Parte 10

1

Las puertas estaban entreabiertas, tal como las dejara muchos años atrás. Tirada allí, cubierta de nieve pero en el lugar exacto en que la había dejado, estaba la barra de hierro que usó para abrir las puertas. En cuanto al olor, podía estar allí o no, porque ahora usaba una máscara de aire.

Habían partido en cuanto tuvieron todo preparado para volar, y Jonnie les había señalado bien el lugar, precisamente delante de la puerta. Detrás de él, en el cañón, los escoceses descargaban el equipo. El avión tendría que irse y habría que cubrir cualquier huella con nieve antes de que llegara el vuelo cotidiano de reconocimiento.

La tranquila voz de Roberto el Zorro daba las órdenes.

—¿Tienen las lámparas? Revisen las botellas de aire que quedan. ¿Dónde está Daniel? Cuidado con esos explosivos…

Se acercó un escocés con una almádena para abrir más la puerta, pero Angus se precipitó hacia él y lo apartó.

—No, no, no. Sólo necesita un poco de aceite —y Angus apretaba el fondo de una lata de aceite. Su voz sonaba sofocada a través de la máscara.

Todos estaban poniéndose máscaras. El historiador había descubierto que penetrar en las tumbas era muy insalubre. Algo que se llamaba «esporas» se levantaba a veces del polvo de los huesos de los muertos y hacía toser violentamente.

—¿Te importa si entro primero, Jonnie? —preguntó Angus. Jonnie cogió el paquete que llevaba Angus, para que éste pudiera deslizarse dentro. La lámpara minera iluminaba el interior.

—¡Uff! ¡Hay muchos hombres muertos! —dijo Angus mientras ponía aceite en los goznes—. Pruébala, Jonnie.

Jonnie apoyó el hombro en la puerta y ésta se abrió, dejando pasar rayos de luz que iluminaron la escalera. Angus se había apartado del paso y ahora caminaba entre cuerpos esparcidos. En torno a sus botas se levantaban nubecitas de polvo de huesos.

Todos se quedaron quietos un momento, mirando espantados los escalones.

Los restos mortales no les eran ajenos en el cementerio en que se había transformado el planeta. Yacían en abundancia en estructuras y sótanos, en cualquier sitio donde hubiera cierta protección contra los animales salvajes o las inclemencias del tiempo; eran cuerpos que llevaban más de mil años muertos.

Pero descendiendo la larga escalera vieron los restos de varios centenares de hombres. Protegidos de la acción del aire hasta doce años antes, sus ropas, armas y equipos estaban bastante bien conservados, pero los huesos se habían transformado en polvo.

—Cayeron hacia adelante —dijo Roberto el Zorro—. Debió de ser un regimiento que entraba. ¿Ven? Esos dos tipos en lo alto de la escalera debieron de cerrar las puertas.

—El gas —dijo Jonnie—. Abrieron las puertas para dejar entrar al regimiento, según parece, y el gas les alcanzó desde el cañón.

—Barrieron el lugar —dijo Roberto el Zorro—. Escuchen, todos ustedes. No entren sin tener bien ajustada la máscara de aire.

—Tenemos que enterrar a estos hombres —dijo el pastor—. Cada uno lleva una pequeña placa —y recogió una—. «Knowlins, Peter, soldado CMEU N° 35473524, sangre tipo B.».

—Marines —dijo el historiador—. Esto es una base militar.

—¿Crees que tu aldea pudo haber sido alguna vez una base de marines? —preguntó el pastor a Jonnie—. Es distinta de las otras.

—Ha sido reconstruida una docena de veces —dijo Jonnie—. Roberto, entremos.

—Recuerden las prioridades —dijo Roberto al grupo—. Sólo inventario. No toquen ningún registro hasta que se hayan identificado. Éste es un lugar grande. No se aparten o se pierdan.

—Tenemos que enterrar estos cuerpos —dijo el pastor.

—Lo haremos, lo haremos —dijo Roberto—. Todo a su tiempo. Primero los artilleros. Aparten y destruyan a cualquier animal.

Cinco escoceses con fusiles ametralladores corrieron escalera abajo, alertas por si encontraban osos o serpientes en hibernación o lobos extraviados.

—Equipo de ventilación, prepárese —dijo Roberto, y miró por encima del hombro para asegurarse de que los tres que debían conducir los pesados vagones mineros de ventilación estaban preparados.

Abajo, se oyeron unos disparos dispersos. Dos de cada cinco proyectiles del fusil ametrallador no disparaban, y para obtener una ráfaga continua había que amartillar el disparador en pleno fuego. La radio de alcance limitado de Roberto anunció: «Crótalos. Cuatro. Todos muertos. Fin del mensaje».

—Vale —dijo Roberto el Zorro en su transmisor. Hubo otra ráfaga de disparos.

La radio continuó: «Oso marrón. Hibernando. Muerto. Fin del mensaje».

—Vale —dijo Roberto. «Un segundo juego de puertas, cerradas».

—Equipo de explosivos —dijo Roberto por encima del hombro.

—¡No, no! —dijo Angus—. Podemos necesitar esas puertas.

—Ve —dijo Roberto—. ¡Esperen, equipo de explosivos, pero quédense por aquí! —Y dijo por el transmisor—: Mecánico en camino.

Esperaron. La radio avisó: «Puertas abiertas», y hubo una pausa. «La zona parece hermética. Probablemente no haya animales hostiles. Fin del mensaje».

—Equipo de ventilación, adelante —dijo Roberto. El último hombre del equipo llevaba una jaula de ratas. Una corriente de aire empezó a salir de la tumba. La radio informó: «Las ratas todavía viven. Fin del mensaje».

—Ahí lo tienes, Mac Tyler —dijo Roberto.

Jonnie se ajustó la máscara y bajó pisando el polvo de la escalera. Escuchó a Roberto despidiendo al resto de los equipos y después dando órdenes de que se limpiara la zona exterior y se borraran las huellas con nieve cuando se fueran los aviones. Las órdenes sonaban lejanas y débiles en las cavernas retumbantes de la base defensiva primaria de una nación muerta hace ya mucho tiempo.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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