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Un Terl con una terrible resaca se hallaba sentado en su oficina, junto al receptor del avión teledirigido, sacando del rollo las tomas del filón.
La noche anterior y esa mañana había dormido el sueño de los borrachos empedernidos, no había sentido el terremoto y nadie le había hablado de ello porque el complejo era a prueba de esos ligeros temblores y sólo en las montañas había sido severo.
El poco placer que obtenía de la vida en aquellos días provenía de las fotos, aun cuando sólo mostraban un poco de desecho de metal alrededor del pozo y poca actividad.
No estaba más cerca de resolver el problema de Jayed de lo que había estado al principio. La interminable búsqueda y esfuerzos para imaginar las razones por las cuales el BII pudiera tener interés en aquel lugar le habían hecho perder peso, hundiendo y velando su mirada y poniendo un temblor en sus garras cuando levantaba los excesivamente frecuentes cazos de kerbango hacia sus huesos bucales. El odio por este planeta con sus malditos cielos azules y montañas blancas se intensificaba cada día que pasaba. Ese momento rutinario con el scanner, al que sólo se acercaba después de haber cerrado las puertas y comprobado con una sonda que no había interferencias, era el único instante esperanzador del día.
Terl levantó la fotografía a la luz. Le llevó uno o dos segundos comprender que hoy era distinta. Después se estremeció.
La pared del desfiladero se había derrumbado.
No había ningún filón.
No tenía las fotografías del día anterior. Siempre las rompía en seguida. Trató de calcular el tamaño del trozo desaparecido. La inclinación era diferente. No podía calcular a qué profundidad se habría partido.
Había un agujero. Sería el túnel. Habían estado cavando a lo largo de la veta.
Estaba a punto de dejar la fotografía para pensar en el asunto cuando advirtió las señales calóricas de los minerales. El objetivo primordial de un vuelo de reconocimiento no era la vigilancia, sino la búsqueda incesante de minerales a través del scanner, que grababa con unas señales determinadas. Esta señal era distinta.
Claro que era diferente. Él conocía la señal del filón: el espectro dentado del oro. Rápidamente puso la señal en la máquina analítica.
¿Sulfuro? En el filón no había sulfuro. Ese oro no era un compuesto sulfatado de oro. ¿Carbón? ¿Flúor? ¡Qué nebulosas! ¡En esa zona no había ninguno de esos minerales!
Se preguntó si estaría contemplando la fórmula de lo que los psiclos llamaban «trigdita», constituida por seis minerales comunes. Ninguno de los explosivos o combustibles se importaban de Psiclo. Eran peligrosos de transbordar y fáciles de hacer en este planeta. La pequeña factoría estaba a unas diez millas al sur del complejo, servida por las líneas de potencia del lejano embalse, y de vez en cuando una cuadrilla bajaba para combinar los elementos en cartuchos de combustible y explosivos. De modo que esos elementos existían en el planeta.
Volvió a pasar la fotografía por el scanner para apreciar el equilibrio exacto de la mezcla. ¡Trigdita!
La desequilibrada mente de Terl saltó de inmediato a una conclusión errónea. La trigdita era el mineral que más habitualmente se encontraba en torno a cualquier mina psiclo. Sería casi extraño no encontrarlo, porque se depositaba en las rocas y quedaba en el aire después de una explosión.
Saltó de la silla y desgarró salvajemente la foto. Pisó los fragmentos. Golpeó la pared con los puños.
¡Los asquerosos animales habían volado la pared del desfiladero! ¡Para fastidiarlo! ¡Para vengarse de él! ¡Habían destruido su filón!
Se derrumbó en la silla.
Escuchó unos golpes en la puerta y la preocupada voz de Chirk.
—¿Qué sucede, Terl?
De pronto comprendió que debía controlarse. Debía ser muy frío, muy listo.
—La máquina se rompió —dijo.
Una explicación inteligente. Ella se fue.
Se sentía frío, calmado, dominante. Sabía exactamente lo que haría; lo sabía paso a paso. Tendría que eliminar toda amenaza posible contra su vida. Tendría que borrar todas las huellas.
Primero cometería el crimen perfecto. Ya lo tenía todo pensado.
Después lanzaría el bombardero y exterminaría a los animales.
Las garras le temblaban un poco. Sabía que si salía y mataba a las dos hembras se sentiría mucho mejor. Tenía eso planeado para el día 94. Haría un par de collares explosivos para los caballos, los metería en la jaula y le mostraría a las mujeres que la burbuja roja del collar de los caballos era idéntica a la que tenían ellas. Después apretaría un interruptor y volaría la cabeza de un caballo. Las hembras se aterrorizarían. Luego iría por el otro caballo. Después fingiría que las soltaba, pero retrocedería y volaría la cabeza de la pequeña. Sería maravillosa la magnitud del terror que crearía. Sentía que necesitaba ahora esa satisfacción. Después recordó los «poderes psíquicos» de los animales. Aquel animal que estaba en lo alto de las colinas podía enterarse y arreglárselas para evitar la muerte.
No, por atractivo y necesario que fuera para sus nervios, no debía ser complaciente consigo mismo. Debía ser frío, dominante y listo.
Lo mejor que podía hacer era poner en marcha el crimen perfecto en ese mismo momento.
Se puso de pie con parsimonia y tranquilidad y comenzó a ocuparse del asunto.