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Terl no había dormido y ya había tenido dos peleas, de modo que no estaba de humor para una tercera.
Caía la nieve en un día gris blancuzco, cubriendo el pequeño vehículo de palas, medio derrengado, que se hundía en el amplio espacio más allá del zoo. La cosa humana se veía muy ridícula en el inmenso asiento psiclo. Terl resopló.
La primera pelea la había tenido a causa del pedido de uniforme. El capataz del vestuario —un semiidiota llamado Druk— había afirmado que era un pedido falsificado; había dicho incluso que conociendo a Terl no le cabía la menor duda de ello; y había tenido el descaro de verificarlo con el administrador. Después Druk había dicho que no tenía uniformes de ese tamaño, que no tenía por costumbre vestir enanos, y la compañía tampoco. Tela sí, tenía tela. Pero era de ejecutivo.
Después el animal había hablado, diciendo que bajo ninguna circunstancia se vestiría de color púrpura. Terl lo había golpeado. Pero se había levantado, repitiendo lo mismo. Ventaja, ventaja, maldición, no le llevaba ventaja al animal.
Pero Terl había tenido una inspiración, fue a las viejas barracas de los chinkos y encontró una pieza de la tela azul que una vez habían usado los chinkos. El sastre dijo que era basura, pero ya no tenía argumentos.
Llevó una hora cortar y volver a unir dos uniformes para el hombre. Y después se había negado a usar una hebilla reglamentaria en el cinturón… en realidad, casi le había dado un ataque. Terl tuvo que volver a las barracas de los chinkos y registrarlas hasta que encontró lo que debió de ser un artefacto… una pequeña hebilla militar de oro con un águila y flechas. Al menos eso impresionó al hombre. Sus ojos habían estado a punto de salirse de las órbitas.
La segunda pelea la había tenido con Zzt.
Primero Zzt no quiso hablar del asunto. Después condescendió, finalmente, a mirar el pedido. Señaló que no había números de registro en los espacios blancos que había al efecto y sostuvo que esto lo autorizaba a proporcionar lo que él quisiera. Dijo que Terl podía usar el vehículo accidentado. Estaba destruido, pero todavía funcionaba. Eso había provocado los golpes.
Terl golpeó duramente a Zzt y estuvieron dando y recibiendo golpes durante casi cinco minutos. Finalmente, Terl pisó una carretilla y recibió una patada.
Había cogido el vehículo accidentado. Tuvo que caminar junto a él, manejándolo, para sacarlo por el garaje del puerto atmosférico.
Había puesto en él al animal y parecía que iba a haber otra pelea.
—¿Qué es eso verde que hay en el asiento y en el suelo? —preguntó Jonnie.
La nieve, que caía suavemente, estaba cubriéndolo, pero al disolverse adquiría un color verde pálido.
Al principio Terl no tenía intención de responder. Después, su vena sádica lo llevó a ello.
—Es sangre.
—No es roja.
—La sangre psiclo no es roja; es sangre verdadera y tiene el color adecuado: verde. Ahora cállate, animal. Voy a decirte cómo…
—¿Qué es todo esto quemado alrededor de los bordes de este círculo grande? —y Jonnie señaló los bordes en los que había estado la cúpula.
Terl lo golpeó. Jonnie estuvo a punto de volar del inmenso y alto asiento en el que estaba de pie. Pero con cierta agilidad se agarró de una barra y no cayó.
—Tengo que saberlo —dijo Jonnie cuando recuperó el aliento—. ¿Cómo puedo estar seguro de que alguien no apretó el botón que no correspondía e hizo estallar esta cosa?
Terl suspiró. Los brazos de la cosa humana no eran lo bastante largos como para alcanzar los controles y tendría que ponerse de pie en las planchas del suelo para conducirlo.
—No apretaron el botón equivocado. Simplemente estalló.
—¿Cómo? Algo debió de hacerlo explotar.
Entonces comprendió que ése era el vehículo que había matado a un psiclo allá abajo, en el campo de aterrizaje. Él mismo había oído la explosión.
Jonnie sacó un poco de nieve y se sentó, mirando para otro lado.
—¡Muy bien! —ladró Terl—. Cuando estos vehículos son conducidos por conductores psiclos tienen encima una caperuza transparente. Se necesita para el gas respiratorio. Tú no usarás una cúpula ni gas respiratorio, animal, de modo que no estallará.
—Sí, pero ¿por qué explotó? Tengo que saberlo si voy a conducir esto.
Terl suspiró; un suspiro largo y estremecido. La exasperación le hacía rechinar los colmillos. El animal estaba sentado, mirando para el otro lado.
—Debajo del casquete había gas respiratorio —dijo Terl—. Estaban cargando mineral de oro y tal vez tuviera una pizca de uranio. En el casquete debía haber una abertura o grieta, el gas respiratorio entró en contacto con el uranio y explotó.
—¿Ranio, ranio?
—Lo pronuncias mal. Es uranio.
—¿Cómo se dice en inglés?
Eso colmaba la medida.
—¿Cómo nebulosas voy a saberlo? —espetó Terl.
Jonnie puso cuidado en no sonreír. Uranio, uranio, se dijo. ¡Hacía explotar el gas respiratorio!
Y accidentalmente se había enterado de que Terl no sabía hablar inglés.
—¿Cómo se controla? —preguntó Jonnie.
Terl se ablandó un poco. Al menos el animal no estaba mirando para el otro lado.
—Este botón lo detiene. Apréndetelo bien, y si algo va mal, lo aprietas. Esta barra lo hace girar a la izquierda; ésta, a la derecha. Esta palanca levanta la pala delantera; esta otra la inclina, y la siguiente la orienta. El botón rojo la hace retroceder, levantándola.
Jonnie se puso de pie en las planchas del suelo. Hizo que la pala delantera se elevase, se inclinase y tomara una orientación, espiando cada vez para ver lo que pasaba. Después la hizo levantarse bien arriba.
—¿Ves aquel bosquecillo, allá? —preguntó Terl—. Ve hacia él, muy despacio.
Terl caminaba junto al vehículo.
—Ahora detenlo. —Y Jonnie lo hizo—. Ahora hacia atrás. —Y Jonnie obedeció—. Ahora avanza en círculo. —Y Jonnie lo hizo.
Aunque Terl parecía pensar que se trataba de un vehículo pequeño, el asiento estaba a quince pies del suelo. La pala tenía veinte pies de ancho. Y cuando se ponía en marcha, no sólo se sacudía a sí mismo sino también al suelo, a causa de su enorme potencia.
—Ahora comienza a empujar nieve —dijo Terl—. Sólo un par de pulgadas de la superficie.
Al comienzo fue muy difícil conseguir que la pala mordiera en grados diversos mientras la máquina avanzaba.
Terl vigilaba. Hacía frío. No había dormido. Le dolían los colmillos a causa de un buen golpe que le había propinado Zzt. Se subió a gatas al vehículo, cogió el cable de Jonnie y lo enrolló en torno a un barrote, atándolo a una distancia a la que Jonnie no pudiera llegar.
Jonnie detuvo el vehículo, listo para tomarse un descanso.
—¿Por qué Numph no me oyó hablar? —preguntó.
—Cállate, animal.
—Pero tengo que saberlo. Tal vez mi acento sea demasiado malo.
—Tu acento es espantoso, pero ésa no es la razón. Tenías puesta una máscara y Numph es algo sordo —ésta era una mentira del jefe de seguridad.
Numph había podido oírlo bien y la máscara del animal no había sofocado las palabras. Numph estaba distraído por alguna otra cosa. Algo que Terl no sabía. Y la razón por la cual no había dormido era que se había pasado toda la noche revisando despachos, grabaciones y los archivos de Numph, tratando de encontrar algo. Ventaja, ventaja. Eso era lo que Terl necesitaba. No había encontrado nada importante; nada en absoluto. Pero había algo.
A Terl le dolían los pies. Iba a hacer una siesta.
—Tengo que escribir unos informes —dijo—. Sigue haciendo moverse esto y practica. Saldré pronto.
Terl sacó del bolsillo una diminuta cámara y la adhirió a un barrote, fuera del alcance del animal.
—Que no se te ocurran cosas raras. Este vehículo sólo anda al paso.
Y se fue.
Pero la siesta, reforzada con un gran trago de kerbango, fue algo más larga de lo que pensaba, y cuando regresó apresuradamente era casi de noche.
Se detuvo y miró. El campo de prácticas estaba todo mordido. Pero lo sorprendente no era eso. El animal había derribado limpiamente media docena de árboles, llevándolos colina arriba hasta la jaula, donde estaban ahora almacenados. Y más: había usado el descenso de la pala para cortar los árboles en secciones de un pie de longitud y partirlos.
El animal estaba en el asiento, agazapado para evitar el cortante viento que se había levantado.
Terl desató el cable y Jonnie se puso de pie.
—¿Qué significa todo eso? —dijo Terl, señalando los árboles cortados.
—Leña —dijo Jonnie—. Ahora que estoy desatado llevaré un poco dentro de la jaula.
—¿Leña?
—Digamos que estoy cansado de la dieta de rata cruda, amigo mío.
Esa noche, después de comer el primer alimento cocido en meses y combatiendo el frío invernal de sus huesos frente al agradable fuego de la jaula, Jonnie lanzó un suspiro de alivio.
Las nuevas ropas estaban colgadas a secar sobre unos palos. Se había cruzado de piernas y revisaba su bolsa.
Sacó el disco de oro y después miró la hebilla del cinturón que acababa de obtener. Los estudió.
En esencia, el pájaro con las flechas era el mismo en los dos. Y ahora podía leer los garabatos.
El disco ponía: «Estados Unidos de América».
Y la hebilla del cinturón: «Fuerza Aérea de los Estados Unidos».
De modo que hacía mucho tiempo su gente había formado una nación. Y había tenido una fuerza de algún tipo dedicada al aire.
Los psiclos usaban cinturones en cuyas hebillas ponían que eran miembros de la Compañía Minera Intergaláctica.
Con una sonrisa que hubiera asustado a Terl si hubiera tenido oportunidad de verla, Jonnie supuso que en ese momento él era un miembro, el único, de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.
Cuidadosamente, puso la hebilla bajo un trozo de tela que usaba como almohada y se quedó mucho rato mirando las danzantes llamas.