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—¡No toque esa consola! Podría contener sistemas de emergencia sobre los que no sabemos nada —y se volvió, excitado—. Roberto, hay que pictógrabar todo este tablero y disposiciones. ¡Esos misiles podrían tener uranio!

Estaban en una zona de almacenamiento. Angus había encontrado un inmenso manojo de llaves y correteaba delante de Jonnie, abriendo puertas. Roberto el Zorro los seguía con mayor serenidad; estaba envuelto en su vieja capa raída, porque el lugar era terriblemente frío; no era probable que la temperatura subiera mucho ni siquiera en verano. La radio de Roberto sonaba en ocasiones cuando algún escocés informaba de algo. Como habían sido diseñadas para uso de los mineros, las radios trabajaban bien bajo tierra.

Jonnie no encontraba todo cuanto deseaba. La planificación de una batalla contra un enemigo cuyas tácticas de combate eran desconocidas, era un asunto arriesgado. Y todavía no sabía exactamente cómo lo habían hecho los psiclos. De modo que su atención estaba repartida entre la radio de Roberto y Angus.

Estaban frente a una pesada puerta en que ponía «Arsenal» y Angus buscaba la llave correspondiente. Jonnie sintió la vaga esperanza de que contuviera armas nucleares. La puerta se abrió.

¡Cajas! ¡Cajones! ¡Interminables hileras de cajas y cajones!

Jonnie iluminó los clichés. No sabía qué significaban esas letras. A esos militares les gustaba oscurecer las cosas con letras y números.

Angus saltaba por ahí con un libro, pasando las bien conservadas páginas.

—«Ordenanza, tipos y modelos» —informó—. Aquí estarán todas las letras y números. ¡E incluso las fotografías!

—Ponlo en el inventario —le dijo Roberto el Zorro a un escocés que hacía listas a su lado.

—¡Bazooka! —dijo Angus—. ¡Allá, allá arriba! ¡Aquellas cajas largas! «Antitanque, perforación de blindados, misiles».

—¿Nucleares? —preguntó Jonnie.

—Nucleares, no. Aquí lo pone.

—Creo —dijo Roberto— que esto es simplemente el arsenal local para uso de la base. No es posible que suministraran armas a todo el ejército desde este punto.

—Hay montones —dijo Angus.

—Lo bastante para unos pocos miles de hombres —dijo Roberto.

—¿Puedo abrir una caja? —preguntó Angus a Roberto.

—Por ahora una o dos para ver en qué condiciones están —dijo Roberto, y llamó a un par de escoceses que los seguían para que ayudaran a Angus.

Angus revisaba el catálogo, con la lámpara de minero danzando sobre las páginas.

—¡Ah, aquí! «Fusil ametrallador Thompson»… —Se detuvo y miró las cajas. Sacudió la cabeza y miró otra vez la página—. ¡No me sorprende!

—¿No te sorprende qué? —lo urgió Roberto, impaciente. A estas horas el avión de reconocimiento ya tenía que haber pasado sobre ellos, no habían almorzado y necesitaban un descanso para recargar afuera las botellas de aire.

—Esa munición que encontramos estaba muy bien conservada. Herméticamente. Bueno, tal vez tuviera que ser así. Esta Thompson que encontramos en el camión ya tenía cien años de antigüedad. Las enviarían a los cadetes para que practicaran. ¡Eran reliquias!

Jonnie no tenía intención de luchar contra los psiclos con ametralladoras Thompson. Empezó a alejarse.

Detrás de él estaban abriendo cajas. Angus trabajaba con rapidez. Su lámpara brillaba sobre un liviano rifle de metal. Estaba cubierto de grasa negra y sólida que siglos atrás había formado un molde apretado, duro.

—¡Rifles de asalto Mark 50! —dijo Angus—. ¡Lo último que habían inventado! ¡Puedo limpiarlos hasta que ronroneen!

Jonnie asintió. Era un arma elegante.

«Polvorín», ponía en la puerta que tenía delante. Era una puerta doble. Eso significaba municiones. ¿Tal vez armas nucleares tácticas?

Angus dejó que la abriera otro escocés. Él se había quedado atrás revisando cajones.

Enfrente había una caja, entre muchas, en que ponía «Munición. Asalto. Mark 50». Jonnie se sacó una palanqueta del bolsillo y abrió la parte superior. No era hermética. Los separadores de cartón estaban manchados y deteriorados. El latón estaba bien y las balas limpias, pero los detonadores del fondo hablaban por sí mismos. La munición estaba inservible. Llamó a Angus y le mostró el cartucho. Siguieron buscando armas nucleares. Almacenes y más almacenes. ¡Y después, el filón!

Jonnie se encontró mirando miles de trajes, cuidadosamente guardados en estantes, por tallas; zapatos y cascos con placas faciales, empaquetados en una especie de plástico hermético y casi imperecedero: «Uniformes de combate antirradiación».

Sus excitadas manos abrieron un paquete. Ropa impregnada de plomo. Placas faciales de vidrio emplomado.

Y con camuflaje de montaña: gris, tostado y verde. ¡Un tesoro! ¡Lo único que les permitiría manejar la radiación! Se lo mostró a Roberto el Zorro. Roberto lo comunicó por radio, pero dijo a los demás que continuaran con la búsqueda e inventario. Se encaminaban hacia el exterior en busca de comida y aire cuando recibieron otra noticia. Era Dunneldeen. Aparentemente, había despedido a Thor, que tenía que ir a su turno en la mina. Ni siquiera sabían que Dunneldeen estuviera allí.

—Aquí tenemos unas inmensas cajas de seguridad —dijo la voz de Dunneldeen por la radio—. No tienen combinación. En una pone «Nuclear», «Estrictamente confidencial» y «Sólo para personal cualificado». «Manuales». Necesitamos un equipo de explosivos. Fin del mensaje.

Los guió hacia él. Roberto el Zorro miró a Angus y éste sacudió la cabeza.

—No hay llaves —dijo Angus.

El equipo de explosivos puso cartuchos no inflamables en los goznes y todos salieron al corredor mientras el equipo colocaba cables. Se taparon los oídos. El ruido era ensordecedor. Un momento después, escucharon el golpe de una puerta que caía al suelo. Los miembros del equipo que se ocupaba del fuego entraron con extintores, pero no fueron necesarios.

Las lámparas iluminaron el polvo que iba asentándose.

Después tuvieron entre las manos manuales operativos, manuales de mantenimiento y reparación, cientos y cientos de manuales que informaban sobre cada particular de toda arma nuclear que había sido construida: cómo instalarla, dispararla, conectarla y desconectarla, almacenarla, manejarla y guardarla con seguridad.

—Ahora lo tenemos todo, menos las armas nucleares —dijo Roberto el Zorro.

—Sí —dijo Jonnie—. No se puede disparar con papeles.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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