garra, inclinado sobre el lavabo.

Entonces, serenamente, con gran satisfacción, se desvistió y se metió en la cama, donde se quedó dormido y tuvo hermosos sueños relacionados con su maravilloso futuro.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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