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Al día siguiente, Terl estuvo vagando por los alrededores de los abandonados cuarteles de los viejos chinkos.

Era un trabajo desagradable. Las barracas estaban fuera de las cúpulas presurizadas de los psiclos, de modo que tenía que usar máscara. Los chinkos respiraban aire. Y si bien se habían sellado las barracas, unos cientos de años de descuido y cambios atmosféricos habían dejado sus marcas.

Había hileras e hileras de librerías. Filas y filas de archivos llenos de notas. Viejos escritorios ruinosos, destartalados y frágiles, que se derrumbaban. Pilas de basura en casilleros. Y todo eso cubierto de polvo blanco. Menos mal que no tenía que respirarlo.

Qué seres extraños habían sido los chinkos. Eran la respuesta de la Compañía Minera Intergaláctica a las protestas de otros mundos más guerreros y capaces, que insistían en que la minería estaba aniquilando los ecosistemas planetarios. Y como en esa época la compañía era lujosa y rendía beneficios, algún brillante director de la oficina central de la Intergaláctica había creado el departamento de etnología y cultura, o E y C. Tal vez originalmente se hubiera llamado departamento ecológico, pero los chinkos sabían pintar y alguna briosa esposa de algún director de la Intergaláctica había iniciado su fortuna personal vendiendo trabajos chinkos en otros planetas, de modo que le había hecho cambiar el nombre. Había pocas cosas que no aparecieran en los archivos secretos del departamento de seguridad.

La causa de su aniquilación final fue la huelga organizada por los chinkos, no la corrupción. La corrupción a nivel directivo era algo que no le interesaba a seguridad. Una huelga, sí.

Pero los chinkos se marcharon de allí mucho antes de eso, y se notaba. Después de todo, ¿qué valía la pena cultivar en este planeta? No quedaba bastante población indígena como para molestar. ¿Y a quién le importaba, en todo caso? Pero como cualquier burocracia, la chinko había estado muy ocupada. La prueba eran esos cientos de yardas de armarios y libros.

Terl estaba buscando un manual que explicara los hábitos alimenticios del hombre. Seguramente los atareados chinkos los habían estudiado.

Buscó y rebuscó. Abrió y cerró cientos de índices. Se agachó y revisó casilleros. Y si bien se hizo una muy buena idea de lo que había en estas vetustas oficinas y armarios, no pudo encontrar nada que hablara de lo que comían los hombres. Se enteró de lo que comían los osos. De lo que comían las cabras. Encontró incluso un tratado, muy erudito, impreso y evidentemente costoso, sobre lo que comía una bestia llamada «ballena»; un tratado que, ridículamente, terminaba informando que la bestia se había extinguido por completo.

Terl se quedó en medio de la habitación, disgustado. No era sorprendente que la compañía hubiera eliminado a E y C de la Tierra. Imagínatelos gritando por ahí, quemando combustible, manteniendo una planta de fabricación de libros que echaba vapor como una zapadora, extendiéndose hasta el infinito…

Sin embargo, no todo era inútil. Gracias al viejo y amarillento mapa que tenía en la mano, había aprendido que quedaban en este planeta algunos grupos de hombres. Al menos todavía quedaban algunos hacía unos centenares de años.

Algunos estaban en un lugar que los chinkos llamaban «Alpes». Varias docenas, en realidad. Quedaban quince en el cinturón helado que los chinkos llamaban «Polo Norte» y «Canadá». También los había en cantidad incierta en un lugar llamado «Escocia», y también algunos en «Escandinavia». Y en un lugar llamado «Colorado».

Era la primera vez que había visto el nombre chinko de esta zona minera. «Colorado». Miró el mapa, bastante divertido. «Montañas Rocosas». «Pico Pike». Graciosos nombres chinko. Los chinkos siempre hacían su trabajo en la tristemente severa lengua psiclo. Pero tenían a veces ideas ingeniosas.

Sin embargo, esto no lo llevaba a ningún lugar concreto, aunque era bueno saber, para favorecer sus planes, que había habido más hombres por ahí.

Tendría que apoyarse en lo que debía haberse apoyado desde el comienzo: la seguridad. Las técnicas de seguridad. Las pondría en funcionamiento.

Salió y cerró la puerta, contemplando este mundo ajeno, no psiclo. Las viejas oficinas, barracas y zoológico de los chinkos estaban en lo alto de la colina que había en la parte de atrás del centro minero. Próximas, pero más altas. Los arrogantes bastardos. Desde este lugar se podía ver todo. Podía verse la plataforma transbordadora de mineral y también el campo de aterrizaje de los aviones de carga. El lugar no parecía demasiado activo. A menos que se cumpliera con los cupos de producción, la Intergaláctica debía enviar algunos inspectores. Esperaba que la oficina central no le encargara demasiadas investigaciones.

Cielo azul. Sol amarillo. Árboles verdes. Y el viento que hacía llegar hasta él aire.

Cómo odiaba ese lugar.

La idea de quedarse allí le hacía apretar los colmillos.

Bueno, ¿qué podía esperarse de un mundo extraño? Terminaría esa investigación que le habían ordenado hacer, relativa al tractor extraviado, y después emplearía la fiable tecnología de seguridad para trabajar sobre esa cosa humana.

Era la única manera de salir de ese agujero.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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