7

Por fin estaban volando, hacia el noroeste, y alcanzaron rápidamente una altura de más de diez millas. Terl estaba inclinado sobre el panel de control, silencioso y reservado. Jonnie, sentado frente a la consola del copiloto, con el cinturón del asiento pasado dos veces en torno al cuerpo y la máscara de aire algo empañada. En la cabina empezaba a hacer mucho frío.

Tardaron en salir porque Terl revisó en persona cada junta y unidad del aparato como si sospechara que alguien lo hubiera saboteado. El número real de la nave era de dieciocho dígitos y sólo terminaba en noventa y uno. Era un aparato viejo, desecho de alguna guerra en algún otro planeta, y mostraba sus cicatrices en las abolladuras y quemaduras. Como todos los cargueros, tenía un compartimiento de vuelo más adelantado, pero estaba blindado y provisto de baterías aire-aire y aire-tierra.

El inmenso cuerpo del avión, vacío ahora, era apropiado para transportar no sólo metal sino cincuenta compañías de tropas de ataque… con inmensos bancos, cubos para alimentos, rejillas para las armas. Tenía muchas compuertas, todas blindadas. El avión no había llevado tropas y ni siquiera funcionado durante muchísimo tiempo.

Viendo que el gas respiratorio no llenaba el compartimiento, Jonnie pensó que sería mejor viajar allí, pero Terl lo puso en el asiento del copiloto. Ahora estaba contento. Probablemente a esa altitud había poco aire y el frío invadía la cabina con gélido aliento.

Debajo de ellos se extendían las montañas y planicies, aparentemente inmóviles, pese a que el aparato era más que hipersónico. De pronto Jonnie supo que estaba mirando el techo del mundo. En el horizonte norte había un mar brumoso, de un verde pálido, y una blanca inmensidad de hielo. No iban a cruzar el Polo Norte, pero casi.

La ruidosa computadora de consola iba vomitando una cinta con sus posiciones sucesivas. Jonnie la miró. Estaban describiendo una curva para ir hacia el este.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jonnie.

Terl no contestó durante un rato. Después sacó de un bolsillo del asiento un mapa del planeta hecho por la Minera Intergaláctica y se lo tendió a Jonnie.

—Estás mirando el mundo, animal. Es redondo.

Jonnie miró el mapa.

—Ya sé que es redondo. ¿Adónde vamos?

—Bueno, no vamos a subir allá —dijo Terl, señalando con una garra hacia el norte—. Es todo agua pese a verse tan sólido. Sólo hielo. Nunca aterrices allí. Te congelarías hasta morir.

Jonnie tenía abierto el mapa. Terl había trazado una línea curva a partir del punto de salida, que subía atravesando el continente, después cruzaba una gran isla y luego descendía hacia otra isla. Como era habitual en los mapas mineros, todo eran números, sin nombres. Lo tradujo rápidamente en su memoria, recordando la geografía chinko. Usando los antiguos nombres, el curso subía por Canadá, atravesaba Groenlandia, más allá de Islandia, y bajaba sobre la porción norte de Escocia. En el mapa minero Escocia llevaba el número 89-72-13.

Después de apretar una nueva serie de coordenadas, Terl puso la nave en automático y buscó detrás del asiento el envase de kerbango. Echó un poco en la tapa y lo tragó.

—Animal —dijo Terl, tapando el rugido de la nave con su voz—, estoy a punto de reclutar cincuenta cosas humanas.

—Creí que estábamos casi extintos.

—No, cerebro de rata. Hay algunos grupos en varias zonas inaccesibles del planeta.

—Y después de conseguirlos —dijo Jonnie—, vamos a llevarlos a la «base».

Terl lo miró y asintió.

—Y tú vas a ayudarme.

—Si voy a ayudar, será mejor que discutamos cómo vamos a hacerlo.

Terl se encogió de hombros.

—Es sencillo. Allí, donde está ese círculo rojo, en las montañas, hay una aldea. Éste es un avión de combate. Sencillamente les arrojamos algunas bombas y después nos acercamos y cargamos a bordo los que queramos.

Jonnie lo miró.

—No.

—Prometiste… —dijo Terl, hostil.

—Ya sé que prometí. Digo que no porque su plan no funcionará.

—Estas armas pueden ponerse en «aturdir». No es necesario ponerlas en la secuencia correspondiente a «matar».

—Tal vez será mejor que me diga qué van a hacer estos hombres —dijo Jonnie.

—Bueno, vas a entrenarlos con las máquinas. Supuse que podrías imaginarlo, cerebro de rata. Has estado transportando las máquinas. ¿Qué tiene de malo este plan?

—No querrán cooperar —dijo Jonnie.

Con el ceño fruncido, Terl estudió el problema. Poder, poder. Era verdad que no tendría poder sobre ellos.

—Les diremos que si no cooperan les destrozaremos la aldea, de verdad.

—Probablemente —dijo Jonnie, miró a Terl con disgusto y rió.

Esto sorprendió a Terl. Ahora Jonnie se había repantigado en el asiento y miraba el mapa. Vio que estaban evitando un yacimiento localizado en el suroeste de Inglaterra. Apostó consigo mismo a que Terl se cuidaría muy bien de hacer un rodeo al entrar en Escocia.

—¿Y por qué no funcionará? —preguntó Terl.

—Si tengo que entrenarlos, es mejor que me deje ir y los convenza.

Terl emitió un ladrido parecido a una risa.

—¡Animal, si entraras en esa aldea te pondrían como un colador! ¡Suicidio! ¡Qué cerebro de rata!

—Si quiere mi ayuda —dijo Jonnie, ofreciéndole el mapa—, aterrizará aquí, en esta montaña, y me dejará caminar las últimas cinco millas.

—¿Y después qué harás?

Jonnie no quería decírselo.

—Que conseguiré sus cincuenta hombres.

Con un movimiento de cabeza, Terl dijo:

—Demasiado arriesgado. ¡No me he pasado más de un año entrenándote a ti para tener que empezar todo de nuevo!

Después comprendió que tal vez había hablado demasiado. Miró suspicazmente a Jonnie, pensando: el animal no debe considerarse valioso.

—¡Mierda! —dijo Terl—. Está bien, animal. Puedes ir y hacer que te maten. ¿Qué es un animal más o menos? ¿Dónde está la montaña?

Muy cerca del norte de Escocia, Terl hizo descender el carguero personal. Rozaron el agua gris verdosa, ascendieron rugiendo por la pared de un acantilado, se metieron tierra adentro rozando arbustos y árboles, y se detuvieron bajo la estribación de una montaña.

Jonnie se ganó la apuesta. Terl había evitado el yacimiento del sur.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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