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Un Zzt muy preocupado vigilaba a Terl y a una nube de mecánicos que trabajaban en un viejo bombardero.
Los inmensos garajes y hangares subterráneos retumbaban con el gemido de los taladros y el golpeteo de los martillos.
Desde el último vuelo semestral de llegada de personal, Zzt había recuperado a sus mecánicos; aparte de tener que atender a las necesidades de combustible del avión de reconocimiento (que él no consideraba necesario) cada tres días, nada lo estorbaba en su trabajo. Hasta ese momento Terl había dejado tranquilos al jefe de transportes y su sección. El propio Terl se había ocupado de los veinte aviones de combate que había afuera. De modo que aparte del actual proyecto, inexplicado, Zzt no tenía mucho de qué quejarse.
¡Pero esa idiotez! ¿El bombardero? Lo mejor que podía hacer era hablar.
Terl estaba en la cabina de control del inmenso avión, trabajando con las series de botones. Estaba cubierto de grasa y sudor. Tenía en la pata un pequeño interruptor de control remoto e introducía secuencias en los principales paneles del aparato.
—Escocia… Suecia —decía Terl, consultando sus tablas y notas y apretando botones.
En el lugar no había asientos porque nadie lo pilotaría, y Terl estaba cómodamente reclinado en un recinto de motor.
—… Rusia… los Alpes… Italia… China… no, Alpes… India… China… Italia… África…
—Terl —dijo tímidamente Zzt.
—Cállate —barbotó Terl, sin levantar siquiera los ojos—. Amazonas… los Andes… México… ¡Montañas Rocosas! ¡Montañas Rocosas uno, dos y tres!
—Terl —insistió Zzt—. Este bombardero no funciona desde hace mil años. Es una ruina.
—Lo estamos reconstruyendo, ¿no es así? —ladró Terl, terminando con las secuencias y poniéndose de pie.
—Terl, tal vez no sepas que éste fue el bombardero utilizado en la conquista. Fue el que gaseó el planeta antes de que llegáramos.
—Bueno, estoy cargándolo con barriles de gas, ¿no?
—Pero, Terl, ya hemos conquistado el planeta hace más de mil años. Si sueltas gas letal ahora, aun cuando sea en unos pocos lugares, puede penetrar en nuestras propias minas.
—Ellos usan gas respiratorio —replicó Terl, pasando indiferente junto a Zzt y volviendo a meterse en el inmenso avión.
Los obreros sacaban enormes barriles de gas del almacén subterráneo. Tenían que frotarlos enérgicamente para quitar la mugre incrustada durante generaciones. Con gran entusiasmo, Terl dirigía a los obreros, colocando los barriles en su lugar.
—¡Quince barriles! Sólo han traído catorce. ¡Traigan otro!
Algunos obreros salieron de prisa y Terl siguió ajustando alambres a las válvulas de liberación del barril, murmurando consigo mismo, revisando el código de color.
—Terl, sólo guardan este aparato como pieza curiosa. Estas cosas son peligrosas. Una cosa es manejar a control remoto un avión de reconocimiento con sus pequeños motores… ¡esos aparatos no anulan los controles! Pero éste tiene motores equivalentes a una docena de transportes de metal. Las señales que devuelve al control remoto son anuladas por sus propios motores. Podría volar por donde quisiera y liberar gas casi en cualquier parte. Son demasiado erráticos para resultar eficaces. Y una vez que los pones en marcha, no puedes detenerlos. Son irreversibles, como el disparo de transbordo.
—Cállate —dijo Terl.
—En las normas —insistió Zzt— se especifica que sólo deben usarse «en casos de extrema urgencia». No hay ninguna emergencia, Terl.
—Cállate —dijo Terl, prosiguiendo con los cables.
—Has ordenado que esté estacionado permanentemente frente al compartimiento de disparo automático, que necesitamos para reparar los transportes de metal. Éste es un aparato de combate, sólo lo usan para el primer ataque a un planeta; jamás lo usan después, excepto en una retirada. No hay guerra y no estamos retirándonos de ningún planeta.
Esto ya era demasiado para Terl. Arrojó sus notas al suelo y se inclinó sobre Zzt.
—Yo soy el mejor juez para estas cosas. Cuando en un planeta se carece de departamento de guerra, ese puesto es desempeñado por el jefe de seguridad. Mis órdenes son definitivas. ¡Este aparato debe estacionarse en la puerta del hangar de disparo y no lo moverás de allí! ¡En cuanto al control —y sacudió en la cara de Zzt la pequeña caja cuadrada—, todo lo que necesita es una fecha programada y oprimir botones, y después de eso no hay nada errático! ¡Este aparato saldrá y hará lo que tenga que hacer! Y queda en reserva.
Zzt retrocedió. Unas plataformas con ruedas estaban moviendo la vieja reliquia en dirección a la puerta de disparo, donde quedaría bloqueando el paso y no dejaría espacio para reparar los cargueros.
—Eran localidades extrañas las que estabas programando —dijo débilmente Zzt.
Terl tenía una gran llave inglesa en la pata. Se acercó a Zzt.
—Son nombres humanos para lugares del planeta. Son los lugares donde quedan animales hombres.
—¿Ese pequeño puñado? —aventuró Zzt.
Terl gritó algo y le tiró la llave inglesa. Zzt la esquivó y la llave cruzó el suelo del hangar, haciendo retroceder a los obreros.
—Actúas como si estuvieras loco, Terl —dijo Zzt.
—¡Sólo las razas extranjeras se vuelven locas! —gritó Terl.
Zzt se apartó mientras trasladaban el viejo aparato hacia la puerta.
—Se va a quedar ahí —gritó Terl, a nadie en especial—. Será disparado en cualquier momento dentro de los próximos cuatro meses —«y seguramente en el día noventa y tres», se dijo sonriendo.
Zzt se preguntó por un momento si no tendría que matar a Terl cuando estuvieran en un lugar solitario. Terl había devuelto las armas a los empleados, volviendo a llenar los armeros de los vestíbulos del complejo y permitiéndoles que volvieran a usar los revólveres de cinturón. Después recordó que en alguna parte Terl tenía un sobre que se abriría «en caso de muerte».
Más tarde, Zzt habló en privado con Numph. A Zzt le gustaba cazar y el bombardero volvería a eliminar prácticamente toda la caza. A Numph también le había gustado cazar alguna vez.
Pero Numph se quedó sentado, mirándolo inexpresivamente.
El bombardero, el que se había utilizado originalmente para gasear y conquistar el planeta, quedó en la puerta de disparo, en el camino de todo el mundo, lleno de gas letal, preparado, esperando sólo alguna manipulación del control remoto que Terl tenía en su poder.
Cada vez que pasaba junto al aparato, Zzt se estremecía. Era evidente que Terl se había vuelto completamente loco.
Esa noche, en su alojamiento, Terl se sentía aturdido. Había pasado otro día y no tenía siquiera idea de qué se proponía Jayed, ni qué estaba buscando.
Revisó las fotografías del avión de reconocimiento. Ahora los animales cavaban bajo tierra, lo cual era inteligente. Era posible que lo lograran y en todo caso él tenía sus soluciones.
Vigilaba a las mujeres todas las tardes, arrojándoles leña y carne. A veces encontraba paquetes junto a la puerta (decidió no pensar cómo llegaban hasta allí) y se los daba también. Había arreglado lo del agua, pero ahora salía en exceso. La mayor se sentaba otra vez. Nunca las veía sin sentir preocupación por el problema de los «poderes psíquicos»; se preguntaba cuál de ellas enviaría los impulsos y si podrían leerse en una pantalla. Bueno, mientras los animales que había en la montaña trabajaran, él las mantendría con vida. Eran una buena arma disuasoria.
Pero cuando llegara el día 93, ¡ja! No podía confiar en que los animales no hablasen. No podía contar con que la compañía o el gobierno no lo descubrieran. Los animales tenían que desaparecer, y esta vez todos.
Terl se quedó dormido jugando con una posibilidad apenas esbozada. Jayed le estaba negando el oro. Era culpa de Jayed. Pero ¿cómo se cometía un crimen perfecto en la persona de un superagente del BII? Tratar de imaginarlo era algo que producía mareos. Mientras tanto, sería un modelo de eficacia. Tenía que parecer el más grande, prudente y vigilante jefe de seguridad que hubiera conocido la compañía.
¿Estaba realmente loco? No. Sólo era listo.