8
Jonnie estaba muy tenso mientras conducía a Windsplitter por los alrededores de la mina, con aire tan distraído como le era posible. Lo que hacía era peligroso, pero nadie lo hubiera dicho al ver la manera en que cabalgaba. Era un día de envío semestral y el personal estaba nervioso, irritable y preocupado.
Jonnie tenía un pictógrabador escondido en un árbol que dominaba el sitio y un control remoto oculto en la bolsa. Había metido en la máquina un disco de larga duración, pero eso no quería decir que pudiera olvidarlo durante horas. Tenía que obtener todos los datos que pudiera. Roberto el Zorro no lo hubiera aprobado, porque esto era pura y simplemente una exploración. Y si Terl encontraba el pictógrabador o detectaba el control remoto, podría haber repercusiones.
Jonnie se había retrasado en su informe a Terl, aprovechando la orden de hacerlo «en una semana o así». El charlatán Ker le había comunicado, accidentalmente, la fecha del teletransporte semestral.
A petición de Jonnie, Ker había ido a inspeccionar el motor del carguero de personal. Jonnie necesitaba los datos. Si el motor tenía algún problema era una cosa, pero si no tenía suficiente potencia para hacer ese trabajo en el filón, era otra muy distinta.
De modo que Ker había ido a la base, gruñendo un poco: él era un oficial de operaciones, no un mecánico. Pero Terl lo había enviado.
Sin embargo, el humor del psiclo enano mejoró cuando Jonnie lo dio un pequeño anillo de oro que un explorador había encontrado en el «dedo» de un cadáver transformado en polvo hacia mucho tiempo.
—¿Por qué me das esto? —preguntó Ker, lleno de sospechas.
—Es un recuerdo —dijo Jonnie—. No es demasiado valioso.
Lo era. Equivalía a la paga de un mes.
Ker lo mordió ligeramente con un colmillo. Oro puro.
—Quieres algo, ¿no? —preguntó Ker.
—No —dijo Jonnie—. Tengo dos, así que te doy uno. Hace ya mucho tiempo que somos compañeros de pozo —dijo, utilizando una expresión psiclo para designar a un camarada que lo ayuda a uno a salir con bien de un socavón o una pelea.
—Sí, ¿no? —dijo Ker.
—Además, tal vez querría que mataras a alguien —agregó Jonnie.
Esto produjo en Ker un acceso de risa. Sabía apreciar un buen chiste. Se puso el anillo en el bolsillo y volvió a ocuparse del motor.
Media hora después se acercó al lugar donde Jonnie disfrutaba de la sombra.
—Al motor no le pasa nada. Si se calentó es porque lo forzaron. Sin embargo, tendrás que vigilarlo. Si le exiges así, terminará transformándose en humo.
Jonnie le dio las gracias. Ker se dejó caer a la sombra del edificio. Hablaron, sobre todo Ker, que sacó el tema de las presiones a causa de los planes de trabajo, y Jonnie pudo hacer su pregunta con aire distraído.
—¿Qué sucederá en el día noventa y uno del año próximo?
—¿De dónde sacaste eso?
—Lo vi anunciado en la mina.
Ker se rascó la grasienta piel del cuello.
—Debes de haber leído mal. Sería el día noventa y dos. Es la fecha de uno de los envíos semestrales. Hay uno dentro de siete días, ¿sabes? Qué fastidio.
—¿Tiene algo distinto de los otros?
—Es un envío lento —dijo Ker—. No hay metal. Entrada y salida de personal. Incluyendo a los muertos.
—¿Muertos?
—Sí, trasladamos a los psiclos muertos a casa. Los quieren controlar a causa de las pagas y supongo que no quieren que sean examinados por extraños. Reglas locas de la compañía. Un montón de problemas. Los ponen en ataúdes, los guardan en la morgue y después…, mierda, Jonnie. Ya has visto la morgue. ¿Para qué tengo que repetirlo?
—Es mejor que trabajar —dijo Jonnie.
Ker rió.
—Sí, eso es verdad. De todos modos, un envío lento significa una preparación de tres minutos y después el disparo. En un día de envío semestral el planeta central envía el personal y mantienen una tensión entre este planeta y el central, y un par de horas más tarde nosotros enviamos personal que regresa y cadáveres. ¿Sabes? —continuó—, no tienes que tontear por ahí durante los transbordos ordinarios. A veces te veo con ese caballo tuyo. El envío ordinario está bien para despachos y metal, pero un cuerpo vivo quedaría destrozado en la transición. Te abrirías en canal. Durante un envío lento los cuerpos pasan muy bien, vivos o muertos. ¡Si estás tratando de ir a Psiclo, Jonnie, no lo hagas con el metal! —Se rió y le pareció muy gracioso—. Un ser humano, que respira aire y está hecho para una gravedad ligera, no viviría ni dos minutos en Psiclo.
Jonnie rió con él. No tenía intención de ir jamás a Psiclo.
—¿Realmente entierran esos cadáveres en Psiclo?
—Por supuesto. Nombres, lápidas y todo. Está en el contrato del empleado. Claro que el cementerio está muy lejos de la ciudad, en un viejo escorial, y nadie va jamás por allí. Pero está en el contrato. Es tonto, ¿no?
Jonnie asintió.
Ker se fue de muy buen humor.
—Recuerda decirme a quién quieres que mate —dijo, y se fue en medio de rugidos de risa, conduciendo su viejo camión.
Jonnie levantó la vista hacia la ventana donde Roberto el Zorro había estado escondido, manejando un grabador.
—Apáguelo.
—Listo —dijo Roberto el Zorro, inclinándose hacia el exterior y mirando a Jonnie.
—Creo que ya sé cómo va a enviar Terl el oro a Psiclo. ¡Dentro de los ataúdes!
Roberto el Zorro asintió.
—Sí, todo coincide. Lo cargará aquí y después, probablemente, cuando llegue a casa lo desenterrará en alguna oscura noche psiclo y nadie se enterará. ¡Un profanador de tumbas!
De modo que Jonnie, montando a Windsplitter junto al lugar del envío, estaba asegurándose de que tenía todos los datos sobre los envíos semestrales, por si los necesitaba.
La carga no había llegado y Terl daba vueltas por ahí, organizando las cosas. Tenía personal médico y empleados administrativos esperando para recibir a los empleados que llegaban. Estaba convencido de que serian bastantes, porque al bolsillo de Numph le interesaba todo empleado nuevo y había dicho que haría venir montones.
Los técnicos controlaban la red de cables que rodeaba la zona de estacionamiento. Se encendió una luz blanca. Jonnie, montado sobre Windsplitter en lo alto de la cuesta, tocó su control remoto para conectar el pictógrabador oculto.
Comenzó a encenderse una luz roja sobre la cúpula de operaciones. Gimió una sirena y un altavoz gritó: «¡Apártense!».
Los cables empezaron a vibrar. Jonnie echó una mirada a un reloj psiclo que llevaba en la muñeca, del tamaño de un reloj de bolsillo. Era el momento.
Hubo un rugido creciente. Los árboles comenzaron a estremecerse a causa de la vibración del suelo. Un latido eléctrico vibró en el aire.
Todos los empleados se habían retirado de la plataforma. Se apagaron todas las máquinas y motores. No había nada más que el rugido en aumento.
En lo alto de la cúpula se encendió una inmensa luz púrpura.
La zona de la plataforma se onduló como olas de calor. Y después se materializaron los trescientos psiclos.
Se quedaron de pie en una masa desordenada, con sus equipajes. Tenían cascos de gas respiratorio en la cabeza. Vacilaron un poco, mirando alrededor. Uno de ellos cayó de rodillas.
Comenzó a pulsar una luz blanca intermitente.
«¡Se mantienen las coordenadas!», rugió el altavoz.
Médicos de la mina llegaron a toda prisa con una camilla para el que se había derrumbado. Llegaron porteadores a la plataforma. El personal administrativo reunió a los recién llegados, formando con ellos un grupo compacto en un campo, y después los hicieron formar una ondulante cola.
Terl cogió una lista de manos de un ejecutivo recién llegado y empezó a cachear los uniformes en busca de armas y contrabando, trabajando rápido. Tenía en la mano un detector que aplicaba al equipaje. En ocasiones, Terl sacaba un objeto y lo arrojaba en una pila de artículos prohibidos, que crecía velozmente. Trabajaba muy rápido, como un enorme tanque cañoneando la línea, desplazando sectores de ella.
Miembros del personal llevaban a los nuevos empleados en dirección a los aviones o hacia la sección dormitorio del recinto. Los recién llegados parecían gigantes semidormidos, acostumbrados a este tipo de cosa, prestando poca atención, sin protestar siquiera cuando Terl les quitaba cosas, sin discutir ninguna de las órdenes de la gente de personal, sin resistirse, sin ayudar.
Para Jonnie, desde el montículo, esta masa de criaturas ofrecía un contraste desventajoso con los escoceses, tan vitales e interesados por todo.
Después se puso en guardia. Terl había recorrido unos dos tercios de la fila. Se había detenido. Estaba mirando a un recién llegado. Retrocedió y después, de pronto, hizo un gesto para que pasara el resto de la fila y no revisó nada más. Dejó pasar a todos.
Unos minutos más tarde, los recién llegados estaban en barracas del recinto o sentados en transportes de personal, esperando para ir a otras minas.
El altavoz rugió: «Las coordenadas se mantienen y se unen en el segundo estadio». La luz blanca de la cúpula comenzó a encenderse intermitentemente y los transportes de personal se elevaron y partieron.
Jonnie comprendió que la interferencia se mantenía en la frecuencia coordenada. Sabiendo lo que sabía ya del teletransporte, comprendió que los motores no podían funcionar durante un disparo. Era un punto importante. Los motores de los vehículos interferían con el teletransporte en el transbordo.
Ésa era la razón por la cual los psiclos no teletransportaban metal dentro del planeta desde un punto a otro, sino que usaban cargueros. Una cosa era un motor pequeño, pero el teletransporte de metal quedaba reservado para el transporte entre planetas y universos.
En apariencia, si cualquier motor funcionaba cerca de la zona de transbordo mientras esos cables ronroneaban, arruinarían el envío a causa de la perturbación del espacio local.
Jonnie sabía que estaba contemplando una interrelación entre el espacio de Psiclo y el de este planeta. Había una relación secundaria que se limitaba a mantener fijas las coordenadas y veía a los operarios en aquella torre de control golpeando consolas con ritmo acelerado para mantener a este planeta y a Psiclo relacionados para efectuar el segundo disparo.
Era el segundo el que le interesaba a Jonnie. Aparentemente, no tendría lugar por el momento. Apagó el pictógrabador por control remoto.
Después de un tiempo de espera —lo controló y vio que era de una hora y trece minutos—, la luz blanca de la cúpula inició un parpadeo muy rápido. El altavoz chilló: «¡Prepárense para devolver el disparo a Psiclo!».
Un envío semestral parecía requerir mucha más electricidad. Los técnicos tenían barras auxiliares en los altos postes. Todavía había un leve murmullo en el aire.
Las barredoras rodaban y giraban sobre la plataforma, limpiándola, quitándole las basuras que hubiera podido tirar el personal nuevo.
Jonnie observó que no funcionaban los detectores de la cinta transportadora y que el aparato del metal estaba quieto, abandonado. Había tenido la esperanza de pasar junto al limpiador de metal con la muestra del filón en el bolsillo para poder ver si el aparato registraba cualquier partícula de uranio que estuviera mezclada con el oro. Pero no pudo. El aparato no estaba en funcionamiento.
Terl bajó bamboleándose en dirección a la morgue. Jonnie encendió el pictógrabador. Los psiclos volvían a estar ocupados alrededor de la plataforma de disparo. El altavoz aulló: «Se mantienen las coordenadas en el segundo estadio». Todavía seguían conectados con Psiclo.
Jonnie tuvo una visión de aquel lejano planeta, a muchos universos de distancia, de color púrpura y pesado como un enorme divieso descolorido, infectando e infligiendo dolor a los universos. Sabía que frente a él había jirones de su espacio, ligados al espacio de la Tierra. Psiclo: un parásito más grande que su anfitrión. Voraces, despiadados, sin una palabra para designar el concepto de «crueldad».
Ahora Terl abría la puerta de la morgue. Unos pequeños camiones grúa pasaron junto a él y entraron. Terl se quedó allí vigilando, con una lista en la mano. Salió el primer camión. Terl miró el número del ataúd cerrado y después la lista. El camión, con el inmenso ataúd entre sus mandíbulas, fue de prisa hacia la plataforma de disparo y dejó caer su carga con un ruido sordo. El ataúd se balanceó y después cayó de plano.
Salió de la morgue un segundo camión con otro ataúd. Terl leyó el número, controló la lista y lo tachó, y el ataúd fue levantado y dejado caer en la plataforma de disparo. Después, rápidamente, un tercer y cuarto camiones repitieron la acción. El primer camión ya estaba sacando otro ataúd.
Jonnie observó mientras apilaban dieciséis ataúdes, de cualquier manera, con negligencia, sobre aquella plataforma.
Cerca de Terl, en la morgue, una hilera de personal que se iba fue colocada en un chato camión de superficie junto con su equipaje. Terl revisó sus ropas y sus efectos. Había doce. Cuando terminaron, las grúas los trasladaron a ellos y al equipaje hasta la plataforma de disparo.
La luz blanca se hizo fija. «¡Coordenadas en el estadio uno! —anunció el altavoz—. ¡Apaguen motores!».
Los doce psiclos que partían se quedaron allí de pie o sentados sobre los equipajes. Los dieciséis ataúdes estaban mezclados con el equipaje.
De pronto Jonnie vio que nadie hacía señas o decía adiós. No significaba nada para nadie que esas criaturas se fueran a casa. O tal vez sí, pensó mirando con más atención. Los operarios de las máquinas de los alrededores parecían moverse con gestos más salvajes; no se podía ver bien dentro de los cascos a esa distancia, pero Jonnie sintió que detestaban a los que volvían a casa.
Sobre la zona de operaciones empezó a encenderse una luz roja. Gimió una sirena. Los altavoces gritaron: «¡Apártense!».
Los cables empezaron a vibrar. Jonnie miró su reloj.
Las hojas de los árboles temblaron; vibró el suelo. Lenta y gradualmente el susurro de los cables se transformó en un rugido.
Pasaron dos minutos.
Se encendió la luz púrpura.
Sobre la plataforma apareció una neblina ondulada.
El personal y los ataúdes se habían ido.
Después Jonnie notó una ola de sonido y un estremecimiento de los cables. Era como el retroceso de un arma.
Empezó a sonar una sirena distinta. Se encendió una luz blanca. El altavoz ordenó: «Disparo terminado. Enciendan los motores y reanuden las actividades normales».
Terl estaba cerrando la morgue. Subió bamboleándose la cuesta. Jonnie apagó el control remoto del pictógrabador y empezó a apartarse. Terl parecía muy distraído, pero vio el movimiento.
—¡No des vueltas por aquí! —barbotó.
Jonnie condujo el caballo hacia él.
En voz baja y gutural, Terl dijo:
—No deben verte por aquí nunca más. Ahora vete.
—¿Qué pasa con las muchachas?
—Yo me cuidaré de ellas, yo me cuidaré de ellas.
—Quería darle el informe.
—¡Cállate! —Y Terl miró a su alrededor. ¿Estaba asustado? Se acercó al caballo, poniendo sus ojos a la altura de la cabeza de Jonnie—. Mañana iré a verte. A partir de ahora, no te acerques a este lugar.
—Yo…
—Vete al coche y vuelve a la base. ¡Ahora! —y Terl se aseguró de que así lo hiciera.
Esa noche resultó ser una operación peligrosa el regreso para recobrar el pictógrabador y sacarlo del árbol. Pero Jonnie lo hizo con una pantalla de calor para evitar la detección.
¿Qué le pasaba a Terl?