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Terl había entrado en un frenesí de actividad. Apenas dormía. Había abandonado el kerbango. La maldición de años de exilio en este maldito planeta lo perseguía: cada vez que disminuía su actividad, chocaba con la terrible idea, que volvía a arrojarlo a mayores esfuerzos.

¡Ventaja, ventaja! Se consideraba desprovisto de ventaja.

Conocía algunas cosas sobre algún que otro empleado, pero eran cosas menores; pecadillos cometidos con las empleadas psiclo, embriaguez durante el trabajo que conducía a desperfectos, grabaciones de rumores sobre los capataces, cartas personales introducidas de contrabando en el teletransporte de metal, pero nada grande. Éste no era el tipo de cosa sobre la cual se hacían fácilmente las fortunas personales. Sin embargo, había aquí miles de psiclos, y su experiencia como oficial de seguridad le decía que había muchas posibilidades de encontrar material para el chantaje. La compañía no contrataba ángeles. Contrataba mineros y administradores de minas y los quería duros; en algunos casos, y especialmente en un planeta como éste —un lugar no favorecido—, la compañía aceptaba incluso contratar a excriminales. El hecho de no poder conseguir más material para el chantaje era un defecto suyo, ni más ni menos.

Ese Numph. Ése era uno. Tenía sobre Numph una ventaja potencial, pero no sabía de qué se trataba. Sabía que tenía algo que ver con el sobrino, Nipe, de la oficina de contabilidad del planeta central. Pero Terl no conseguía desenterrar de qué se trataba. De modo que no se atrevía a presionar. El riesgo consistía en fingir que lo sabía y después, por algún desliz, descubrir que no tenía los datos. La ventaja podía disolverse en humo, porque entonces Numph sabría que Terl no tenía nada. De modo que tenía que emplearla con tanta prudencia que era como si no la tuviera. ¡Maldición!

A medida que pasaban los días y las semanas del invierno, surgió un nuevo factor. No contestaban sus preguntas dirigidas al planeta central. Sólo esa porquería sobre Nipe, nada más. Era algo aterrador. No había respuestas. Podía enviar las señales verdes de urgencia hasta gastar la pluma, y ni siquiera acusaban recibo.

Se había vuelto incluso astuto, e informó sobre una inexistente acumulación de armas. En realidad, se trataba simplemente de un par de cañones de bronce que se cargaban por la boca, que algún obrero había desenterrado en una mina del continente del otro lado del mar. Pero Terl había redactado el informe de manera que resultara alarmante, aunque le daba oportunidad para retractarse sin perjudicarse. Un informe de rutina, esencial. Y no habían acusado recibo. Nada.

Había investigado febrilmente para ver si otros informes departamentales corrían la misma suerte; pero no. Había considerado la posibilidad de que Numph estuviera retirando sus informes de la caja teletransportada; tampoco.

La oficina central conocía su existencia, de eso estaba seguro. Habían confirmado la prolongación adicional de diez años, anotado como afirmativa la recomendación de Numph y agregado la cláusula de extensión optativa de la compañía. De modo que sabían que estaba vivo y no era posible que estuviesen iniciando ninguna acción en su contra, porque hubiera interceptado cuestionarios sobre él. No hubo ninguno.

De modo que, sin esperanza de cooperación de la oficina central, era evidente que Terl tendría que arreglárselas solo para salir de allí. Ahora tenía siempre presente la antigua máxima de seguridad: cuando se necesite una circunstancia que no exista, invéntela.

Tenía los bolsillos abultados con cámaras diminutas y era un experto en ocultarlas. Los anaqueles de su oficina estaban ocupados con todos los pictógrabadores de que había podido apoderarse… y tenía la puerta cerrada con cerrojo.

En ese momento, pegado a una pantalla, observaba el interior del garaje. Estaba esperando que Zzt saliera a almorzar. Terl tenía en el cinturón el duplicado de las llaves del garaje.

Junto a él tenía el libro de las normas de la compañía relativas a la conducta del personal (Volumen de Seguridad 989), y estaba abierto en el artículo 34a-IV (Código Uniforme de Penas).

El artículo decía: «Donde y cuando el robo afecte a los beneficios…», y seguían cinco páginas de los castigos por robo, «… y en aquellos casos en que el personal de la compañía tenga también derecho a los fondos, premios y posesiones…», y seguía una página que discutía los diversos aspectos del problema, «el robo de fondos personales de las viviendas de los empleados, perpetrado por empleados, acarreará, una vez debidamente probado, la pena de vaporización».

Ésa era la clave de la operación de Terl. No decía que el robo debía figurar en los informes. No decía una palabra sobre cuándo sucediera en relación a cuándo sería castigado. Las palabras clave eran «una vez debidamente probado» y «vaporización». En este planeta no había cámara de vaporización judicial, pero eso no era un obstáculo. Un arma explosiva podía vaporizar a cualquiera con gran eficacia.

En ese libro había otras dos cláusulas importantes: «Todos los ejecutivos de la compañía, de cualquier grado, harán respetar estas normas»; y «el cumplimiento de todas estas normas corresponderá a los funcionarios de seguridad, sus ayudantes, adjuntos y personal». La primera incluía a Numph… que no se atrevería a murmurar. La segunda se refería a Terl, el único funcionario de seguridad —o adjunto, asistente o personal— del planeta.

Hacía un par de días que Terl vigilaba a Zzt y sabía dónde guardaba sus chaquetas y gorras de trabajo sucias.

Ajá, Zzt se iba. Terl esperó para asegurarse de que el jefe de transporte no regresara porque se hubiera olvidado algo. Bien. Se había ido.

Velozmente, pero con cautela, para no delatarse o alarmar a alguien que lo viera corriendo si lo encontraban, Terl fue al garaje.

Entró con el duplicado de la llave y fue directamente a los servicios. Cogió una chaqueta y una gorra sucias. Salió y cerró la puerta.

Hacía días también que Terl vigilaba, mediante una cámara artísticamente disimulada, la habitación del menor de los hermanos Chamco. Había encontrado lo que deseaba. Después del trabajo, el más joven de los hermanos Chamco se cambiaba habitualmente de ropas en su habitación y se ponía una larga chaqueta que lucía para cenar y durante los juegos nocturnos en la zona recreativa. Más: el menor de los Chamco guardaba siempre el dinero en efectivo en el interior de un antiguo cuerno para beber que colgaba de la pared de la habitación.

Terl revisó pacientemente la mina. Finalmente localizó al joven Chamco saliendo del recinto, terminado el almuerzo, y subiendo al autobús que lo llevaría al transbordo teledirigido, zona en la que trabajaba. Bien. Terl enfocó los corredores del recinto. Las zonas de literas estaban desiertas durante las horas de trabajo.

Rápidamente, Terl miró una pictógrabación del rostro de Zzt y luego al espejo que tenía delante, y comenzó a aplicarse maquillaje. Espesó los huesos orbitales, alargó sus colmillos, alborotó el vello de sus mejillas y trabajó para conseguir un parecido exacto. En seguridad había que ser un maestro en todos los oficios.

Una vez maquillado, se puso la chaqueta y la gorra.

Sacó de la cartera quinientos créditos en billetes. Marcó con toda claridad el billete que estaba arriba con las palabras «¡Buena suerte!», y garabateó diferentes nombres con diferentes plumas.

Conectó un control remoto a un pictógrabador que registraba la habitación de Chamco, supervisó todo y también miró al espejo.

Una última mirada al garaje. Sí, Zzt había regresado, y se atareaba con un motor grande. Eso lo mantendría ocupado un rato.

Terl recorrió rápidamente los corredores del recinto dedicado a las literas. Con una llave maestra, entró en la habitación del menor de los Chamco. Revisó el cuerno de la pared. Sí, había dinero. Metió los quinientos créditos. Regresó junto a la puerta. ¡Listo!

Pulsó el control remoto que llevaba en el bolsillo.

Imitando el pesado paso de Zzt, se acercó al cuerno y, con movimientos seguros, sacó los quinientos créditos, miró a su alrededor como si temiera ser observado, contó el dinero —con el billete marcado bien a la vista— y después se deslizó fuera de la habitación, cerrando la puerta con llave.

Un asistente de dormitorios lo vio desde lejos y él se escabulló.

Regresó a su habitación y se quitó rápidamente el maquillaje. Volvió a poner los quinientos créditos en la cartera.

Cuando la pantalla le mostró que Zzt había salido para cenar, devolvió la chaqueta y la gorra al servicio.

De regreso a sus habitaciones, Terl se frotó las patas.

Ventaja, ventaja. El primer paso estaba dado, e iba a utilizarlo, y bien.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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