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Jonnie, Roberto el Zorro, los tres duplicados de Jonnie y los jefes de grupo estaban sobrevolando la zona del filón. Estaban muy arriba. El aire era como cristal y frente a ellos se desplegaban las montañas en toda su grandiosidad. Estaban buscando un posible lugar de aterrizaje.
—Sí, es un endiablado problema —dijo Roberto el Zorro.
—El terreno es imposible —dijo Jonnie.
—No, no es eso lo que quiero decir —dijo Roberto el Zorro—. Hablo de ese demonio, Terl. Por un lado, tenemos que mantener esta mina en buen funcionamiento y, por otro, lo último que deseamos es que tenga éxito. Sé muy bien que si perdiera las esperanzas nos mataría. Pero preferiría morir antes que verlo ganar.
—El tiempo está de nuestra parte —dijo Jonnie, haciendo girar el avión para pasar otra vez por encima del borde del desfiladero.
—El tiempo… —dijo Roberto el Zorro—. El tiempo tiene la mala costumbre de desaparecer como el aire de una gaita. Si para el día noventa y uno no hemos logrado hacerlo, estamos acabados.
—¡Mac Tyler! —llamó Dunneldeen desde la parte de atrás—. Mira ese espacio que hay a unos doscientos pies del borde. Un poco hacia el oeste. Parece más llano.
Le respondió una carcajada de los demás. Allí no había nada llano. A partir del borde y hacia atrás el terreno parecía unos Alpes en miniatura: todo eran montículos y guijarros de agudos dientes. No había lugar lo bastante llano como para posar el avión.
—Coge los mandos, Dunneldeen —dijo Jonnie.
Se levantó y dejó que el escocés se acomodara en el asiento del piloto. Se aseguró de que podía controlar la nave y después pasó a la parte de atrás. Cogió un rollo de cordón explosivo y comenzó a ponerse un arnés. Los otros lo ayudaron.
—Quiero que me sostengan a diez pies por encima de aquel lugar. Bajaré y trataré de allanarlo con explosivos.
—¡No! —dijo Roberto el Zorro, e hizo un gesto hacia David Mac Keen un jefe de cuadrilla—. ¡Sácale eso, Davie! ¡Usted no tiene que exponerse tanto, Mac Tyler!
—Lo siento —dijo Jonnie—, pero conozco estas montañas.
La respuesta era tan ilógica que hizo callar por un momento a Roberto el Zorro. Rió.
—Es usted un muchacho encantador, Mac Tyler, pero algo salvaje.
Dunneldeen los mantuvo sobrevolando el lugar y Jonnie luchó con la puerta para abrirla.
—Eso prueba que soy escocés —dijo.
Los otros no rieron. Estaban demasiado preocupados. El avión daba pequeños saltos y hacía movimientos bruscos, y el terreno escarpado se acercaba y se alejaba alternativamente. Incluso aquí hacía viento, a doscientos pies del borde.
Bajaron a Jonnie y éste soltó la cuerda de rescate. No podía poner demasiado explosivo porque en ese caso el peñasco volvería a desprenderse. Podía incluso caer hasta el fondo. Jonnie examinó el terreno y eligió una roca aguda. La rodeó de cordón explosivo, colocándolo tan abajo como le fue posible. Encendió la mecha.
A un gesto de su mano, la cuerda de rescate se tensó y lo levantó por el aire. Quedó colgando, balanceándose en el aire.
El cordón explosivo llameó y el ruido retumbó por las montañas, despertando un eco.
Volvieron a bajarlo sobre el polvo agitado por el viento, y con un arma disparadora de estacas, metió una en la roca que se había desprendido con la explosión. Le bajaron una soga y la pasó por el ojo de la estaca. Si había hecho bien los cálculos, la roca se deslizaría.
Lo levantaron más. Los motores del avión rugían. La roca se desprendió.
Bajaron la cuerda de rescate y cortó la soga de arrastre con unas tijeras.
La inmensa roca se metió en un agujero, dejando una cavidad en el lugar donde había estado asentada.
Durante una hora, descendiendo y elevándose alternativamente, Jonnie continuó el trabajo. Parte de las rocas cayeron en simas cercanas. Gradualmente, fue materializándose una plataforma achatada de unos cincuenta pies de diámetro, a unos doscientos pies del borde del desfiladero.
El avión aterrizó.
David, el jefe de cuadrilla, se deslizó por encima del suelo irregular hacia la grieta que había a treinta pies del borde. El viento le voló la gorra. Bajó un instrumento de medición por la hendidura, un instrumento que le diría si iba a ensancharse en el futuro.
Jonnie se acercó al borde y, con Thor cogiéndolo por los talones, trató de mirar por debajo y ver el filón. No pudo. La pared del desfiladero no era vertical.
Los otros se desplazaron a gatas por los alrededores, tratando de ver lo que pudieran.
Jonnie volvió al avión. Tenía las manos arañadas. Habría que trabajar con manoplas. Pediría a las ancianas que tejieran algunas.
—Bueno —dijo Roberto el Zorro—. Bajamos.
A la distancia se oyó el ronroneo del vuelo de reconocimiento diario. Tenían sus órdenes. Los tres escoceses parecidos a Jonnie se lanzaron hacia el avión y se ocultaron. Jonnie permaneció al descubierto.
Tenían mucho tiempo. El crujido agudo del golpe sónico les cayó encima como una maza cuando el avión de reconocimiento pasó sobre sus cabezas. El avión y el terreno vibraron. El avión de reconocimiento se perdió en la distancia.
—Espero que las vibraciones de esa cosa no partan el desfiladero —dijo Dunneldeen, saliendo de su escondite.
Jonnie reunió a los otros a su alrededor.
—Ahora tenemos un sitio de aprovisionamiento. Lo primero que hay que hacer es construir una cerca de seguridad de modo que nada pueda deslizarse, y construir un refugio para la cuadrilla. ¿De acuerdo?
Asintieron.
—Mañana traeremos dos aviones —dijo Jonnie—. Uno cargado con equipo y el otro preparado para acarrear estacas. Trataremos de construir una plataforma para trabajar el filón, colocada sobre estacas encajadas en el desfiladero, debajo de la veta. Estudiemos ahora mismo qué equipo necesitamos para colocar raíles de seguridad, cubos de metal, etcétera.
Se pusieron a trabajar para extraer el oro que no deseaban, pero que tenían que obtener. El oro era el cebo de la trampa.