5

Las siguientes acciones de Terl fueron observadas desde las colinas por agudos ojos escoceses.

La tarde anterior, a última hora, Terl había partido a toda velocidad en un tanque de ejecutivo. Se había dirigido hacia la antigua ciudad al norte y entrado en ella.

Hacia el mediodía, abandonó las ruinas y bajó hasta los restos de la enorme autopista, en dirección a la Academia.

Terl salió del tanque, con la placa de la máscara facial reluciendo al sol, y caminó de manera libre y tranquila en dirección al centinela que avanzaba hacia él.

En la Academia había ahora poca gente: una unidad que se ocupaba de los trabajos caseros y tres centinelas escoceses, que por lo general eran inválidos parciales que estaban recuperándose de algún accidente.

Aquél tenía un brazo entablillado y en cabestrillo.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó el centinela en un psiclo aceptable.

Terl miró a su alrededor. Allí no quedaban vehículos… o sí, allí se veía la cola de un pequeño avión de pasajeros. Debían de tenerlo todo en la mina. Tal vez incluso se estuvieran quedando sin transportes.

Miró al centinela. Tal vez se estuvieran quedando también sin personal, pues Terl sabía algo de los peligros de la minería. Bueno, no tenía importancia. Todavía quedaban algunos vivos.

Estaba preguntándose cómo iba a comunicarse con ese animal. No había registrado el hecho de que acababa de hablarle en psiclo, sencillamente porque no lo creía. Los animales eran estúpidos.

Terl hizo gestos con sus patas, señalando la altura y la barba del jefe de los animales. Realizó una pantomima que consistía en mirar a su alrededor, moviendo el brazo en su dirección y señalando el lugar que estaba a su lado. Era muy difícil hacerle comprender algo a un animal.

—Tal vez se refiera usted a Jonnie —dijo el centinela en psiclo. Terl asintió, distraído, y se alejó. Probablemente tendría que esperar hasta que volaran hacia la mina y lo trajesen de vuelta, pero estaba bien.

Con un sentimiento de júbilo comprendió que ahora tenía mucho tiempo; y más aún, que era libre. Podía ir donde quisiera y hacer lo que quisiera. Flexionó los brazos y se alejó. Podía ser un planeta maldito, pero ahora tenía espacio. Era como si hubieran apartado de él paredes invisibles.

Algunos caballos pastaban en un prado cercano. Para pasar el rato, empezó a practicar desenfundando el arma y disparando. Les rompió las patas a todos, uno por uno. Los relinchos de dolor resultantes eran muy satisfactorios. Era tan rápido como siempre en desenfundar, tan exacto como siempre. Y, además, a doscientas yardas. Un caballo negro. Cuatro movimientos, cuatro disparos. El caballo era como una nube de nieve. ¡Qué chillidos! Delicioso.

La voz de Jonnie a sus espaldas resultaba algo difícil de escuchar en medio del estruendo, pero no sorprendió a Terl. Se volvió ágilmente, con los huesos bucales estirados en una sonrisa detrás de la máscara.

—¿Quieres probar? —preguntó Terl, simulando que le tendía el arma.

Jonnie tendió la mano. Terl rió a carcajadas y volvió a poner el arma en el cinturón.

Hacía mucho tiempo que Jonnie esperaba a Terl. Desde el momento en que éste se había puesto en camino al abandonar la ciudad, sabía que vendría y se había apresurado a regresar de la mina. Parecía mejor que Terl no supiera que estaba vigilado y su intención había sido retrasarse un poco más. Pero los relinchos de los caballos torturados lo enfermaban.

Era un Terl muy cambiado, más parecido al antiguo.

—Caminemos —dijo Terl.

Con una seña de la mano que Terl no vio, un Jonnie encolerizado envió a un escocés a degollar a los caballos torturados, baldados, para terminar con su agonía. Condujo a Terl a la parte trasera de un edificio para que no viera lo que hacían.

—Bueno, animal —dijo Terl—, veo que vas muy bien. Supongo que estás buscando una segunda bolsa.

—Sí —dijo Jonnie controlando la ira—, todavía no tenemos suficiente oro.

Ésa sí que era una exposición incompleta. Todo el oro que tenían estaba en una bolsa que llevaba en ese momento.

—Muy bien, muy bien —dijo Terl—. ¿Necesitas equipo? ¿Suministros? Sólo tienes que decirlo. ¿Has hecho una lista? —Jonnie no la había hecho—. ¿No? Bueno, todo lo que tienes que hacer es poner una lista en esos bultos que dejas en la parte de afuera de la jaula y yo te enviaré todo. Por supuesto, encabézala poniendo «suministros para entrenamiento».

—De acuerdo —dijo Jonnie.

—Y si quieres hablar conmigo, enciende una luz a través de la ventana de mi dormitorio, tres destellos cortos, y yo saldré y hablaremos. ¿De acuerdo?

Jonnie dijo que estaba bien. De vez en cuando surgían problemas mineros.

—Bueno, no tienes más que preguntar al que sabe —dijo Terl, golpeándose el pecho—. ¡Lo que yo no sepa de minería jamás ha sido escrito! —y rió fuertemente.

Por cierto, era un Terl muy distinto, pensó Jonnie. Algo había eliminado la presión.

Seguían todavía en el campo, ocultos a la vista por un montículo.

—Y ahora, a los negocios —dijo Terl—. El día ochenta y nueve vas a entregar mi oro en este edificio de la vieja ciudad —y sacó del bolsillo una fotografía, mostrándosela a Jonnie.

En el edificio ponía: «Casa de la Moneda de los Estados Unidos». Jonnie cogió la fotografía, pero Terl se la arrancó y le mostró otras tres: la calle y el edificio desde dos ángulos distintos.

—El día ochenta y nueve —dijo Terl—. Dos horas después de la puesta del sol. Que no te vean. He arreglado una habitación. Ponlo allí.

Jonnie estudió las fotos. Era evidente que Terl no le permitiría guardarlas. Había algunos bultos que sabía eran viejos coches, y en la parte trasera del edificio había un bulto mayor, probablemente un camión. Las puertas del lugar eran sólidas y estaban cerradas, pero sin duda Terl las habría dejado sin cerrojos.

—¿Tienes un camión de superficie chato? —preguntó Terl—. ¿No? Te daré uno. —Y se volvió imponente, autoritario—. Ahora escucha con cuidado. Tú y otros dos animales, no más, llegaréis en el momento exacto. Tú personalmente. Di a los otros que no regresarás hasta el día noventa y tres, y llevarás contigo su paga. Desde el día ochenta y nueve al noventa y tres tengo que darte a hacer otras cosas. ¿Entiendes? Tú y otros dos animales, no más; el resto se queda en la mina. ¿De acuerdo?

Jonnie dijo que había comprendido. Estaban de pie, ocultos a la vista por unos arbustos.

—¿Quiere ver una muestra de lo que hemos extraído?

Sí, por supuesto que Terl quería. De modo que Jonnie puso en el suelo un trozo grueso de lienzo y arrojó oro encima. Resplandecía suavemente a la luz del sol.

Terl miró hacia arriba para asegurarse de que no había vigilancia y después se inclinó. Acarició los trozos de oro, algunos con el cuarzo todavía pegado. Pasó un rato en eso y después se puso de pie haciendo una seña con la pata para que lo guardara. Jonnie obedeció. Cuidadosamente, era todo lo que tenían.

Echando una mirada a la bolsa, Terl dejó escapar un largo suspiro dentro de la máscara.

—Hermoso —dijo—. Hermoso —y se sacudió el ensueño—. De modo que el día ochenta y nueve obtengo una tonelada de oro, ¿eh? —y palmeó el bolsillo, donde tenía el control remoto—. ¡Y después, el día noventa y tres, les pagaré!

—¿Por qué esa tardanza? —preguntó Jonnie—. Son cuatro días.

—Oh, tienes que hacer algunas cosas —dijo Terl—. Pero no tengas miedo, animal. Llegado el día noventa y tres, te pagaré. Con intereses. Compuestos. ¡Te lo prometo solemnemente! —y lanzó una carcajada dentro de la máscara. Jonnie comprendió que era posible que ese día Terl se sintiera bien, pero que no estaba enteramente cuerdo—. ¡Obtendrás todo lo que te envíe, animal! —dijo Terl—. Regresemos al coche.

Nunca en su vida se había sentido Terl tan bien. Recordó el viaje a Escocía, lo ansiosos que habían estado con respecto a la paga. ¡A este animal iba a pagarle el día 89! Después podría matar a las hembras. Sin miedo a los «poderes psíquicos». ¡Delicioso!

—Adiós, animal —dijo, y se alejó de excelente humor.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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