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Terl estaba trabajando con mapas de las montañas. Tenía las últimas fotografías del filón tomadas por el vuelo de reconocimiento y estaba tratando de encontrar trochas o caminos que se acercaran a esa profunda cuchilla. Era una operación terriblemente dificultosa, y cuando pensaba en los animales emprendiendo una tarea que haría atragantar hasta a los más experimentados mineros psiclos, se mareaba. Sencillamente, el lugar no era accesible por tierra.
Entró Chirk, su recién adquirida secretaria. Era lo bastante estúpida como para no constituir una amenaza y lo bastante guapa como para resultar decorativa. Se emborrachaba a económica velocidad y tenía otras ventajas. Su utilidad consistía en mantener alejados a los pedigüeños y en devolver los papeles administrativos para que algún otro se hiciera cargo de ellos. Como ahora era en realidad el psiclo más importante del planeta, no debía molestársele con trivialidades. Su lema era «cárguenselo al ya destrozado Numph».
—El animal quiere verlo —dijo ella, excitada. Cuando sus patas tocaron la puerta, Terl plegó rápidamente los mapas. Los metió en un cajón, quitándolos de la vista.
—Que entre.
Jonnie entró usando la máscara y ropas de tela chinko. Tenía en la mano una larga lista.
Terl lo miró. Las cosas estaban saliendo bastante bien. El animal seguía portándose bien, pese a que no estaba vigilado por ninguna cámara. Habían hecho un arreglo según el cual Jonnie podía venir cada tantos días para cuidarse del alimento de las muchachas y para conferenciar.
Jonnie había sugerido un contacto por radio, pero Terl se había puesto de mal humor y muy terco. Nada de radio. Eso era definitivo. Si el animal quería decirle algo a Terl, que usara los pies. Terl sabía que en la mina había muchos receptores, y la radio podía atraparle los dedos y desvanecer su seguridad.
—Tengo una lista —dijo Jonnie.
—Ya veo —dijo Terl.
—Quiero tela y ribetes chinko, y los elementos para cortar y coser, y también bombas y palas…
—Dásela a Chirk. Parece como si estuvieras reconstruyendo la base. Típicamente animal. ¿Por qué no te ocupas de la instrucción?
—Lo hago —dijo Jonnie, y era verdad. Pasaba diez horas diarias con los jóvenes y el maestro.
—Enviaré a Ker —dijo Terl.
Jonnie se encogió de hombros. Después señaló la lista.
—Aquí hay un par de asuntos que tendría que aclarar con usted. El primero se refiere a las máquinas educativas chinko. Hay unas seis en las viejas barracas chinko. Los controles de equipo y los manuales están en psiclo. Quiero llevármelas, junto con los discos y libros.
—¿Ah, si? —dijo Terl.
Jonnie asintió.
—Lo otro es sobre los camiones volantes.
—Tienes plataformas volantes.
—Creo que deberíamos tener transporte de personal y camiones volantes. He ido a ver a Zzt y tiene un garaje lleno.
El cerebro desconfiado de Terl le hizo pensar que el animal estaba mirando los mapas del cajón a través de la tapa superior del escritorio. Era muy cierto que no había caminos para llegar a ese lugar. Comprendió que todo transporte debería hacerse por aire… y aun así resultaría difícil. Pero un camión volante o un transporte de personal tenían los mismos controles que un avión de combate, aunque menos armas. Había una regla según la cual no se enredara en la batalla a ninguna raza extranjera. Después Terl pensó en el inaccesible filón. Bueno, un camión de minería no era un avión de combate, eso por supuesto. Además, él controlaba el planeta y hacía las leyes.
—¿Cuántos quieres? —dijo Terl, tendiendo la mano para pedir la lista—. ¡Eh, has pedido veinte! Y tres coches de superficie de tres ruedas… tres coches de superficie…
—La orden fue entrenarlos para manejar el equipo, y si no tengo el equipo…
—¡Pero veinte…!
Jonnie alzó los hombros.
—Tal vez resulte difícil enseñarles.
Terl emitió una súbita risa, como un ladrido, al recordar al animal a punto de caer por el acantilado en la máquina de palas en llamas. Lo divertía.
Sacó una de las hojas en blanco firmadas por Numph y sujetó la lista del animal encima de la firma:
—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó Jonnie. Terl era demasiado desconfiado como para hablar claro. Realmente los plazos coincidían con el embarque semestral de personal y de psiclos muertos. Calculó velozmente. En total nueve meses. Tal vez tres meses para entrenarse para el siguiente transbordo y seis para los trabajos mineros antes del segundo transbordo, a comienzos de la primavera del año siguiente. Mejor reservarse un poco.
—Tienes dos meses para entrenarlos a todos —dijo Terl.
—Es demasiado pronto.
Terl sacó del bolsillo la caja de control remoto, le dio unos golpecitos y volvió a guardarla. Rió.
Jonnie frunció el ceño, la máscara disimuló la peligrosa luz que se encendió en sus ojos.
Controló con gran esfuerzo la voz y la cólera.
—Ker me vendría bien para embarcar todo esto.
—Díselo a Chirk.
—Además —continuó Jonnie—, tengo que adquirir experiencia para operar en esas montañas. Los ascensos y descensos son demasiado bruscos y en invierno serán peores. No quiero que piense nada malo si vuelo por ahí.
Terl puso protectoramente las patas sobre la tapa del escritorio, como para bloquear la visión al interior del cajón. Después comprendió que se estaba poniendo nervioso. Sin embargo, cuanto más tiempo mantuviera las cosas en la oscuridad, menor posibilidad habría de que el animal hablara con gente del personal. Empezó a tejer una elaborada fantasía para explicar a los otros por qué los animales volaban por las montañas.
—Pareces saber mucho —dijo de pronto.
—Sólo lo que usted me ha dicho —contestó Jonnie.
—¿Cuándo?
—En diferentes ocasiones; en Escocia.
Terl se puso rígido. Era verdad, se había descuidado. Y mucho, si este estúpido cerebro de rata había comprendido…
—Si llego a enterarme de una sola filtración sobre el proyecto real, por medio de Ker o de cualquier otro —y golpeó la caja de control que tenía en el bolsillo—, la hembra más pequeña va a padecer la explosión de su collar.
—Lo sé —dijo Jonnie.
—Entonces, vete —dijo Terl—. Estoy demasiado ocupado para seguir con esta charla.
Jonnie hizo que Chirk realizara una copia del pedido y le pidió que llamase a Ker para ayudarlo a embarcar el equipo.
—Aquí tienes, animal —dijo ella cuando terminó y le alcanzó las copias.
—Mi nombre es Jonnie.
—Y el mío, Chirk —y agitó los pintados huesos oculares—. Vosotros los animales sois amables, graciosos y monísimos. ¿Cómo es posible que sea tan divertido cazaros, como dicen algunos empleados? No parecéis peligrosos. Y ni siquiera creo que seáis comestibles. ¡Qué planeta loco! No es sorprendente que el pobre Terl lo odie tanto. Cuando vayamos a casa el año próximo, tendremos una casa inmensa.
—¿Una casa inmensa? —repitió Jonnie, mirando sorprendido a esa cabeza loca.
—Oh, sí. ¡Seremos ricos! Lo ha dicho Terl. Ya ves, Jonnie. La próxima vez que quieras un favor, tráeme una bolsa de cosas ricas.
—Gracias, lo haré —contestó Jonnie.
Salió con la enorme lista. Sabía que tenía otra pieza del rompecabezas. Terl no estaría aquí más de un año. Terl se iba a casa, y regresaba «rico».