5
Pero no era todo el mundo psiclo el que se reía. Era Terl.
Cuando Jonnie despertó, el sol de la mañana llenaba la jaula.
Terl estaba de pie frente a la segunda mesa, revisando los libros de hombres y riendo.
Jonnie se sentó sobre sus ropas.
—¿Has terminado con éstos, animal?
Jonnie fue hacia la piscina artificial y se lavó la cara. Hacía un mes que había convencido a Terl de que dejara correr un hilo de agua, de modo que tenía agua limpia para beber. Estaba fría y lo refrescó.
Hubo un estallido en el aire y por un momento pensó que había explotado algo. Pero era sólo el vuelo de reconocimiento que pasaba por encima de sus cabezas.
Hacía algunos días que realizaba vuelos por la mañana. Ker le había explicado lo que era: un detector de metal, un aparato de vigilancia activa capaz de tomar fotografías continuadas. Se manejaba por control remoto.
Durante toda su vida Jonnie había visto esos aparatos en el cielo y había supuesto que eran fenómenos naturales, como los meteoros o el Sol y la Luna. Pero aquéllos pasaban con intervalos de algunos días y éste lo hacía diariamente. Los viejos no rugían a distancia cuando se aproximaban y no explotaban cuando pasaban. Éste sí. Ker no sabía realmente por qué, pero tenía que ver con la velocidad. Eran muy veloces. No se podía hacer girar uno de ésos en el aire o detenerlo. Sólo podía dirigírselo y tenía que dar la vuelta a todo el planeta antes de regresar. De modo que éste, si era el mismo, circundaba el planeta diariamente. La áspera explosión era muy desagradable.
Terl lo miró y lo ignoró cuidadosamente. Al personal de la mina no le gustaba.
—¿Por qué todos los días? —preguntó Jonnie, mirándolo.
Era un elemento en sus planes de huida. Sólo tomaba fotografías, pero eso era suficiente.
—Dije que si terminaste con estos libros —ladró Terl.
El avión de reconocimiento se alejaba y su rugido se perdía en las praderas orientales. Había venido desde las montañas.
Jonnie se preparó un desayuno de carne fría y agua. Terl apiló los libros en sus patas y fue hacia la puerta de la jaula. Allí se detuvo, indiferente.
—Si tienes tanto interés en obtener datos sobre esas montañas —dijo—, hay un mapa en relieve en la biblioteca de esa ciudad del norte. ¿Quieres verlo?
Inmediatamente alerta, Jonnie siguió no obstante con su desayuno. Un Terl complaciente siempre tenía alguna otra cosa in mente. Pero ésta era una oportunidad que Jonnie apenas se había atrevido a esperar.
En sus planes había estudiado maneras de conseguir que Terl lo sacase con el coche. Sería cuestión, sencillamente, de tirar del cierre de una puerta, dejar entrar una bocanada de aire en el coche, apretar el botón de parada de emergencia y apuntar a Terl con un arma. Arriesgado, pero era una posibilidad.
—Hoy no tengo nada que hacer —dijo Terl—. Tu entrenamiento con máquinas ha terminado. Podríamos ir hasta la ciudad. Ver ese mapa en relieve. Cazar algo. Tal vez podrías buscar tu caballo un poco más.
Un Terl dispuesto a las excursiones era algo que Jonnie no conocía. ¿Sabía algo el monstruo?
—De todos modos, quiero mostrarte algo —dijo Terl—. Así que recoge tus cosas. Volveré dentro de una hora y daremos un paseo. Tengo que revisar algunas cosas. Volveré. Prepárate, animal.
Jonnie se sintió perturbado. Esto era algo prematuro y alteraba sus planes, pero lo consideró una oportunidad caída del cielo. Tenía que huir y llegar junto a su gente, tanto para detener a Chrissie, si intentaba cumplir su promesa, como para trasladar la aldea a un lugar más seguro. Quedaban sólo dos semanas para que la constelación volviera a su lugar.
Puso el pequeño revólver en la bolsa del cinturón, el cortador de metal junto a su tobillo y empaquetó una provisión de carne ahumada. Se vistió con pieles de ante.
Cuando llegó la hora, apareció un vehículo y se detuvo. Jonnie lo miró, preguntándose qué sucedía. No era el tanque Mark III. Era un sencillo camión que se usaba normalmente para transportar maquinaria. Tenía una cabina cerrada, presurizada. La parte trasera era grande y abierta, rodeada de estacas. La única semejanza con un tanque era que no tenía ruedas sino que se deslizaba a una distancia variable, de hasta tres pies, por encima del suelo.
Después Jonnie comprendió que esto podía resultar una ventaja para él. No tenía rastreadores de calor ni armas.
Terl salió y abrió la jaula.
—Pon tus cosas en la parte de atrás, animal. Y ve allí tú también.
Desató la correa y alzó a Jonnie. Sacó un soldador de bolsillo y soldó el cable al coche.
—De ese modo —dijo Terl— no me veré obligado a oler esos cueros.
Estaba riendo cuando entró en el coche, se quitó la máscara y encendió el sistema. De pronto Jonnie comprendió que no tenía manera de inmovilizar a Terl… no podía abrirle la puerta.
El camión partió. Era más lento que los tanques pero no tenía tan buena amortiguación, porque ahora circulaba con menos carga de lo habitual.
Jonnie aguantó agachado detrás de la cabina. El viento de ochenta millas por hora producido por la marcha rugía por encima de su cabeza y contra las estacas.
Estaba pensando velozmente. De alguna manera tendría que arreglárselas para conseguir también el camión. Los controles no eran distintos; de eso se había asegurado con una mirada. Todos los controles psiclo eran sencillos botones y palancas.
Qué alivio sería verse libre del collar. El corazón le latía, expectante. ¡Si no cometía errores, sería libre una vez más!