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Jonnie miró con pavor el profundo cañón. Allá abajo, cerca del río, había una plataforma perforadora volante, y tenía verdaderos problemas.
Era el día siguiente a su regreso de Uravan. La tormenta pasó dejando un día resplandeciente, cubierto de nieve. Pero en esta altitud hacía un frío cortante y el cañón, como siempre, acanalaba los vientos transformándolos en torrentes de turbulencias.
Dos escoceses —Dunneldeen y un joven moreno llamado Andrew— estaban en la plataforma tratando de recuperar la escalera, que había caído desde novecientos pies sobre el río helado. De sesenta pies de largo y hecha con barras de metal, había perforado el hielo, quedando un extremo en la orilla.
Habían cogido ese extremo con un gancho que bajaron desde la plataforma perforadora, intentando extraer la escalera del río. Estaba atrapada bajo las aguas. Del hielo roto subían ahora chorros de agua que cubrían la plataforma y se congelaban instantáneamente, aumentando por momentos el peso.
Sabía qué estaban haciendo. Estaban tratando de parecer ocupados al detector del avión teledirigido, que estaría allí en pocos minutos. El resto de la cuadrilla estaba disperso a lo largo del borde del abismo, desenredando las masas de cables y carretes abatidos por la tormenta. Dunneldeen y Andrew habían bajado para demostrar que estaban ocupados en la recuperación de la escalera.
Jonnie había regresado en el pequeño avión de pasajeros para idear un nuevo método de extracción del oro. No tenía copiloto. Lo acompañaba sólo el viejo doctor Mac Dermott, el historiador, que había rogado que lo llevara para poder ir hasta el filón y escribir una saga de la tormenta. El anciano escocés, que se había considerado prescindible en el momento del reclutamiento, era un sabio y valioso profesor de literatura, pero no estaba en lo más mínimo adiestrado en el trabajo de ellos y era extremadamente frágil, con apenas los músculos y destreza necesarios. No había tiempo para bajar al desfiladero y escoger un escocés entrenado y ágil.
Utilizaron radios locales. Todo el equipo estaba organizado de esa manera, porque su alcance y el de los intercomunicadores de la mina era sólo de una milla. Las transmisiones quedaban enmascaradas por las montañas orientales. Era evidente que la radio de la plataforma estaba abierta.
—¡Tira las bobinas, Andrew! —decía Dunneldeen, preocupado—. Los motores están calentándose.
—¡No puedo desengancharlas! ¡Es el agua!
—¡Andrew! Desengancha la escalera.
—¡No consigo moverla, Dunneldeen! ¡Está enganchada bajo el hielo!
Por los micrófonos abiertos llegaba también el gemido de los sobrecargados motores.
Jonnie sabía lo que sucedería. No podían liberar la plataforma. Tampoco podían caer en el agua furiosa, congelada. Y en cualquier momento la plataforma se incendiaría.
Aquellas plataformas tenían rudimentarios controles de vuelo, por lo general cubiertos con una capucha de vidrio emplomado.
Pero los humanos no usaban las cúpulas y Dunneldeen estaba allí abajo, en medio de un chorro de agua que lo estaba cubriendo de hielo, no sólo a él sino también a los controles.
El avión de reconocimiento llegaría en unos segundos. Debía registrar esfuerzos para extraer el metal y no desastres. Jonnie escuchaba el cercano murmullo del otro lado del portillo abierto del avión.
En cualquier momento se produciría la explosión supersónica. En cuanto pasara, tendría que arreglárselas de alguna manera para sacar a aquellos dos de la plataforma.
—¡Doctor Mac! —gritó Jonnie en dirección a la parte trasera del avión—. ¡Prepárese! ¡Está a punto de transformarse en un héroe!
—Oh, Dios mío —dijo el doctor Mac Dermott.
—¡Abra la puerta del costado y tire dos cuerdas de salvamento! —gritó Jonnie—. Asegúrese de que están bien sujetas a la nave.
El anciano buscaba a su alrededor, encontrando cuerdas y lazos extraños.
—¡Aguantad! —gritó Jonnie.
Metió el aparato en el rugido impresionante del viento, bajando mil pies. Los muros pasaron a toda velocidad.
El estómago del doctor Mac Dermott se quedó mil pies más arriba. Las cercanas paredes del cañón, de un borroso color blanco azulado, pasaban a toda velocidad junto a la puerta abierta, y él las miraba estupefacto, casi sin poder sostenerse.
Jonnie abrió la radio del avión.
—¡Dunneldeen! —aulló en el micrófono—. ¡Prepárate para abandonar esa cosa!
Se escuchó el estallido del golpe sónico. Había pasado el avión de reconocimiento.
La cabeza de Dunneldeen, cubierta de pieles, se levantó, y Jonnie advirtió que no lo hacía a causa del avión de pasajeros sino por el vuelo de reconocimiento, para que Terl supusiera que era Jonnie quien estaba allí.
De los recintos del motor de la plataforma salía humo, un humo azul que se destacaba de los chorros de agua.
El río, comprimido por el hielo, se aprovechaba del agujero recién practicado para liberarse.
Andrew golpeaba con una almádena la manivela atascada. Después tiró la almádena, cogió una botella de gas ardiente y trató de abrir los controles para quemar el cable y partirlo. La botella estaba cubierta de hielo y no se abría.
El avión de pasajeros bajó hasta veinticinco pies de la parte superior de la plataforma, y Jonnie apretaba frenéticamente los botones para mantenerlo. El humo que salía de los motores incendiados de la plataforma se colaba en el aparato.
—¡Doctor Mac! —gritó Jonnie—. ¡Arroje esas dos cuerdas de salvamento!
El viejo maniobró torpemente con las bobinas. No sabía distinguir un cable de otro. Después encontró una punta. La sacó por la puerta.
Vacilante, dejó desenrollarse unos cincuenta pies y después ató el cable lo mejor que pudo a un gancho que había en el avión. Jonnie maniobró de modo que el extremo de la cuerda cayera sobre la plataforma.
—¡No consigo encontrar otra punta de cable! —gimió el doctor Mac Dermott.
—¡Coge la cuerda! —aulló Jonnie en el micrófono.
—¡Tú, Andrew! —gritó Dunneldeen.
Veinte pies de cable se enrollaron en la plataforma, quedando rápidamente cubiertos de agua, que se transformó instantáneamente en hielo.
Andrew se pasó una vuelta de cable por el brazo.
—¡No te la enrolles al brazo! —gritó Jonnie. Si Dunneldeen quedaba debajo de él, el peso haría que la cuerda rompiera o arrancara el brazo de Andrew—. ¡Pásala por el martillo de la almádena!
Las llamas salían del motor de la plataforma.
Andrew se las arregló para liberar de hielo la almádena. Enrolló la cuerda dos veces.
—¡Agarraos bien! —aulló Jonnie.
Andrew cogió el resbaladizo mango de la almádena con sus manos enguantadas.
Jonnie elevó el avión veinte pies, levantando a Andrew y dejando la punta del cable colgando sobre Dunneldeen.
—¡El capitán abandona el barco! —dijo Dunneldeen, y cogió la cuerda.
Jonnie elevó lentamente el avión. Si los dos hombres caían en el río, quedarían sumergidos en el hielo.
Andrew colgaba de la almádena veinte pies por debajo del avión; Dunneldeen, cuarenta pies más abajo.
—¡Creo que este gancho se suelta! —gimió el doctor Mac Dermott desde la parte trasera del avión.
Lo que sí se deslizaba eran los helados guantes de los hombres que colgaban. Era imposible elevarlos a mil pies, a lo alto de la garganta. Jonnie miró desesperado hacia el río.
Abajo, la plataforma volante explotó con violentas llamas de color naranja.
El avión se sacudió con el impacto.
Jonnie miró a los hombres. Las llamas habían llegado hasta Dunneldeen. ¡Sus piernas estaban envueltas en llamas!
Jonnie hizo descender el avión hacia el río. Moviendo las manos a velocidad frenética, lo llevó a cuarenta y cinco pies por encima del hielo cubierto de nieve del lecho del río. ¿Sería el hielo lo bastante grueso?
Bajó en picado. Dunneldeen golpeó la nieve. Jonnie lo arrastró unos cien pies por el lecho del río, para apagar el fuego.
Junto al río, vio una cornisa estrecha y cubierta de nieve.
Llevando el avión a pocos pies de la pared del cañón, depositó a Dunneldeen en la cornisa y después saltó más adelante.
Las manos de Andrew, que se habían ido deslizando pulgada a pulgada, se salieron de los guantes y Andrew cayó los últimos diez pies. Estuvo a punto de perder la almádena. Dunneldeen lo sujetó.
Luchando contra el viento, Jonnie hizo dar una vuelta al avión y acercó la puerta abierta a la cornisa.
Los dos hombres se las arreglaron para entrar con la ayuda del doctor Mac Dermott.
Andrew metió dentro el cable y consiguió cerrar la puerta. Jonnie elevó el avión a dos mil pies y maniobró para aterrizar en el pequeño terreno de la cumbre.
El doctor Mac Dermott balbuceaba excusas a los dos hombres.
—No pude encontrar una segunda cuerda.
—No tiene importancia —dijo Dunneldeen—. ¡Conseguí incluso un viaje en trineo!
El doctor Mac Dermott se ocupaba de sus chamuscadas piernas, terriblemente aliviado al ver que la quemadura era superficial y no grave.
—Tuve mi oportunidad de ser héroe y la eché a perder —dijo el doctor Mac Dermott.
—Lo hizo muy bien —dijo Andrew—. Muy bien.
Jonnie salió del avión y caminó hacia el borde del cañón. Lo siguieron. La cuadrilla también miraba hacia abajo, con las caras brillantes a causa de la transpiración del esfuerzo. Había sido un espectáculo terrible.
Sacudiendo la cabeza, Jonnie miró mil pies más abajo, donde el borde de la escalera estaba encajado en el banco del río. La plataforma volante había desaparecido bajo el hielo. La nieve de los alrededores mostraba los hoyos hechos por el impacto de los fragmentos y estaba ennegrecida por la explosión.
Jonnie se enfrentó con Dunneldeen y la cuadrilla.
—¡Ahí acaba todo! —dijo Jonnie.
Casi a coro, el jefe de la cuadrilla y Dunneldeen dijeron:
—¡Pero no podemos abandonar!
—Basta de acrobacias en el aire enrarecido —dijo Jonnie—. Basta de colgaros de este borde con el corazón en la garganta. Venid conmigo.
Lo siguieron de regreso al pequeño terreno llano y él señaló exactamente hacia abajo.
—Debajo de nosotros —dijo Jonnie— la veta se mete en el desfiladero. Es una bolsa. Probablemente cada pocas decenas de metros haya bolsas de oro. Vamos a hacer un pozo hasta la veta. ¡Después la seguiremos hasta el borde y trataremos de sacar el oro por detrás!
Todos permanecieron silenciosos.
—Pero esa fisura… no podemos poner explosivos; arrancarían la parte exterior del desfiladero.
—Tendremos que usar perforadoras. Trabajar de modo que queden paralelos los agujeros. Después usaremos astas vibrátiles para cortar la roca. Llevará tiempo. Trabajaremos duro y tal vez podamos llegar.
¿Un paso subterráneo? Comprendieron que era una gran idea.
El jefe de la cuadrilla y Dunneldeen empezaron a hacer planes para trasladar perforadoras, raspadores y cubos. Comenzaron a sentir alivio. Llegó el siguiente turno de trabajo, y cuando escucharon los planes, se alegraron. Detestaban tener que colgar de los talones sobre el espacio, con pocos resultados efectivos.
—Preparemos todo y hagámoslo funcionar antes de la siguiente pasada del avión de reconocimiento —dijo Jonnie—. Terl se ha vuelto loco, pero es un minero. Verá lo que estamos haciendo y lo aprobará. Es como raspar una roca con cucharillas de té, de modo que trabajaremos sin descanso, haciendo los tres turnos. De todos modos, con este tiempo resultará más fácil trabajar bajo tierra. Usaremos la excavadora para agrandar este espacio llano. Y ahora, ¿dónde hay un paso para poder calcular la dirección exacta de la excavación?
Se escuchó el ruido de un motor de avión. Dunneldeen regresaba en busca de pilotos y equipo.
Tal vez todavía se pudiera lograr, pensó Jonnie.