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Afuera debía de ser de noche, pero nada podría ser más oscuro que las profundas entrañas de la antigua base defensiva. La negrura parecía oprimirlos, como si tuviera peso real. Las lámparas de minero lanzaban algunos destellos a través de la oscuridad.
Habían bajado una rampa, atravesando una puerta hermética, y encontraron una enorme caverna. El cartel ponía «Helipuerto». Los deteriorados bultos de metal que había contra las paredes habían sido una especie de avión con grandes ventiladores en el techo. Jonnie había visto fotografías de esos aparatos en los libros. Se llamaban «helicópteros». Contempló uno que estaba solo en el centro del vasto recinto.
La pequeña partida de escoceses que lo acompañaba estaba interesada en otra cosa. ¡Las puertas! Eran inmensas, extendiéndose hacia los lados y hacia arriba, perdiéndose de vista. Otra entrada a la base… una entrada para aviones.
Angus daba vueltas en torno a algunos motores que había a un costado de las puertas.
—¡Eléctrico, eléctrico! Me pregunto si aquellos pobres muchachos pensaron alguna vez que llegaría el día en que habría que hacer algo manualmente. ¿Qué sucedía si fallaba la electricidad?
—Ha fallado —dijo Roberto el Zorro, y su voz retumbó en el enorme hangar.
—Llamen a los muchachos de las lámparas —dijo Angus.
En seguida llegaron los dos escoceses que estaban empaquetando lámparas, baterías, cables y fusibles para su propio uso. Bajaron, trotando la rampa, llevando el equipo en una carretilla que habían encontrado.
Comenzaron a martillar los motores que hacían funcionar las Puertas.
Roberto el Zorro se acercó a Jonnie.
—Si podemos conseguir que se abran y se cierren esas puertas, podremos entrar aquí en avión. Allá hay una mirilla y he visto que la parte exterior parece la entrada de una cueva, protegida desde arriba, invisible para el avión de reconocimiento.
Jonnie asintió. Pero estaba mirando el helicóptero del centro.
Allí el aire era diferente; lo sentía en las manos. Más seco. Se acercó al helicóptero.
Sí, allí estaba el águila. Con flechas en las garras, borrosa pero enorme, al costado de la máquina. No era como las otras, que tenían insignias más pequeñas. Descifró la inscripción: «Presidente de los Estados Unidos». ¡Era un avión especial!
El historiador contestó a su inquisitiva mirada.
—El mandatario del país. Comandante en jefe de las fuerzas armadas.
Jonnie estaba desconcertado. Sí, posiblemente hubiera ido allí el día del desastre, hacía más de mil años. Pero si fue así, ¿dónde estaba? En las oficinas no había restos de ese tipo. Dio una vuelta alrededor del hangar. ¡Ah! Había otro ascensor, uno más pequeño en otro lugar. Miró hacia adelante y encontró una puerta con una escalerilla que llevaba arriba. La puerta era difícil de abrir, aparentemente hermética. La atravesó y subió. Detrás de él fueron desvaneciéndose el martilleo y los ruidos metálicos, hasta que desaparecieron. Sólo se oía el suave golpe de sus pies en los escalones.
En lo alto había otra puerta hermética, aún más difícil de abrir. Éste era un recinto completamente distinto. Era independiente del resto de la base. Y a causa del aire seco, los sellos y posiblemente alguna otra cosa, los cuerpos no se habían transformado en polvo. Estaban momificados. Oficiales por el suelo, derrumbados sobre los escritorios. Sólo unos cuantos.
Salas de comunicaciones y archivo. Una sala de información con pocas sillas. Un bar con vasos y botellas intactos. Un mobiliario muy lujoso. Alfombras. Todo muy bien conservado. Después vio en una puerta el símbolo que buscaba, y entró.
El signo estaba también en el escritorio espléndidamente barnizado. Una inmensa placa con el águila en la pared. Una bandera, parte de la cual se agitó todavía con la débil brisa que se produjo al abrir la puerta.
El hombre estaba caído sobre el escritorio, momificado. Hasta su ropa parecía todavía limpia.
Jonnie miró bajo la apergaminada mano y, sin tocarla, sacó el fajo de papeles.
La fecha y hora en la parte superior marcaba dos días después que la de los papeles de la sala de operaciones que se hallaba en el otro complejo.
La única explicación que se le ocurrió a Jonnie fue que los sistemas de ventilación no se comunicaban: cuando el gas llegó a la base principal, desconectaron el sistema. Y no se atrevieron a volver a conectarlo.
El presidente y su equipo murieron por falta de aire.
Jonnie se sentía extrañamente cortés y respetuoso mientras cogía papeles del escritorio y las bandejas. Tenía en las manos las últimas horas del mundo, informe por informe. Incluso fotografías, y algo situado muy arriba llamado «fotografías de satélite».
Revisó de prisa los informes para asegurarse de que lo tenía todo.
Sobre Londres apareció un extraño objeto cuya procedencia era desconocida.
Teletransporte, pensó Jonnie.
Estaba a una altitud de treinta mil pies.
Importante, pensó Jonnie.
Dejó caer un barril y en pocos minutos murió todo el sur de Inglaterra.
Gas psiclo, mitos y leyendas.
Había viajado hacia el este a 302,6 millas por hora.
Dato vital, pensó Jonnie.
Fue atacado por aviones de combate noruegos; no respondió al ataque; le dispararon todo lo que tenían sin la menor evidencia de daño.
Blindado, pensó Jonnie.
Una comunicación sobre algo llamado la «línea caliente» evitó un intercambio de misiles nucleares entre los Estados Unidos y Rusia.
El «No disparen; no son los rusos» que había en el mensaje sobre un escritorio del otro complejo, pensó Jonnie.
Cuando sobrevoló Alemania, se le dispararon armas nucleares, sin que se produjeran en él daños visibles.
No estaba pilotado, pensó Jonnie. Era un vuelo por control remoto. No había gas respiratorio. Motores muy pesados.
Después recorrió los más importantes centros de población del mundo, dejando caer barriles y aniquilando a la gente.
Y aniquiló a los que estaban en el otro complejo de la base, sin saber siquiera que estaba allí, pensó Jonnie. En el mapa de operaciones que había en el otro complejo lo siguieron hasta un punto al este de aquel lugar.
Luego barrió la parte oriental de los Estados Unidos. Habían llegado informes de unas estaciones en el Ártico llamadas «líneas de condensación» y de algunas partes del Canadá. Continuó su camino casi pausado y barrió todos los centros de población del hemisferio sur. Pero en este punto comenzó a suceder algo más. Observadores y satélites aislados informaron sobre tanques de extraño diseño que se materializaban uno tras otro en varias partes del mundo y que barrían grandes grupos de seres humanos que huían.
Estadio dos: teletransporte, pensó Jonnie.
Los informes militares, incompletos y desorganizados, hablaban de los tanques. Todas las instalaciones aéreas militares, gaseadas o no, estaban siendo voladas por extraños aviones, muy veloces.
Aviones de combate teletransportados junto con los tanques.
Había información sobre la explosión de algunos tanques y aviones de combate. Razones desconocidas.
Tripulados, pensó Jonnie. El gas respiratorio, que entraba en contacto con zonas de radiación provocadas por las armas nucleares disparadas contra el vuelo de reconocimiento.
Un satélite cerca de la ciudad de Colorado, en Colorado, localizó el vuelo no tripulado, que provocó el derrumbe de la mayor parte de los edificios.
Control remoto programado previamente, pensó Jonnie. Había destrozado incluso la mina central de comando. Se observó cuidadosamente toda la zona mediante pictógrabadores. Aterrizaje defectuoso y descontrolado del aparato cerca de la zona de comando preestablecida.
El satélite localizó un tanque que disparaba contra un grupo de cadetes que usaban máscaras de oxígeno en la Academia de la Fuerza Aérea. Un informe del comandante en activo del cuerpo de cadetes. Después, nada.
La última batalla, pensó Jonnie.
La oficina de comunicaciones hizo esfuerzos por contactar con alguien, con cualquiera, con cualquier parte, mediante una antena de control remoto colocada trescientas millas al norte. Un avión de combate enemigo bombardeó la antena.
Seguimiento por radio, pensó Jonnie.
Sin ser descubiertos, pero sin aire, el presidente y sus ayudantes habrían durado dos horas más, antes de morir por asfixia.
Respetuosamente, Jonnie puso los papeles en una bolsa de minero.
Sintiéndose extraño por el hecho de hablar, dijo al cadáver:
—Siento que no llegara ayuda. Hemos venido con un retraso de más de mil años —y experimentó una gran desazón.
La melancolía lo hubiera seguido al abandonar las horribles, oscuras y frías habitaciones, si no hubiese sido por la alegre voz de Dunneldeen, surgida de la radio que tenía en el cinturón. Jonnie se detuvo a escuchar.
—¡Jonnie, muchacho! —dijo Dunneldeen—. ¡Ya puedes dejar de preocuparte pensando cómo sacar uranio de la tierra! ¡A treinta millas al norte de aquí hay un arsenal nuclear completo, intacto, con bombas variadas! ¡Encontramos un mapa y el avión acaba de comprobarlo! ¡Ahora sólo tenemos que pensar en hacer volar nuestras inocentes cabecitas y también todo el planeta!