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Al día siguiente, Terl siguió muy activo. Se estaba preparando para tener otra entrevista con Numph. Iba de un lado para otro haciendo entrevistas sobre motines, grabando cada una en un tipo de cinta que podía cortarse y empalmarse. Era una tarea difícil, que exigía el mayor cuidado. Se acercó a cantidad de empleados durante el trabajo, dentro y fuera del recinto.
Las entrevistas salieron bien y rápidamente. Terl preguntaba: «¿Qué normas de la compañía conoce relacionadas con motines?». Los empleados, sorprendidos a veces, suspicaces siempre, citaban lo que sabían o creían saber sobre motines. Después, el jefe de seguridad preguntaba: «Dígame, con sus propias palabras, cuál es su opinión sobre los motines». Por supuesto, los empleados se volvían pomposos y tranquilizadores: «El motín es algo muy malo. Los ejecutivos provocarían una vaporización masiva y nadie estaría seguro. Por mi parte, no tengo intención de incitar a un motín o de tomar parte en él».
Las entrevistas continuaron durante todo el día, con Terl yendo de un lado a otro, con máscara en el exterior, sin ella en el interior. Grabando, grabando, grabando. Terminaba siempre la entrevista sacudiendo la cabeza, sonriendo y diciendo que era pura rutina y que ya sabían ellos lo que pasaba con la dirección y que él, Terl, estaba del lado de los empleados. Pero dejaba a su paso cierta preocupación, y los empleados se juraban no tener nada que ver con ningún motín, con o sin disminución del salario.
De vez en cuando, al pasar por su oficina, Terl contemplaba la imagen de la jaula, donde las cámaras seguían cumpliendo con su deber de guardianes. La curiosidad y una vaga intranquilidad lo obligaban a seguir vigilando.
El animal parecía muy atareado. Se había levantado con la primera luz. Había trabajado y trabajado, raspando la piel de oso hasta limpiarla, cogiendo viejas cenizas y pasándolas por encima. Ahora la piel estaba colgada, sujeta a los barrotes.
Después había encendido fuego y construido una extraña enramada, una especie de red, en torno a éste. Cortó la carne en tiras largas y delgadas y la colgó de la red, cerca del fuego. Iba echando en las llamas las hojas de los árboles cortados, creando una gran cantidad de humo, y el humo se arrebolaba en torno a la carne.
Terl no llegaba a comprender qué estaba haciendo realmente el animal. Pero hacia el final del día, pensó que lo sabía. El animal estaba cumpliendo con algún tipo de ritual religioso que tenía que ver con la primavera. Había leído algo sobre esto en las guías chinko. Tenían danzas y otras tonterías. Se suponía que el humo llevaría a los dioses los espíritus de los animales muertos. El día anterior habían matado suficientes animales. El recuerdo produjo una punzada en la espalda de Terl.
Nunca creyó que alguna de estas criaturas de la Tierra pudiera realmente herir a un psiclo, pero aquel oso gris había hecho vacilar un poco su confianza. Era un oso terriblemente grande… pesaba casi tanto como el propio Terl.
Probablemente, cuando llegara el crepúsculo, el animal de la jaula avivaría el fuego y comenzaría a bailar o algo así. Llegó a la conclusión de que no estaba haciendo nada peligroso y prosiguió con las entrevistas.
Esa noche no vieron a Terl en la sala recreativa. Y también olvidó mirar si el animal bailaba. Estaba demasiado ocupado con las cintas grabadas.
Trabajando con una destreza propia sólo de un jefe de seguridad, Terl estaba produciendo cintas, extrayendo palabras aisladas y hasta frases, y jugando con ellas.
Haciendo un reajuste de las posiciones de las palabras y extrayendo párrafos enteros, los empleados empezaron a decir cosas en los carretes que podían conducir a que los ahorcasen.
Una respuesta ordinaria quedaba transformada en: «Tengo intención de incitar a un motín. En cualquier motín, lo seguro sería vaporizar a los ejecutivos». Era un trabajo penoso. Y los carretes aumentaban.
Finalmente, las regrabó en discos nuevos, limpios, que no mostraban señales de manipulación, y cuando el oriente tomó un color grisáceo, se echó atrás en la silla; había terminado.
Bostezando, dio unas vueltas, limpiando, destruyendo los originales y los fragmentos, esperando la hora del desayuno. Advirtió que se había olvidado de vigilar al animal para ver si bailaba.
Terl llegó a la conclusión de que necesitaba más el sueño que el desayuno, de modo que se echó para hacer una corta siesta. Su cita con Numph era para después del almuerzo.
Más tarde se diría que fue porque se saltó el desayuno y el almuerzo por lo que cometió el error.
La entrevista empezó bastante bien. Numph estaba sentado en su tapizado escritorio, sorbiendo un cazo de kerbango como postre. Estaba tan incoherente como siempre.
—Tengo los resultados de la investigación que solicitó —comenzó Terl.
—¿Qué?
—Entrevisté a muchos empleados locales.
—¿Sobre qué?
—El motín.
Numph se puso alerta de inmediato.
Terl colocó el repetidor en el escritorio de Numph y se preparó para hacer oír las «entrevistas», diciendo:
—Son secretas, por supuesto. Se le dijo a los empleados que nadie sabría nada y no sabían que la entrevista se estaba grabando.
—Muy prudente, muy prudente —dijo Numph. Dejó a un lado el cazo y se dispuso a escuchar. Terl pasó los discos uno tras otro. El efecto que produjeron fue el que había esperado. Numph estaba cada vez más gris. Cuando terminaron los discos, Numph se sirvió un cazo de kerbango y lo bebió de un trago. Después se quedó sentado.
Si alguna vez había visto un culpable, pensó Terl, era éste. Los ojos de Numph reflejaban un sentimiento de acoso.
—En consecuencia —dijo Terl— aconsejo que mantengamos esto en secreto. No debemos permitir que sepan que conocemos lo que piensan, porque esto los llevaría a conspirar y produciría el motín real.
—¡Sí! —dijo Numph.
—Bien —dijo Terl—. He preparado ciertos documentos y órdenes relacionados con esto —y los puso sobre el escritorio de Numph—. El primero es una orden para mí, para que tome las medidas que considere necesarias para dominar este asunto.
—¡Sí! —dijo Numph, y lo firmó.
—Este otro es para recoger los planes de batalla que haya en otras minas y ponerlos a buen recaudo, con excepción de aquellos que pueda necesitar.
—¡Sí! —dijo Numph, y lo firmó.
Terl sacó los papeles que habían sido firmados y dejó que Numph mirase el siguiente.
—¿Qué es esto? —preguntó Numph.
—La autorización para capturar y entrenar animales-hombre para que manejen máquinas, de modo que los embarques de metal de la compañía puedan continuar aun si mueren empleados o se niegan a trabajar.
—No creo que sea posible —dijo Numph.
—Es sólo una amenaza para forzar a los empleados a volver al trabajo. Usted y yo sabemos que no es realmente posible.
Numph lo firmó vacilante y sólo porque ponía: «Plan de emergencia, plan estratégico alternativo. Objetivo: disuadir a los empleados dispuestos a la huelga».
Y entonces Terl cometió el error. Cogió la autorización firmada y la agregó al resto.
—Nos permite dominar la eventualidad de una reducción forzosa de empleados —comentó. Entonces comprendió que no hubiera debido decir nada.
—¿Ah, sí? —preguntó Numph.
—Y estoy seguro —continuó Terl, insistiendo en el error—. Estoy muy seguro de que su sobrino Nipe lo aprobaría con entusiasmo.
—¿Aprobaría qué?
—La reducción de empleados —continuó Terl.
Y entonces se dio cuenta. En la cara de Numph apareció una mirada de alivio, una mirada de entendimiento que le produjo una gran satisfacción.
Numph dirigió a Terl una mirada casi divertida. El alivio parecía invadirlo. La confianza reemplazó al miedo.
Terl supo que se había hecho un lío. Tenía sólo una vaga idea de esa ventaja relacionada con Nipe. Y en ese momento acababa de hacerse culpable de exponer lo que sólo fingía saber. Numph se dio cuenta de que en verdad Terl no sabía nada. Y Terl nunca había sabido realmente en qué andaba Numph. Un verdadero error.
—Bueno —dijo Numph, súbitamente expansivo—, ahora vaya y haga su trabajo. Estoy seguro de que todo saldrá perfectamente.
Terl se detuvo al otro lado de la puerta. ¿Cuál demonios era la ventaja? ¿Cuál era la verdadera historia que había detrás? Numph ya no tenía miedo. Terl podía oírlo reír.
El jefe de seguridad apartó de su mente la negra nube que lo amenazaba. Se fue. Al menos tenía los animales y podría continuar. Y cuando hubiera terminado con ellos, podría vaporizarlos. ¡Deseaba poder vaporizar también a Numph!
Ventaja, ventaja. No tenía ninguna sobre Numph. Y tampoco sobre el animal.
Terl tendría que ponerse a trabajar.