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Terl estaba perplejo ante el acertijo que le planteaba Numph. Sabía que, de algún modo, había rozado algo y que después, de algún modo, lo había estropeado.

Eso lo mantenía despierto por las noches y le producía dolor de cabeza.

Para alguna de las cosas que iban a verlo hacer ahora, necesitaba la seguridad de tener en su poder a Numph.

Había proseguido con displicencia las falsas medidas contra «motines». De todos modos, no eran importantes. Había hecho que los pocos aviones de guerra que había en las otras minas fueran enviados allí y aparcados. Había cogido sus arsenales y los tenía vigilados. Había conseguido control sobre el único aparato de reconocimiento que seguía funcionando. Durante su último paso por encima de las altas montañas, se había sentido satisfecho.

La hermosa veta estaba todavía allí, a la vista, expuesta a unos cien pies por debajo de un acantilado de dos mil pies. ¡Puro cuarzo blanco maculado por las rayas y nudos del resplandeciente oro amarillo! Un terremoto casual había hecho que la fachada del acantilado se desprendiera y cayera en las oscuras profundidades del cañón, dejando a la vista esa fortuna. Durante alguna antigua erupción, el viejo volcán debía de haber producido un geiser de puro oro líquido, cubriéndolo luego superficialmente. Un chorro había estado atravesando el cañón durante muchos años, y ahora se había producido el deslizamiento.

El lugar tenía algunas desventajas. Las aproximaciones hechas mostraban uranio en una u otra forma, lo que lo ponía fuera del alcance de un psiclo. Estaba en una cara del acantilado tan empinada que sólo podía trabajarse desde una plataforma más abajo. Lo que quedaba de los dos mil pies estaba abajo, como una boca abierta, y los vientos del cañón azotaban el puesto minero. El espacio para maquinaria que había en lo alto del acantilado era mínimo y precario. En semejante lugar se perderían las vidas de varios mineros.

Terl sólo deseaba lo más fácil. Nada de trabajar en profundidad hasta la siguiente bolsa. Sólo aquélla, la que estaba a la vista. Debía de haber una tonelada de oro.

A precios de Psiclo —donde el oro, muy escaso, alcanzaba precios altos—, valía cerca de cien millones de créditos. Créditos que podrían sobornar y comprar y abrir las puertas a un ilimitado poder personal.

Sabía cómo sacarlo. Había solucionado incluso la manera de transbordarlo al planeta central, de que llegara allí sin que lo detectaran, y recuperarlo.

Volvió a mirar las fotos del avión de reconocimiento y después falsificó hábilmente la fecha y lugar y las ocultó en archivos por lo demás innocuos e insignificantes.

Para garantizar el éxito necesitaba tener poder sobre Numph. Entonces, en caso de algún traspié o accidente, estaría protegido.

También existía el problema de acortar su sentencia de diez años —lo consideraba una sentencia— a sólo un año más en este condenado planeta.

Fuera lo que fuese aquello en lo que estaba metido Numph, se relacionaba con Nipe y su puesto en contabilidad en el planeta central. Hasta ahí había llegado Terl. Se sentó frente a su escritorio, inclinado, pensando.

Necesitaba poder sobre el animal y tendría que ser grande… lo bastante grande como para obligarlo a cavar sin supervisión y, lo que es más, a entregar lo que sacara. Bueno, la educación del animal iba bien y ya tenía planes para otros animales. Encontraría algo; Terl creía en su buena suerte. De algún modo, los animales lo harían y después los vaporizaría y llevaría el oro al planeta central.

La incógnita era Numph. Con una orden podía despedir a los animales o hacer que los mataran. Sencillamente, podía retirar el permiso de utilizar la maquinaria. Y pronto, el incoherente idiota, al no ver señales de motín, retiraría las autorizaciones especiales. El «motín» era demasiado precario.

Terl miró el reloj. Faltaban dos horas para el transbordo.

Se puso de pie, cogió de un colgador su máscara respiratoria y pocos minutos después estaba en la plataforma de transbordo.

Terl se quedó allí, en el torbellino de polvo y ruido del momento anterior al transbordo. El mensajero de la caja de despacho ya había llegado y la caja, sellada y preparada, estaba en una esquina de la plataforma. Se acercó Char, con gesto adusto por ser interrumpido en los preparativos para el disparo del transbordo.

—Control de rutina de transmisión de despacho —dijo Terl—. Asunto de seguridad —y le mostró la autorización especial.

—Tendrá que hacer las cosas rápidamente —gritó Char—. No hay tiempo —y echó una mirada a su reloj.

Terl cogió la caja de despacho y la llevó al coche en que había llegado. La abrió con una llave maestra y la depositó sobre el asiento. Nadie lo miraba. Char estaba más allá, urgiendo a los operarios de las máquinas a que acomodaran el metal.

Terl ajustó la cámara en miniatura que tenía en el cuello y rápidamente hojeó los papeles. Eran informes de rutina, recuento de datos rutinario, cotidiano.

Terl ya había hecho eso antes y no había conseguido nada, pero mantenía la esperanza. El director planetario tenía que sellarlo todo y a veces agregaba datos y comentarios.

La cámara ronroneó y en poco tiempo estuvo todo grabado.

Terl devolvió los papeles a la caja, la cerró y la llevó a la plataforma.

—¿Todo bien? —preguntó Char, aliviado porque no hubiera nada más que revisar inmediatamente antes de la hora de disparo.

—Nada de correo personal, nada —dijo Terl—. ¿Cuándo envían de regreso a los muertos? —y señaló la morgue.

—Dos veces por año, como siempre —dijo Char—. Saque su coche de aquí. Éste es un embarque grande y tenemos prisa.

Terl regresó a su oficina. Sin verdaderas esperanzas, puso las copias de los informes en una pantalla, una detrás de otra, y las estudió.

Sólo estaba interesado en las que llevaban la escritura de Numph. De alguna manera, en algún sitio, había en estos informes una comunicación secreta que sólo Nipe, en contabilidad, podría descifrar. De eso Terl estaba seguro. No había ninguna otra manera de enviar una comunicación a casa.

Cuando finalmente consiguiera esto —y también verdadera ventaja sobre el animal— podría iniciar su misión minera privada.

Terl se quedó hasta tarde, sin cenar, estudiando estos informes y las copias de otros anteriores, hasta que sus ambarinos ojos quedaron reducidos a una chispa amortiguada.

Estaba allí, en alguna parte. Estaba seguro.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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