Parte 1

1

—El hombre es una especie en peligro —dijo Terl.

Las patas peludas de los hermanos Chamco quedaron suspendidas sobre las grandes clavijas del juego de golpe de láser. Los rebordes de los huesos orbitales de Char descendieron sobre los globos amarillos cuando levantó misteriosamente la mirada. Hasta la camarera, que había estado recogiendo silenciosamente sus platos, se detuvo y miró.

Si Terl hubiera tirado una chica completamente desnuda en medio de la habitación, no hubiera producido un efecto más intenso.

La nítida cúpula del salón recreativo para empleados de la Compañía Minera Intergaláctica brillaba negra por encima de ellos y a su alrededor, con los travesaños plateados por el resplandor pálido de la única Luna de la Tierra, medio llena en esa noche de fines de verano.

Terl levantó sus grandes ojos ambarinos desde el tomo que descansaba entre sus patas macizas y miró en torno por la habitación. De pronto, fue consciente del efecto que había producido y esto lo divirtió. Cualquier cosa con tal de aliviar la monotonía de una gira obligatoria de diez años por este campo minero abandonado de Dios en el borde de una galaxia menor.

Con una voz aún más profesional, aunque la anterior había sido lo bastante profunda y estentórea, Terl repitió el pensamiento:

—El hombre es una especie en peligro.

Char lo miró, furioso.

—¿Qué demonios estás leyendo?

Terl no prestó mucha atención a su tono. Después de todo, Char era simplemente uno de los varios directores de minas, mientras que él era el jefe de seguridad de la mina.

—No lo leí; lo pensé.

—Tienes que haberlo sacado de alguna parte —gruñó Char—. ¿Qué es ese libro?

Terl lo levantó de modo que Char pudiera ver la tapa. Decía: «Informe general de minas geológicas. Volumen 250, 369». Como todo ese tipo de libros, era inmenso, pero estaba impreso en un material que lo hacía casi ingrávido, en especial en un planeta de tan baja gravedad como la Tierra; un triunfo del diseño y la manufactura que no influía demasiado en la carga de los transportes.

—¡Uff! —gruñó Char, disgustado—. Eso debe de tener doscientos o trescientos años terrestres. Si quieres leer libros, tengo un informe actual del consejo de dirección que dice que llevamos un retraso de treinta y cinco cargueros en la entrega de bauxita.

Los hermanos Chamco se miraron entre sí y luego prestaron atención al juego para ver hasta dónde habían llegado en el proceso de disparar contra las efímeras vivas que había en la caja de aire. Pero las siguientes palabras de Terl volvieron a distraerlos.

—Hoy —dijo Terl, dejando de lado con un gesto la incitación de Char al trabajo— tuve un informe visual de un avión teledirigido de reconocimiento, que registró sólo treinta y cinco hombres en aquel valle cercano a la cumbre —y Terl señaló con la pata hacia el oeste, en dirección a la alta cadena montañosa iluminada por la Luna.

—¿Y eso qué? —preguntó Char.

—Que la curiosidad me hizo mirar los libros. Solía haber cientos de hombres en ese valle. Y además —continuó Terl, recuperando sus modales profesionales—, solía haber miles y miles de ellos en este planeta.

—No se puede creer en todo lo que se lee —dijo pesadamente Char—. En mi última gira de trabajo… era en el Arcturus IV

—Este libro —dijo Terl, levantándolo teatralmente— fue compilado por el departamento de cultura y etnología de la Compañía Minera Intergaláctica.

El mayor de los hermanos Chamco agitó los huesos orbitales.

—No sabía que teníamos uno.

Char resopló.

—Hace más de un siglo que ha dejado de existir. Gasto inútil de dinero. Pura charla sobre impactos ecológicos y esa basura —y volvió su gran cuerpo hacia Terl—. ¿Es una especie de plan para explicar una vacación no prevista? Te vas a meter en un lío. Ya lo veo, un montón de pedidos de tanques de gas y equipo de reconocimiento. No conseguirás ninguno de mis obreros.

—Corta el chorro —dijo Terl—. Sólo dije que el hombre…

—Ya sé lo que dijiste. Pero conseguiste tu puesto porque eres listo. Eso, listo. No inteligente. Listo. Y puedo ver que es una excusa para lanzarte en una expedición de caza. ¿Qué psiclo cuerdo se molestaría por esas cosas?

El más pequeño de los hermanos Chamco sonrió.

—Me canso de cavar, cavar y cavar y embarcar, embarcar, embarcar. Cazar podría resultar divertido. No me parece que nadie lo hiciera por…

Char se volvió hacia él como un tanque apuntando a su presa.

—¡Divertido cazar esas cosas! ¿Has visto una alguna vez? —se puso de pie de un salto y el suelo crujió. Puso la pata encima de su cinturón—. ¡Sólo llegan hasta aquí! Apenas tienen pelo, excepto en la cabeza. Son de un color blanco sucio, como una babosa. Son tan frágiles que se rompen cuando tratas de meterlos en una bolsa —gruñó con disgusto y cogió un cazo de kerbango—. Son tan débiles que no podrían levantar esto sin largar los bofes. Y no son buenos para comer —y tiró el kerbango, produciendo un estremecimiento colosal.

—¿Alguna vez viste uno? —dijo el más grande de los hermanos Chamco.

Char se sentó, la cúpula retumbó y tendió a la camarera el cazo vacío.

—No —dijo—. Vivo no. He visto algunos huesos en los pozos y los he oído.

—Una vez hubo miles de ellos —dijo Terl, ignorando al director de la mina—. ¡Miles! Por todas partes.

Char eructó.

—No es sorprendente que se mueran. Respiran este aire de oxígeno-nitrógeno. Sustancia mortal.

—Ayer se me hizo una fisura en la máscara —dijo el más pequeño de los hermanos Chamco—. Durante unos treinta segundos, pensé que me moría. Luces brillantes que te explotan en el cráneo. Sustancia mortal. Realmente, deseo volver a casa, donde se puede caminar sin traje o máscara, donde la gravedad te da algo contra lo cual se puede empujar, donde todo tiene un hermoso color púrpura y no hay nada de esta porquería verde. Mi papá acostumbraba decirme que si no era un buen psiclo y no le decía señor a la gente adecuada, terminaría en un agujero como éste. Tenía razón; es lo que me pasó. Te toca tirar a ti, hermano.

Char volvió a sentarse y miró a Terl.

—No irás de verdad a cazar a un hombre, ¿verdad?

Terl miró el libro. Metió una de sus zarpas dentro para marcar el lugar y después dejó caer el volumen sobre su rodilla.

—Creo que estás equivocado —musitó—. Estas criaturas tenían algo. Aquí dice que antes de que llegáramos nosotros tenían ciudades en todos los continentes. Tenían máquinas voladoras y barcos. Incluso parece que enviaron cosas al espacio.

—¿Cómo sabes que no era alguna otra raza? —dijo Char—. ¿Cómo sabes que no era una colonia perdida de psiclos?

—No, no era eso —dijo Terl—. Los psiclos no pueden respirar este aire. Era el hombre, tal como investigaron estos tipos del departamento cultural. Y hablando de nuestra historia, ¿saben cómo dice aquí que llegamos?

—Hmmm —dijo Char.

—Aparentemente, el hombre envió algún tipo de sonda que daba instrucciones para llegar, tenía fotografías de hombres y todo. La recogió un avión de reconocimiento psiclo. ¿Y saben qué?

—Hmmm —dijo Char.

—La sonda y las fotografías eran de un metal que era raro en todas partes y valía toda una fortuna. Y la Intergaláctica pagó a los gobernantes psiclos sesenta trillones de créditos galácticos por las instrucciones y la concesión. Una barrera de gas y ya estábamos en el negocio.

—Cuentos de hadas, cuentos de hadas —dijo Char—. Todo planeta al que he ayudado a destripar alguna vez tenía una historieta como ésa. Todos. —Y bostezó, transformando su cara en una enorme caverna—. Eso pasó hace cientos, tal vez miles de años. ¿Te has dado cuenta de que el departamento de relaciones públicas siempre pone esos cuentos de hadas en una fecha tan lejana que nadie puede cuestionarlos?

—Voy a salir y atrapar una de esas cosas —dijo Terl.

—No será con nadie de mi gente o de mi equipo, eso seguro —dijo Char.

Terl levantó del asiento su masa de mamut y atravesó el suelo crujiente hacia la compuerta que se abría sobre los camarotes.

—Estás tan loco como una nebulosa de mierda —dijo Char.

Los dos hermanos Chamco volvieron a su juego y empeñosamente destruyeron con el láser las efímeras atrapadas, transformándolas en humo, una por una.

Char miró la puerta vacía. El jefe de seguridad sabía que ningún psiclo podía ascender a esas montañas. Terl estaba realmente loco. Ahí había uranio mortal.

Pero Terl, tambaleándose por el pasillo hacia su habitación, no se consideraba loco. Estaba siendo muy listo, como siempre. Había iniciado los rumores, de modo que no habría preguntas indiscretas cuando empezara a poner en ejecución los planes personales que lo harían rico y poderoso y, lo que era casi tan importante, lo sacarían de este maldito planeta.

Los hombres eran la respuesta perfecta. Todo lo que necesitaba era uno de ellos y después podría conseguir a los otros. Su campaña había empezado, y empezado muy bien, pensó.

Se fue a dormir regodeándose con la idea de lo listo que era.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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