10

Terl había arreglado la sala de trabajo de la antigua fundición, cerrando las ventanas y ajustando las puertas. Lo único que quedaba del equipo humano original era la inmensa caldera de metal que había en el centro del suelo, aunque también la había adaptado, rodeándola con aceleradores de calor psiclo.

Había dispuesto las herramientas, los moldes y los vaporizadores moleculares.

El equipo de mareaje era el de la morgue del complejo.

Terl aparcó el remolque frente a la puerta sin iluminar y, prácticamente sin esforzarse, llevó adentro los sacos de metal, de seis a ocho por vez, vaciándolos dentro de la caldera.

Escondió el remolque, entró y atrancó la puerta, revisando que las persianas estuviesen en su lugar. No notó un reciente agujero que había en una. Encendió las luces portátiles.

Con la facilidad que le daba la práctica, pasó la punta de una sonda por el interior, para asegurarse de que no había micrófonos o cámaras diminutas. Satisfecho, dejó el equipo a un lado.

En el instante en que el equipo caía sobre un banco, una mano invisible descorrió el cerrojo de una antigua puertecilla de ventilación y colocó dos cámaras en posición idónea. La puerta de ventilación, bien engrasada, volvió a cerrarse. Un poco de polvo, desprendido durante la acción, descendió atravesando el rayo de luz de una lámpara.

Terl miró hacia arriba. Ratas, pensó. Siempre había ratas en estos edificios.

Encendió los aceleradores de calor de la caldera y el hilo de oro y los grumos empezaron a bajar y encogerse. Se formaron burbujas. Había que tener mucho cuidado en no recalentar excesivamente el oro; pasaba al estado gaseoso y podía perderse mucho con el vapor. Las vigas del tejado de la vieja fundición debían de estar saturadas de gas de oro que había vuelto a condensarse. Vigiló cuidadosamente los termómetros.

El contenido amarillo-naranja de la caldera se transformó en líquido y cambió los calentadores a temperatura de mantenimiento.

Ya había dispuesto los moldes. Eran para las tapas de los ataúdes utilizados ordinariamente en la manufactura, porque los ataúdes eran un producto local, hecho en las tiendas del recinto.

Terl cogió un inmenso cucharón con sus enguantadas garras y empezó a transferir oro líquido al primer molde de tapa.

Doscientas libras de oro por ataúd. Diez tapas de ataúd. Trabajó rápida y diestramente, cuidando no derramar nada. El silbido del metal fundido al tocar los moldes era agradable a sus huesos auditivos.

¡Qué fácil era todo esto! La compañía insistía en que los ataúdes fueran de plomo. De vez en cuando algún empleado moría en un accidente radiactivo en cualquier lejano planeta, y después de algunas experiencias desastrosas tales como ataúdes que se rompían durante el transbordo o accidentes radiactivos menores, la compañía había dictado exactas normas hacía unos cincuenta o sesenta mil años.

El plomo abundaba en el mercado de Psiclo. Tenían montones. También tenían mucho hierro, cobre y cromo. Lo que escaseaba era el oro, la bauxita, el molibdeno y varios otros metales. Y lo que no había, gracias a los dioses malignos, era uranio y toda su familia de metales. De modo que los ataúdes se hacían siempre de plomo, endurecido con una o dos aleaciones, por ejemplo de bismuto.

Sólo tenía que hacer las tapas. En la morgue había hileras e hileras de ataúdes. Una de las razones por las que debía ser discreto era que parecería un poco tonto que se dedicara a hacer más ataúdes y los metiera en la morgue.

En aquel momento tenía nueve tapas llenas. La décima resultó algo complicada. La caldera estaba casi vacía y en los restos había residuos de roca.

Tenía que apresurarse porque había que hacerlo antes del amanecer. Enfrió a toda velocidad el poso y lo arrojo en una damajuana de ácido para disolver la roca y el sedimento que quedaba. Después volvió a calentarlo rápidamente. Las nubes de ácido hirviendo no le importaban. Llevaba la máscara respiratoria, de modo que no tenía importancia. Sacó el poso disuelto y recalentó el oro.

Rascando cuidadosamente, consiguió casi llenar la última tapa. Completó el peso con un poco de plomo fundido.

Una vez enfriados los moldes de plomo, limpió la caldera y el cucharón y se aseguró de que no hubiese salpicaduras en el suelo.

Las tapas no se enfriaban con suficiente rapidez, de modo que les puso un ventilador portátil. Cautelosamente, vació un molde.

¡Bien!

Hizo lo mismo con los otros moldes y colocó todo sobre un banco. Sacó un vaporizador molecular, metiendo dentro cartuchos de plomo con bismuto, y empezó a pintar el oro con esa cubierta. Unos siete cartuchos de plomo-bismuto más tarde, tenía sus diez tapas de ataúd, aparentemente de plomo.

Se sacó los guantes y reunió el equipo de mareaje que por lo general se guardaba en la morgue. Sacó una lista del bolsillo.

Con gran limpieza marcó diez nombres, los números de serie de empleados de la compañía y las fechas de fallecimiento.

Conseguir diez cadáveres había sido algo difícil. Estaban los tres centinelas muertos por el arma explosiva. Estaba Numph. Estaba Jayed, el muy idiota. Pero un programa médico de seguridad en las minas que habían puesto en funcionamiento, había disminuido las bajas más de lo normal, y desde el último envío semestral hubo sólo tres muertes en la mina. Eso dejaba a Terl con dos cuerpos de menos.

Uno de ellos lo había adquirido dejando caer casualmente un detonador en un agujero de disparo antes de que metieran el explosivo. Había pensado que con eso conseguiría dos o tres muertos, pero sólo obtuvo al experto en explosivos.

El otro había sido más peligroso. Aflojó el volante de un coche de tres ruedas. Esas cosas tenían alta velocidad y superaban muchos obstáculos, pero tuvo que esperar tres aburridos días hasta que finalmente se soltó y mató al empleado administrativo de personal que lo conducía.

De modo que tenía diez nombres.

Con el marcador, los grabó en el metal blando de las tapas. Los inspeccionó. Había dos a través de los cuales se veía el oro, y eso no podía ser. Sacó el vaporizador molecular y los cubrió con plomo-bismuto. Perfecto.

Hizo una prueba con la punta de una garra. La cubierta no se resquebrajó. Probablemente también soportaría los vaivenes de los camiones grúa.

Entonces cogió el marcador e hizo una pequeña X, difícil de ver a menos que se la estuviera buscando, en la parte inferior izquierda de cada tapa.

Pasaba el tiempo. Rápidamente recogió el equipo y desconectó el acelerador de calor de la caldera. Miró a su alrededor. Lo tenía todo.

Apagó las luces, llevó el camión frente a la puerta y cargó de dos a tres tapas por vez. Colocó el equipo encima.

Regresó adentro, cogió una bolsa de polvo y lo diseminó por la habitación, volvió a pasar la lámpara en torno para asegurarse, cerró las puertas y se fue muy satisfecho.

En la fundición se abrió la puerta de ventilación y una rápida mano recuperó las cámaras. Se reparó el agujero de la persiana.

Terl condujo rápidamente en dirección al complejo. Era ya muy tarde, pero en las últimas semanas había hecho un hábito el conducir por los alrededores del complejo como si estuviera haciendo rondas de vigilancia, y el ruido del motor no alertaría a nadie.

Estaba muy oscuro.

Se detuvo frente a la morgue. Sin encender luces, llevó adentro las diez tapas. Después llevó el camión al depósito de chatarra cercano y enterró el equipo debajo de otra pila de desechos.

Regresó a la morgue caminando, cerró la puerta y encendió las luces. Pasó una sonda por el lugar.

No vio un pequeño agujero practicado en la gruesa pared y tampoco la cámara de botón que apareció allí después de la prueba.

Terl cogió diez ataúdes vacíos y los alineó. Les sacó las tapas y las arrojó a la parte trasera de las filas. Les dio vuelta de modo que quedaran en posición de ser cogidos por las grúas el día 92.

Sacó los diez cadáveres de los estantes y los arrojó dentro de los ataúdes con un ruido sordo.

El último fue Jayed.

—Jayed, estúpido, qué mierda de agente del BII eras. No fue astuto de tu parte, Jayed, venir aquí a preocupar a los que son mejores que tú. ¿Y qué has conseguido? —y Terl cogió la tapa y revisó el nombre—. Un ataúd y una tumba con el falso nombre de Snit.

Los ojos vidriosos parecían mirarlo con reproche.

—No, Jayed —dijo Terl—. Discutir no te servirá de nada. De nada en absoluto. Nadie me relacionará con tu asesinato o el de Numph. ¡Adiós, Jayed! —y bajó de golpe la tapa del ataúd.

Cubrió con las tapas el resto de los ataúdes. Revisó las pequeñas equis.

Cogió una herramienta que sellaba en frío el metal y fijó las tapas a los ataúdes. Dejó la herramienta en el estante. Sacó de su bolsillo la herramienta marcadora y la puso en su lugar.

Miró a su alrededor y se irguió. Hasta ahora todo iba perfectamente.

Y estaba totalmente preparado, un día antes del envío semestral. Tendió la mano para apagar las luces.

No escuchó el susurro de la cámara al raspar contra la piedra, cuando la retiraron del agujero, y tampoco el crujido del cemento al bloquearlo.

Terl abrió la puerta. Empezaba a haber una luz difusa.

Atravesó el espacio abierto, la plataforma de lanzamiento y subió la colina en dirección a sus habitaciones.

Detrás de él, en la morgue, dos figuras cubiertas con capas anticalor se deslizaron por el barranco.

Cuatro horas más tarde, en ese mismo día 91, Jonnie, Roberto el Zorro, el consejo y los miembros del equipo interesado, revisaron una y otra vez las fotografías del pictógrabador. No debían perder la menor posibilidad ni la mayor opción. No podían permitírselo. El destino, no sólo de sí mismos sino de las galaxias, dependía de que no cometieran errores.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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