Parte 2

1

Terl era todo eficiencia; grandes planes bullían en su cavernoso cráneo.

Los viejos chinkos tuvieron una especie de zoológico en las afueras del recinto, y pese a los años que habían pasado desde la eliminación de los chinkos, las jaulas seguían allí.

Había en particular una que resultaba perfecta. Tenía el suelo sucio y una piscina de cemento, y estaba rodeada por una gruesa alambrada. Habían tenido allí a unos osos a los que, según decían, querían estudiar, y aunque al cabo de un tiempo habían muerto, nunca se habían escapado.

Terl metió a la nueva bestia en la jaula. La cosa estaba sólo semiconsciente, probablemente se recuperaría del impacto del gas respiratorio. Terl la miró, allí tirada, y después miró en torno. Tomando todas las precauciones, esto tenía que resultar apropiado.

La puerta de la jaula tenía un cerrojo. Estaba abierta al cielo y no había tela de alambre en la parte superior. ¿Qué oso podría trepar una serie de barras de treinta pies?

Pero existía la posibilidad de que esta bestia pudiera abrir la puerta de la jaula. No era probable. Pero la puerta no tenía un buen cerrojo.

Terl arrojó las bolsas dentro de la jaula, porque no tenía otro lugar donde ponerlas. Y la larga cuerda de cuero que había usado quedó sobre las bolsas.

Llegó a la conclusión de que sería prudente atar a la bestia. Pasó el cuero en torno al cuello de la bestia, le hizo un sencillo nudo de aparejador y ató el otro extremo a un barrote.

Retrocedió y volvió a inspeccionarlo todo. Estaba muy bien. Salió y cerró la puerta de la jaula. Tendría que ponerle un cerrojo mejor. Pero por el momento bastaría.

Satisfecho consigo mismo, Terl metió el coche en el garaje y fue a su oficina.

No había mucho que hacer. Unos pocos despachos, sólo formularios, ninguna emergencia. Terl terminó y se reclinó en la silla. Qué lugar monótono. Bueno, había empezado a poner las cosas en marcha para salir de allí y volver a casa.

Decidió que lo mejor que podía hacer era ir a ver cómo estaba la cosa humana. Cogió la máscara respiratoria, puso dentro un nuevo cartucho y salió al exterior atravesando las oficinas. En esos días había muchos escritorios vacíos. Sólo había tres psiclos, del tipo secretario, y no le prestaron demasiada atención.

Una vez fuera del recinto, llegó hasta la puerta de la jaula. Se detuvo con los huesos estremecidos.

¡La cosa estaba casi junto a la puerta!

Entró con un gruñido, la levantó y la colocó en su lugar primitivo.

Había desatado el nudo.

Terl la miró. Era evidente que estaba aterrorizada. ¿Y por qué no? Sólo llegaba a la altura de la hebilla de su cinturón y pesaba la décima parte de su peso.

Terl volvió a colocarle la cuerda en torno al cuello. Como era trabajador de una compañía minera estaba acostumbrado a hacer nudos y lazos. De modo que esta vez hizo un doble nudo de aparejador. ¡Eso aguantaría!

Contento de nuevo, Terl fue al garaje, consiguió una manguera y comenzó a lavar el Mark II. Mientras trabajaba, forjaba varios planes y enfoques. Todo dependía de esa cosa que estaba allí afuera.

Obedeciendo a una súbita corazonada, volvió a salir para mirar la jaula. ¡La cosa estaba de pie del lado interior de la puerta!

Malhumorado, Terl se precipitó dentro, la volvió a colocar en su posición anterior y miró la cuerda. Había desatado un doble nudo de aparejador.

Trabajando velozmente, Terl le pasó la cuerda alrededor del cuello y la ató de nuevo, esta vez con un nudo marinero.

La cosa lo miró. Estaba haciendo unos ruidos extraños, como si pudiera hablar.

Terl salió, aseguró la puerta y desapareció. No en vano era jefe de seguridad. Desde un punto apropiado detrás de un edificio, se colocó la máscara de telefotografiar y observó.

¡En breves instantes, la cosa desató el complejo nudo marinero! Terl regresó pesadamente antes de que pudiera llegar a la puerta. Entró, la levantó y volvió a ponerla en el fondo de la jaula. Le pasó la cuerda una y otra vez en torno al cuello y después la ató con un doble nudo tan complejo que sólo un aparejador veterano podría desatarla. Una vez más, se ocultó.

Una vez más, creyéndose no observado, ¿qué hacía ahora la cosa?

¡Registró en una bolsa que llevaba, sacó algo brillante y cortó la cuerda!

Terl entró en el garaje y dio vueltas por entre siglos de desechos y basura, hasta que encontró un trozo de cable elástico, un soplete y un corto fleje de metal.

Cuando regresó, la cosa estaba otra vez junto a la puerta, tratando de trepar por los barrotes de treinta pies de altura.

Terl hizo un trabajo concienzudo. Con el metal hizo un collar y lo soldó en torno al cuello. Luego soldó el cable al collar y el otro extremo a un anillo que metió por una barra, a treinta pies por encima del sucio suelo de la jaula.

Retrocedió. La cosa hacía muecas y trataba de mantener el collar apartado del cuello, porque todavía estaba caliente. Eso lo detendrá, se dijo Terl.

Pero no había terminado. No en vano era jefe de seguridad. Regresó al almacén de su oficina, sacó dos cámaras diminutas, las revisó y las puso en la misma longitud de onda que la terminal de su oficina.

Luego volvió a la jaula y colocó una cámara arriba, en los barrotes, apuntando hacia abajo, y la otra a una distancia apropiada para reflejar el exterior.

La cosa señalaba su boca y emitía sonidos. ¿Quién podía saber lo que eso significaba?

Sólo ahora sintió Terl cierto alivio.

Esa noche se sentó en la sala recreativa de los empleados, sin responder preguntas, bebiendo tranquilamente su kerbango con aire satisfecho.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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