4

Jonnie se dirigía hacia su casa.

En un cañón que dominaba la pradera de la aldea, descargaron cuatro caballos y un paquete del carguero. El aliento de los caballos quedaba suspendido en torno a ellos formando pequeñas nubecitas delgadas. A los caballos, que habían sido domados hacía poco tiempo, no les gustó el viaje, y al sacarles las vendas de los ojos empezaron a lanzar coces y relinchos. A esta altura el aire era limpio y helado. La nieve de la última tormenta cubría el mundo y lo apaciguaba.

Angus Mac Tavish y el pastor Mac Gilvy estaban con Jonnie. También había ido un piloto para poder sacar el avión de allí en caso de que la visita durara más de un día. Cuando salieron de la base el avión de reconocimiento ya había pasado y cuando regresara el avión ya no estaría allí.

Hacía una semana que Jonnie se despertó durante la noche con la súbita impresión de que él podía saber dónde había uranio. ¡Su propia aldea! No tenía grandes esperanzas, pero las señales estaban en las enfermedades de la gente. Posiblemente no hubiera grandes cantidades, pero tal vez hubiese más que aquella sola roca encontrada en Uravan. Se sentía un poco culpable por necesitar un motivo adicional para volver a casa, porque había otras razones. Tenía que trasladar a su gente, tanto por la continua exposición a la radiación que padecían como por no exponerlos a un futuro bombardeo.

Jonnie y sus hombres recorrieron las montañas buscando otro posible hogar, y el día anterior lo habían encontrado. Era un viejo pueblo minero en la ladera occidental, de menor altitud, abierto, a través de un estrecho paso, a una planicie occidental. En el centro de la ciudad un arroyuelo descendía por una calle. Muchos de los edificios tenían todavía cristales. Había mucho ganado salvaje y caza. Pero lo mejor era el ancho túnel, de media milla de longitud, detrás de la ciudad, y que podía servir de refugio. En la colina cercana había un depósito de carbón. El lugar era hermoso. No había en él señales de uranio.

Jonnie no creía que la gente de la aldea quisiera trasladarse. Cuando era más joven ya lo lamentó, y hasta su padre le tildó de inquieto. Pero tenía que probar otra vez.

Angus y el pastor insistieron en ir con él. Les explicó los peligros de la exposición a la radiación, no deseando que se arriesgasen. Pero Angus se limitó a mostrarle una botella de gas respiratorio y prometió probarla lejos de ellos y no tontear con eso, y el pastor, que era un sabio y experimentado miembro del clero, sabía que Jonnie podía necesitar ayuda.

Eran demasiado inteligentes como para llevar el avión hasta la pradera. La gente había visto los vuelos de reconocimiento durante toda su vida, pero un avión acercándose a ellos podría aterrorizarlos.

Habían pasado parte de la noche anterior haciendo planes. Había aleccionado a Angus y al pastor: no harían nada que pudiera alarmar a la gente, no hablarían de monstruos, no harían insinuaciones aterradoras sobre Chrissie. Ya sería bastante raro que los vieran llegar desde el cañón, porque en ese momento el paso en la parte oriental de la pradera y todos los pasos semejantes estaban bloqueados por la nieve.

Y así llegaron a caballo, tres hombres y un animal cargado de paquetes. Los cascos del caballo hacían poco ruido en la nieve suelta. Las desiertas cabañas de las afueras estaban derruidas y abandonadas. En el aire sólo había un penetrante olor a humo.

¿Dónde estaban los perros?

Jonnie se acercó. El corral donde guardaban los caballos estaba vacío. Después escuchó cuidadosamente y oyó golpes de patas en los establos del viejo granero. Allí había un caballo, tal vez más de uno. Miró hacia los corrales donde encerraban por lo general el ganado salvaje antes de la primera nevada: no había mucho ganado, no lo bastante para pasar el invierno.

Angus bajó del caballo y, como prometiera, hizo una prueba de radiación. No hubo reacción alguna.

Un viejo podenco salió de unas ruinas y los miró con ojos medio ciegos. Se adelantó cautelosamente, arrastrando el vientre por la nieve. Se aproximó a Jonnie, olfateando con energía, despidiendo nubes de vapor por la nariz.

Después empezó a mover la cola, acercándose, moviendo la cola más y más fuerte hasta que casi le golpeaba en los morros, y arqueándose como saludo. El podenco empezó a aullar su bienvenida. En el centro de la aldea se escucharon otros tres o cuatro perros. Jonnie desmontó para acariciar al podenco. Era Pantera, uno de los perros de su familia. Siguió a pie, guiando al caballo, con el perro haciendo reumáticos esfuerzos por saltar.

Un niño de ojos lúgubres los espió desde la esquina de un edificio y salió corriendo, tambaleándose y cayendo en la nieve.

Jonnie se detuvo ante el palacio de justicia y miró adentro. La puerta se había desprendido de sus goznes y el lugar estaba vacío y frío; la nieve había entrado en la habitación principal. Salió y observó el espectáculo de la aldea silenciosa y en ruinas.

Vio salir humo del tejado de su casa familiar y se acercó. Golpeó la puerta.

Se escucharon ruidos en el interior y la puerta se abrió. Era su tía Ellen. Se quedó quieta, mirando por la hendidura, y entonces dijo:

—¿Jonnie? —Y después—: ¡Pero tú estás muerto, Jonnie!

Abrió la puerta de par en par y se puso a llorar.

Después de un rato, se limpió los ojos con un mandil de ante.

—Entra, Jonnie. He conservado tu habitación tal como estaba… pero dimos tus cosas a los jóvenes… Entra, el frío penetra en la casa.

—¿Hay enfermedad en la aldea? —preguntó Jonnie, pensando en sus compañeros.

—Oh, no, nada de particular. Vieron un ciervo en las colinas y los hombres han subido a rastrearlo. No hay demasiada comida, Jonnie. No la ha habido desde que te fuiste —dijo, y después comprendió que eso parecía una acusación—. Quiero decir…

Estaba llorando otra vez. Jonnie sintió que se le encogía el corazón. Ella estaba envejeciendo antes de tiempo. Estaba demacrada y los huesos de la cara se veían con demasiada claridad.

Jonnie hizo entrar a Angus y al pastor y se calentaron en el fuego. La tía Ellen nunca había visto un extraño y estaba algo asustada. Pero aceptó las presentaciones y después se puso a hacerles algo de sopa con huesos que ya habían sido hervidos. Le dijeron que estaba muy buena. Dejó de dirigir miradas inquisitivas a Jonnie y quedó muy complacida con ellos.

—¿Chrissie te encontró? —se atrevió finalmente a preguntar.

—Chrissie está viva —dijo Jonnie—, y también Pattie.

Nada de alarmas; no los alarmes.

—¡Me alegro tanto! Estaba tan preocupada. ¡Pero se empeñó en ir! Tu caballo volvió, ¿sabes?

Y volvió a llorar, se acercó a Jonnie y le dio un fuerte abrazo. Después se fue a preparar camas para todos por si querían pasar allí la noche.

Jonnie salió y encontró al pequeño que los había visto antes, enviándolo colina arriba para llamar a los hombres que iban tras el ciervo.

Eran más de las cuatro cuando finalmente logró reunir al consejo. Se sorprendió de que fueran sólo el viejo Jimson y Brown Limper Staffor. El tercer miembro había muerto hacía poco y no habían nombrado a otro. Jonnie había encendido un fuego en el recinto, y volvió a colocar la puerta.

Presentó a Angus y al pastor, y el consejo los aceptó con cierta reserva. Ellos tampoco habían visto nunca extranjeros. Pero Angus y el pastor se retiraron discretamente a un rincón.

Jonnie explicó el asunto al consejo. Sin alarmarlos. Les dijo que había descubierto que el valle era insalubre y que ésa era la razón por la que había tan pocos niños y tantas muertes, que originalmente se fue con la intención de encontrar un lugar mejor y que lo había encontrado. La nueva ciudad era muy bonita: había agua en la calle principal, menos nieve y más caza, mejores alojamientos y hasta una roca negra que al encenderla daba mucho calor. Era un lugar muy bonito. Fue un buen alegato, muy bien presentado.

El viejo Jimson estaba interesado y parecía aprobar la idea. Como correspondía, lo consultó con Brown Limper.

Éste tenía viejos rencores contra Jonnie. Expuso lo que había pasado. Jonnie se fue y esto había arrastrado a Chrissie y a Pattie —que probablemente estuvieran muertas—, y ahora Jonnie Goodboy Tyler venía un año y medio más tarde, pidiéndoles que trasladaran sus casas. Éstas eran sus casas. Siempre estuvieron a salvo allí. Y eso era todo.

Votaron. Estaban empatados. El consejo no sabía qué hacer.

—Solía haber una asamblea, una reunión de la aldea —dijo Jonnie.

—No he visto ninguna en mi vida —dijo Brown Limper.

—Sí, ya sé de qué hablas —dijo Jimson—. Hubo una hace treinta años para cambiar de sitio los corrales.

—Como el consejo está empatado —dijo Jonnie—, habría que pedir una reunión de la aldea.

A Brown Limper no le gustó eso, pero no podían hacer otra cosa. Para entonces ya habían entrado varios curiosos y Jonnie no tuvo problemas para avisar al pueblo que debía reunirse en el palacio de justicia.

Cuando llegaron eran las cinco y ya había oscurecido. Jonnie había conseguido más leña para encender un fuego. Sabía que no convenía iluminar el lugar con una lámpara de minero. Cuando finalmente los miró, sentados en bancos o en el suelo, con los rostros bañados por la luz del fuego en la habitación llena de humo, se sintió muy mal. Era gente derrotada. Estaban demacrados, algunos de ellos enfermos. Los niños eran demasiado silenciosos. Sólo quedaban veintiocho personas. Sintió una ardiente cólera hacia los psiclos, intentó tranquilizarse. Les sonrió, aunque más bien tenía ganas de llorar.

Con el permiso del consejo, Jonnie abrió el paquete. Había regalos. Les dio carne seca, algunos manojos de quiniquini para dar sabor a la comida y algunos pequeños pedernales que producían largas sucesiones de chispas. A la gente le parecieron muy aceptables y se lo agradecieron. Después Jonnie sacó algunas hachas de acero inoxidable y les mostró lo que podía hacerse con ellas cortando de un solo golpe un gran trozo de madera. La gente estaba impresionada. Jonnie se las ofreció como regalo. Hecho esto, sacó un montón de cuchillos de acero inoxidable. Cuando les mostró cómo cortaban, advirtiéndoles que debían tener cuidado en no cortarse los dedos, las mujeres se mostraron muy excitadas. Hizo que pasaran de mano en mano.

Finalmente se puso a hablar del asunto que lo traía, y les habló de la nueva ciudad y de lo fácil que sería trasladarse. No les dijo que los llevarían volando, porque sabía que perdería credibilidad. Nadie hizo preguntas cuando se los invitó a ello. Jonnie tuvo un presentimiento.

Sacó de la bolsa un triángulo de vidrio roto y les mostró que era posible ver a través de él. Les dijo que en la nueva ciudad un montón de ventanas tenían estos vidrios, que dejaban pasar la luz y resguardaban del frío. Hizo pasar el vidrio. Un niño se cortó un poco y rápidamente se lo devolvieron.

Les explicó que el valle los enfermaba, que había en él un veneno que hacía difícil el tener hijos.

Con una mirada de ruego, dejó que el viejo Jimson pusiera el asunto a votación. Aquellos que estuvieran de acuerdo en trasladarse. Contaron. Los que estaban a favor de quedarse. Contaron. Tres a favor. Quince en contra. Los niños no contaban. Jonnie no quería darse por vencido. Se puso de pie.

—Díganme, por favor —les preguntó—, por qué toman ésta decisión.

Un hombre mayor, Torrence Marshall, se puso de pie, miró a su alrededor para ver si había objeciones y después habló:

—Éste es nuestro hogar. Aquí estamos seguros. Te damos las gracias por los regalos. Nos alegramos de que tú estés en casa —y se sentó.

Brown Limper parecía contento consigo mismo. La gente se fue silenciosamente a comer.

Jonnie se sentó con la cabeza entre las manos, derrotado.

Sintió en el hombro la mano del pastor.

—Es raro —dijo el pastor— que el hombre sea profeta en su tierra.

—No es eso —dijo Jonnie—. Es sólo que… —no pudo terminar. En su cabeza se repetían incesantemente las palabras: «Mi pobre gente. Oh, mi pobre gente».

Esa misma noche, más tarde, subió al montículo donde estaba el cementerio. Buscó por la nieve hasta que encontró la cruz de la tumba de su padre. Se había caído. Volvió a ponerla en su lugar y garabateó en ella el nombre. Se quedó mucho tiempo allí, mirando el pequeño montículo. A su padre le había parecido insensato salir de la aldea.

¿Iba a morir aquí toda esa gente? El duro viento de invierno bajaba gimiendo del Highpeak.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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