5

Terl no quedó en absoluto sorprendido al ver entrar en su oficina al menor de los hermanos Chamco.

—Terl —dijo vacilante—. ¿Recuerdas aquel billete de buena suerte que perdiste? Bueno, no podré cambiártelo…

—¿De qué estás hablando? —preguntó Terl.

—Aquel billete de buena suerte. Lo perdiste y prometí cambiártelo. Quería decirte…

—Espera un momento —dijo Terl. Sacó la cartera y miró dentro—. Eh, tienes razón. No está aquí.

—Lo perdiste jugando a los anillos conmigo y yo prometí cambiártelo. Bueno…

—Ah, sí. Tengo un vago recuerdo. Fue toda una noche. Supongo que estaba borracho. ¿Qué pasa con eso?

Chamco estaba nervioso, pero Terl parecía tan abierto y agradable que se sintió seguro.

—Bueno, ha desaparecido. Robado.

—¡Robado! —ladró Terl.

—Sí. En realidad, los quinientos créditos que gané más ciento sesenta y cinco. El billete de buena suerte estaba entre…

—Eh, eh. Más despacio. ¿Robado de dónde?

—De mi habitación.

Terl sacó un cuaderno oficial y comenzó a tomar notas.

—¿Alrededor de qué hora?

—Tal vez ayer. Anoche fui a buscar algo de dinero para beber y encontré…

—Ayer… —Terl se echó hacia atrás, pensativo, y mordisqueó la punta de la pluma—. Sabes que no es el primer robo de habitaciones que se denuncia. Hubo otros dos. Pero estás de suerte.

—¿Por qué?

—Bueno, como debes saber yo soy responsable de la seguridad. —Y Terl hizo una elaborada demostración de registro entre los montones de cosas que había en su escritorio. Se volvió hacia el menor de los Chamco—. No debería dejar que supieras esto. —Y pareció meditar y después tomar una decisión repentina—. Puedo confiar en que guardes este secreto.

—Absolutamente —dijo Chamco.

—El viejo Numph está siempre preocupado con los motines.

—Debería de estarlo, después de haber disminuido los salarios.

—De modo que… bueno, comprenderás que no lo haría por propia iniciativa… pero sucede que ayer tu habitación estuvo bajo vigilancia… junto con otras varias, por supuesto.

Esto no sorprendió mucho a Chamco. La compañía ponía frecuentemente bajo vigilancia las zonas de trabajo y los dormitorios.

Terl buscaba entre unas pilas de discos en desorden.

—No los he visto. En realidad, tampoco tenía intención de hacerlo. Cualquier cosa para mantener contenta a la directiva… ah, sí. Aquí está. ¿A qué hora fue?

—No lo sé.

Terl puso el disco y encendió la pantalla.

—Tienes suerte.

—¡Ya lo creo!

—Lo pasaremos rápido. Estuvo dos o tres días… Lo pasaré hacia adelante.

—¡Espera! —dijo el menor de los Chamco—. Acaba de pasar algo.

Complaciente, Terl rebobinó.

—Probablemente eres tú entrando y saliendo. Nunca reviso estas cosas. Lleva tanto tiempo y hay tanto que hacer… Las normas de la compañía…

—¡Espera! ¡Mira eso!

—¿Aquí? —preguntó Terl.

—Sí. ¿Qué es eso? —Terl iluminó la pantalla.

—¡Es Zzt! —gritó Chamco—. ¡Mira lo que hace! Registra la habitación. ¡Ah! Lo encontró. ¡Mierda, mira eso! ¡Ahí esta tu billete!

—Increíble —dijo Terl—. Tienes suerte de que se temiera un motín. ¿Adónde vas?

Chamco hizo un movimiento de cólera en dirección a la puerta.

—Bajaré y le daré su merecido a ése…

—No, no —dijo Terl—. De ese modo no recuperarás el dinero.

Y de todos modos no lo recuperaría, porque el dinero descansaba en un fajo bajo el cinturón de Terl. Lo había sacado de la habitación poco tiempo después de que Chamco lo escondiera.

—Esto se ha transformado en un asunto oficial, porque fue detectado por un disco oficial durante una vigilancia oficial.

Terl abrió un libro de normas, Volumen 989 en el artículo 34a-IV. Pasó varias páginas y después hizo girar el libro y le mostró a Chamco el párrafo en que decía «robo de dinero personal del dormitorio de los empleados, perpetrado por empleados» y «una vez debidamente probado» y «vaporización».

El menor de los Chamco lo leyó. Estaba sorprendido.

—No sabía que era tan rígido.

—Pues lo es. Y esto es oficial, de modo que no te apresures a tomar la ley en tus manos.

Terl sacó del armero un rifle explosivo y se lo tendió a Chamco.

—Sabes cómo usarlo. Está cargado. Ahora eres un adjunto.

Chamco estaba impresionado. Se quedó allí, jugueteando con los pestillos, y comprobó que el seguro estuviera puesto.

—¿Quieres decir que puedo matarlo?

—Veremos. Esto es oficial.

Terl cogió el disco y una pequeña pantalla portátil, el proyector y el libro de normas. Después miró en torno para ver si lo tenía todo.

—Ven conmigo, Quédate detrás de mí y no digas nada.

Fueron a los dormitorios y encontraron un asistente. Sí, el asistente había visto a Zzt salir de la habitación de Chamco. Sí, conocía de vista a Zzt. No recordaba si había sido el trece o el catorce de ese mes, pero lo había visto. Le advirtieron que no dijera nada porque era oficial y tenía que ver con la vigilancia contra motines, y en consecuencia el asistente aceptó firmar el informe como testigo, prometiendo mantenerse en silencio. De todos modos, los ejecutivos no le importaban mucho.

Y así fue cómo Terl, seguido por el menor de los Chamco con un rifle explosivo preparado, llegaron a la zona de mantenimiento del garaje. Terl pegó una pequeña cámara a la pared y la puso en control remoto.

Zzt levantó la vista. Tenía en la pata una pesada llave inglesa. Miró el rifle y las severas caras. Sintió miedo.

—Suelta la llave —dijo Terl—. Date la vuelta y coge aquel raíl con las dos patas.

Zzt arrojó la llave. Falló. Las patas de Terl lo enviaron de un golpe por encima de tres carretillas. Chamco bailoteaba tratando de apuntar.

Terl puso la bota en el cuello de Zzt. Hizo retroceder a Chamco con un gesto.

Con su cuerpo obstaculizando la visión de Chamco, Terl se arrodilló y, con un rápido movimiento de la pata, «extrajo» el fajo de billetes del bolsillo trasero de Zzt.

Terl se lo tendió a Chamco.

—¿Son éstos tus billetes?

Zzt había rodado y los miraba desde el grasiento suelo.

Chamco contó.

—Seiscientos cincuenta créditos. ¡Y aquí está el billete de buena suerte! —estaba maravillado.

—Eres testigo del hecho de que estaban en su bolsillo trasero —dijo Terl.

—Por supuesto —dijo Chamco.

—Muestra ese billete a la cámara de la pared —dijo Terl.

—¿Qué significa esto? —rugió Zzt.

—Retrocede y ten el rifle preparado —le dijo Terl a Chamco.

Después, manteniéndose fuera de la línea de tiro, puso en el banco las cosas que había llevado. Abrió el libro de normas y se lo señaló a Zzt.

Furioso, Zzt leyó en voz alta. Al finalizar, balbuceó y se volvió hacia Terl.

—¡Vaporizar! ¡No sabía eso!

—La ignorancia no es una excusa, pero pocos empleados hay que conozcan todas las normas. Probablemente lo hiciste porque no lo sabías.

—¿Hice qué? —exclamó Zzt.

Terl hizo girar el disco. Zzt lo miró, confuso, incrédulo. ¡Se vio a si mismo robando el dinero!

Antes de que Zzt pudiera recobrarse, Terl le mostró la declaración firmada del asistente.

—¿Lo vaporizo ahora? —rogó Chamco, balanceando el rifle y soltando el seguro.

Terl agitó una pata conciliadoramente.

—Chamco, sabemos que tienes todos los derechos… no, en realidad, el deber… de llevar adelante la ejecución. —Y miró a Zzt, que estaba de pie, atontado—. Zzt, no vas a hacerlo otra vez, ¿no es cierto?

Zzt estaba sacudiendo la cabeza, no como respuesta, sino en absoluta confusión.

Terl se volvió hacia Chamco.

—¿Ves? Ahora escucha, Chamco, comprendo tu ira. Éste es el primer error de Zzt. Has recuperado el dinero… y a propósito, ahora mismo cambiaremos el billete. Lo necesitaré para el archivo de pruebas.

Chamco cogió el billete que le ofrecía Terl y le dio el de buena suerte. Terl levantó el billete hacia la cámara de la pared, que funcionaba a control remoto, y después lo depositó sobre la declaración.

—Ya ves, Chamco —dijo Terl—, puedo mantener abierto el archivo, pero en lugar seguro, donde pueda encontrarse si sucede algo. Puede ser activado en cualquier momento. Y lo sería, si se producen más delitos. —Y su voz adquirió un tono suplicante—. Zzt ha sido un tipo valioso en el pasado. Deja de lado tu venganza como un favor hacia mí.

Chamco estaba pensativo y su ansia de revancha se enfriaba.

Terl miró a Zzt y no vio señales de que fuera a atacarlo. Tendió la pata hacia Chamco.

—Dame el rifle. —Chamco obedeció y Terl corrió el seguro—. Gracias —dijo Terl—. La compañía está en deuda contigo. Puedes volver al trabajo.

Chamco sonrió. Realmente, este Terl era un psiclo justo y eficiente.

—De veras te agradezco que hayas recuperado mi dinero —dijo Chamco, y se fue.

Terl apagó la cámara que había puesto en la pared y la devolvió a su bolsillo. Después cogió las cosas que había sobre el banco e hizo con ellas un esmerado paquete.

Zzt estaba de pie, controlando el temblor que amenazaba con tragárselo. El aura de la muerte había estado demasiado cerca. Al mirar a Terl, brillaba en sus ojos el desnudo terror. No estaba viendo a Terl. Estaba mirando al más diabólico demonio de la mitología de los psiclos.

—¿De acuerdo? —preguntó tranquilamente Terl.

Zzt se dejó caer lentamente en un banco.

Terl esperó un poco, pero Zzt no se movió.

—Y ahora a los negocios —dijo Terl—. Quiero que se asignen ciertas cosas a mi departamento. Un coche de superficie Mark III, modelo ejecutivo. Dos aviones de guerra de alcance ilimitado. Tres cargueros de personal. Y combustible y municiones sin inventario. Y algunas otras cosas. En realidad, tengo aquí los pedidos para que los firmes. Oh, sí, también hay algunos en blanco. ¿De acuerdo?

Zzt cogió la pluma cuando se la puso entre las garras. El grueso fajo de pedidos fue colocado sobre su rodilla. Exangüe, comenzó a firmar uno por uno.

Esa noche, un Terl muy jovial, que decía que se sentía afortunado aunque algo borracho, le ganó al menor de los Chamco los seiscientos cincuenta créditos en un juego de anillos muy disputado.

Terl compró incluso kerbango para todo el grupo, pagándolo de sus ganancias, como gesto de buena voluntad. Cuando salió feliz a disfrutar de un bien ganado sueño, lo ovacionaron.

Tuvo bellos sueños en los que la ventaja que llevaba a otros lo hacia rico, lo coronaba rey, y se lo llevaba muy lejos de ese maldito planeta.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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